miércoles, 26 de agosto de 2009

Siete casas en Francia

Hay libros que arrastran tras de sí el vendaval de lecturas de las otras obras de su autor. Así me ha pasado con el magnífico “Siete casas en Francia” de Bernardo Atxaga, autor que descubrí con “El hombre solo”, allá por el lejano 1994, y del que me dejé atrapar por su universo personal, en “Obabakoak”, de unos años antes. De pronto, ETA y el entramado vasco se volvían voz en un autor que miraba de frente a los problemas. Esos que por aquellos años eran una amenaza diaria, en que las portadas de los periódicos eran insuficientes para dar cuenta de tantas muertes, de tanto dolor, de tanta impunidad. Recuerdo que devoré, casi literalmente, “El hombre solo”, que allí encontraba respuestas a muchas de las preguntas que muchos nos hacíamos por aquel entonces; en él constaté qué fácil es opinar de lo que uno no sabe, no padece, no vive en su propia carne. Los cientos de kilómetros que separan Madrid del País Vasco no es solo una distancia geográfica y espacial. Lo es también de cultura y de realidad. En unos segundos, la televisión nos ofrecía una imagen; una fotografía de un instante que nosotros convertíamos en la película de la realidad, de su realidad. Y eso que por aquellos años las televisiones y las radios no habían descubierto el chollo de los “tertulianos”, que les llenan horas y horas de programación hablando de cualquier cosa: para eso le pagan, para hablar y hablar y hablar. “El hombre solo” eran más que palabras: éramos todos nosotros que no estábamos allí pero que, de pronto, nos sentimos dentro de la película de una realidad que nos superaba por falta de datos, falta de sentimientos. A los dos años, Atxaga volvía al mismo tema con “Esos cielos” y luego un silencio con una nueva novela, “El hijo del acordeonista”, del 2004, que espero leer en estos días. Confieso que, cuando se publicó, nada me atrajo de ella: Bernardo Atxaga, de alguna manera que ahora desconozco, se había convertido, sin él quererlo y sin yo saberlo, en autor de una única novela, en una autor “solitario” como el protagonista de “El hombre solo”.
Pero Atxaga es mucho más que eso. Cómo no podía ser de otro modo en uno de los novelistas más interesantes de nuestra literatura actual, de esos que quedarán cuando los vendavales mediáticos tengan que dejar paso al poso lento y cruel de la historia. Y paso a paso, novela a novela, como deben ir haciendo los escritores, Atxaga va creando una obra, en que su estilo se reconoce, su control del pulso narrativo, al tiempo que no renuncia a abrirse a nuevos territorios, a jugar a confundirnos cuando, como los grandes escritores, termina por hablar siempre de lo mismo, de sus pasiones y obsesiones, como lo es la soledad, la geografía agresiva, y el final trágico cuando uno se deja llevar por las pasiones. Las siete casas francesas hace alusión a un sueño, a un capricho más bien, de la mujer del poeta y militar belga Lalande Biran: poseer siete casas en Francia como muestra de su éxito y triunfo. Siete casas situadas en los espacios reconocidos por la nobleza europea como lugares de encuentro. Un sueño lejano, ya que la acción de la novela se desarrollará en Yangambi, una aldea perdida al lado del río Congo, desde donde el rey Leopoldo II de Bélgica atesora su fortuna de las colonias, gracias al comercio de la caoba y de los cuernos de rinoceronte. Será este negocio, hábilmente camuflado por Lalande, su segundo a bordo, Van Thiegel, y el asesoramiento y ayuda de Toisonet y los paraísos fiscales y bancarios suizos, el que le permita a Lalande cumplir el sueño de su mujer y, por extensión, el suyo propio: abandonar la selva congoleña para volver a París donde ya se imagina triunfante en las tertulias literarias con sus poemas llenos de una fuerza renovada y renovadora. El amparo de la autoridad de la Force Publique hace que el poblado de Yangambi parezca un universo estable, en que los peligros del exterior, el peligro de los insurgentes, del sonido atronador de la selva y de los mandriles no sea más que el eco lejano de amenazas que quedan muy lejos. Pero es todo una apariencia. La presencia de Chrysostome Liège, que llegará a convertirse en una leyenda por su puntería, vendrá a mostrar a todos el espejo distorsionado de nuestras vidas y sacará el demonio que todos llevamos dentro. La aparente tranquilidad se quebrará para siempre. Y así esta novela que habla de sueños y de pesadillas del siglo XIX, de Bélgica, París y el Congo en realidad no deja de ser una novela más de España y del País Vasco. Una novela más de nosotros mismos, de los oscuros y sombríos rincones que habitan en nuestro corazón. Ayer y hoy. Y lamentablemente, seguramente también mañana.

Los abrazos estrellados

Almodóvar consigue crear tal algarabía mediática alrededor de cualquier proyecto suyo que se convierte en un referente tanto social como cultural. Y “Los abrazos rotos” no podía ser menos. O quizás, en este caso, podríamos decir más, ya que la presencia de Penélope Cruz después de ganar el Oscar, después de haberse dejado dirigir por Woody Allen (en sus horas más bajas), le ha puesto un punto de glamour, lo que tampoco está nada mal en nuestra casposa fauna ibérica. ¿Cómo no ir a ver una nueva película de Almodóvar? ¿Cómo no dejarse llevar por esta marea de los medios, de estas olas de noticias en la televisión, en los periódicos, de adelantos y de secretos? ¿Cómo no hacerlo aunque todas las personas que la habían visto coincidían en calificarla de película fallida? Y ahora que la he visto, ahora que me he dejado empapar de imágenes en las más de dos horas de duración, tan solo me viene a la cabeza una pregunta: ¿cómo es posible fallar en una película cuando todos los vientos soplan a favor? Almodóvar tiene prestigio (merecido), tiene oficio (ganado con el tiempo), tiene dinero (más el que puede soñar cualquier otro director al ponerse al frente de un nuevo proyecto), tiene libertad (lo que todo artista ambiciona), y tiene un público (casi) ganado antes de comenzar a rodar… sin olvidar su (excelente) gabinete de prensa y su capacidad de hipnotizador y de gran publicista, que nunca le ha abandonado. Tiene tiempo para escribir y no tiene compromisos por contratos draconianos que le obliguen a entregar una película cada año, o a hacer galas y galas para así justificar su sueldo o sus ingresos. Nada de eso. Seguro que Woody Allen –como tantos otros directores- les gustaría contar con unas capacidades de producción que sólo él puede soñar. Y a pesar de todo ello, ¿por qué “Los abrazos rotos” es una película fallida, que no consigue emocionarte ni un momento a pesar de ser una historia de grandes pasiones, de amores envidiables y otros no tanto?
No soy ni especialista en cine ni es mi pretensión serlo. Soy un espectador. Uno de tantos que ha pagado sus euros por ver la película y, después de verla, intento contestarme a una simple pregunta: ¿por qué la película no ha conseguido traspasar la frialdad de las imágenes para llegar a convertirse en el telón de fondo de una vida compartida en la oscuridad del cine? Como así sucede en “Volver”, sin irme más lejos, en que risas y lágrimas se convirtieron en eco común de los que compartíamos tiempo y emociones en una sala de cine viendo esta película. Lo primero: Almodóvar sigue siendo uno de los mejores directores de actores que ha contado nuestro país; nadie como él para sacarle a los actores toda la vida que tienen dentro. Penélope está estupenda; lo está cuando la maquillan como la estrella en que se ha convertido; y lo está cuando se mira al espejo y ella misma se dice: “¡pero es que me doy asco!”, cuando está triunfando en una fiesta o cuando vomita después de hacer el amor. ¿Y qué decir de Lluis Homar? Espléndido, a pesar del peluquín que le colocan en su época de joven. Espléndido en la alegría del amor y espléndido en la desesperación de su pérdida. Y así debería ser con Blanca Portillo de haber tenido un papel más lucido, ya que le ha tocado un personaje sin alma, y bastante ha hecho ella por darle algo de cuerpo; y lo mismo le sucede a José Luis Gómez, que le ha tocado lidiar con un personaje que nunca deja de serlo: casi esperpento de su propio personaje. Debería haber sido el centro de nuestros odios, y sólo consigue convertirse en bufón de su propia pasión… son los actores los que mantienen la película, los que la hacen sufrible, posible, e incluso, puede uno disfrutar de algunas escenas, como aquella en la que Penélope Cruz se dobla a sí misma. Pero nada más… y nada más porque le falta a “Los abrazos rotos” una historia, un guión. El talón de Aquiles del que ha ganado un Óscar en este tema: en las películas de Almodóvar la realidad siempre tenía un contrapunto en una serie de personajes y situaciones esperpénticas, que nos hacían reír pero que, al tiempo, nos situaban ante nuestras miradas la más cruel de las realidades. Personajes aparentemente locos, extraños, pero que han resultados los más normales de su filmografía… y entonces todo se lo permitías, la falta de ritmo narrativo (como ahora), el recrearse en imágenes que a nada llevaban (como ahora), el dar información que no era necesaria (¿a quién le importa quién es el padre de la criatura?)… todo se salvaba por esa genialidad… que en la película se reduce a los últimos momentos de “Mujeres y maletas”, ese remake de “Mujeres al borde de un ataque de nervios”, con una Carmen Machi espléndida… Películas que han marcado una época, que forman parte de nuestro pasado. Almodóvar se ha cansado de sí mismo y ha perdido el encanto. No sabe contar “historias” tradicionales. Ni tendría tampoco que intentarlo. “Abrazos rotos” es una de sus peores películas porque en esta historia no está él… nació de una foto y de una pareja que a lo lejos se abrazaba. Nunca tendría que haber pasado de este inicio. Y tendría que habernos regalado muchos más minutos de su final.

Mario Benedetti

Ayer, 18 de mayo, murió Mario Benedetti. La frase es corta. Casi fugaz. La noticia ha traspasado el océano dejando a su paso un reguero de lágrimas y de suspiros para instalarse en las conversaciones y en las primeras páginas de los periódicos. Murió en su Uruguay, en su Montevideo al que se había “desexiliado”, desde donde contemplaba el mundo con una clarividencia que solo a unos elegidos les es propicia. Mario Benedetti era capaz de convertir en verso hasta el momento más cotidiano, aquel que se pierde sin dejar huella. Y él hizo de la vida, de esa real, la de todos los días, su campo de batalla. Y lo hizo desde ese exilio político que le trajo a España; a su Madrid. Su libro “Geografía” (1982-1983) comienza con el siguiente poema, que se titula “Eso dicen”: “Eso dicen / que al cabo de diez años / todo ha cambiado / allá // dicen / que la avenida está sin árboles / y no soy quién para ponerlo en duda // ¿acaso yo no estoy sin árboles / y sin memoria de esos árboles / que según dicen / ya no están?”. Allá, acá; memoria y silencio; abandono y tristeza. Sólo he tenido la oportunidad de ver a Mario Benedetti en la Feria del libro de Madrid, firmando ejemplares y apuntando en una hojita los que le iba pasando su editor, Chus Visor. Unos años después, con un poco más de confianza, le pregunté a Chus el porqué de esta costumbre. Timidez. Una timidez enfermiza. Se parapetaba en esa costumbre para no tener que levantar los ojos y enfrentarse con otros ojos, para no tener que entablar una conversación, y dejaba pasar el tiempo entre firmas y palotes en su hojita de papel. Extremadamente tímido y modesto. Respondía a los halagos y las palabras cariñosas con una sonrisa y con un palito, y con un estrechar la mano. Nada más y nada menos. Hombre de pocas palabras y de muchos versos. Sentado en el café miraba la vida a través de sus folios y en ellos siempre había tiempo para dejar clavado el instante, como quien conquista la más hermosa de las mariposas y la deja ahí, atrapada en el alfiler de la metáfora, para que todos la podamos disfrutar.
Y el amor. El amor. Si ha habido un poeta del amor, del amor al que le mira frente a frente, ese ha sido y seguirá siendo Mario Benedetti. “No te quedes inmóvil / al borde del camino / no congeles el júbilo / no quieras con desgana / no te salves ahora / ni nunca / no te salves / no te llenes de calma / no reserves del mundo / sólo un rincón tranquilo / no dejes caer los párpados / pesados como juicios / no te quedes sin labios / no te duermas sin sueño / no te pienses sin sangre/ no te juzgues sin tiempo”. Y así apareció, en un recitado memorable en alemán, en la genial película de Eliseo Subiela, “El lado oscuro del corazón”, uno de los mejores intentos de aunar dos lenguajes literarios tan dispares como son el lírico y el cinematográfico. Putas y publicistas, enamorados y hasta la misma muerte que hablaban siguiendo el ritmo de versos de Benedetti, de Girondo, de Gelman. En un semáforo, espera una mujer con su niño en brazos y un hombre con una gabardina. Ella se dispone a pedir y él a cambiar versos por dinero: “Tengo una soledad / tan concurrida / tan llena de nostalgias/ y de rostros de vos / de adioses hace tiempo / y besos bienvenidos / de primeras de cambio / y de último vagón”…
Se nos ha ido Mario Benedetti. Se nos ha ido a sus 88 años. Sus pulmones han dejado de respirar, de pasar ese poco de aire necesario cada día. Se nos ha ido la voz y la denuncia de nuestro tiempo. En sus manos, la poesía se hacía portavoz de nuestro dolor y de nuestro sufrimiento, de nuestros gritos de angustia de un tiempo; sentencia de las injusticias y también de aquellas verdades ocultas, ya que Benedetti no se quedaba solo en denunciar la política, sino también a los “hombres de mala voluntad”: “Cuando volvés a la tarde como a un oasis / y tu mujer te espera linda y ávida / y cree en la provincia de tu silencio / que hace tiempo vendiste al enemigo // […] cuando todos te dejen en el living / a solas con tu húmedo bigote / y la mirada opaca como nunca / y el tocadiscos que se detiene solo // mejor lo pasarías si no tuvieras / en la retina y en los tímpanos / el rostro el puño el alarido / del muchachito de ojos claros // […] entonces pobre hombre de mala voluntad / ni siquiera juntando todo el odio / que quede disponible en el mercado / ninguno de nosotros podrá odiarte // como vos mismo te odiarás”.
Y hasta el final, Mario Benedetti nos ha regalado la cumbre de sus versos. Como ese “Testigo de uno mismo” que acaba de publicar Chus Visor hace tan solo dos meses. Versos en que va desgranando el diario de sus últimos años, sus años de soledad y de silencio. Años que terminan con la siguiente postdata: “No queda más que agregar / al menos encontré lo que buscaba / y si recuerdo alguna otra cosita / en todo caso agrego otra postada”.
Se nos ha ido Mario Benedetti. Ayer, 18 de mayo de 2009. La frase es corta, demasiado corta para poder albergar todo nuestro dolor. Se nos ha ido un buen hombre. Un excelente poeta.

La poesía

Hace tiempo se puso de moda una canción que decía “Malos tiempos para la lírica”. El grupo que la cantaba se llamaba “Golpes bajos” y la letra la había escrito el gran Coppini. Han pasado ya algunos años de aquella letra, de esa melodía, pero parece que ese “mal tiempo” se ha instalado en nuestras vidas, como si la prosa se hubiera alzado con el estandarte único de la literatura. Y este comparar géneros literarios, este dejar a la poesía en un lugar extremo, elitista, mientras la prosa se convierte en “única” voz de nuestro tiempo se ha convertido en un lugar común. A cualquier poeta al que le toque la fortuna de encontrarse ante un periodista (fortuna mala o buena como es siempre esta calva indecente), parece que tiene que poner cara de póquer cuando le preguntan: ¿y no has pensado alguna vez escribir una novela, un cuento? Como si la poesía fuera un divertimento, como si la poesía sólo fuera voz de unos pocos. Pero no siempre fue así… ¿a alguien se le ocurriría hacerle la misma pregunta a Federico García Lorca, que hasta su teatro es puro verso, incluso el escrito en prosa? ¿Y a Neruda? ¿Y acaso no son estos dos poetas, tan admirados entre ellos y tan diferentes en estilos y en intenciones, voz de una época, la de una España que veía venir la tormenta de una guerra y la de un continente que en el “Canto general” encontró la épica que no supieron escribir los poetas de los siglos anteriores? Pero es cierto que aquellos eran otros tiempos, otros tiempos gloriosos en que los grandes novelistas y narradores de aquellos maravillosos años treinta quedaban eclipsados por la fuerza y la valentía de unos jóvenes poetas a los que hemos llegado a conocer como la Generación del 27, que introdujeron en nuestro país aires y vendavales de modernidad y de genio.
Otros tiempos… pero quizás otros tiempos que los propios poetas nos hemos ido labrando a fuerza de versos y de zancadillas partidistas en los últimos años, esos en los que la distancia con el lector parece ser cada vez mayor. O así algunos lo ven, aunque seguramente no haya tiempo más propicio para la poesía que el actual; y seguramente no haya tiempo en que proliferen más los versos que el que no ha tocado vivir. Julio Santiago, magnífico poeta y animador cultural, manda todas las semanas una agenda poética… y no hay menos de diez actos a lo largo y ancho de Madrid. Imposible ir a todos, sin duda. Pero este es un buen termómetro de que hay muchas personas a las que le gusta y necesitan leer poesía… porque la poesía puede dar algo más, algo diferente a las historias que ofrecen las historias que se cuentan en prosa. Ya sea buena o mala prosa, porque todo hay en la viña del señor editorial, más en estos tiempos en que los novelistas –la mayoría de los novelistas- más se deben a sus “amos” mediáticos que a sus lectores, que a su obra, los únicos que deberían marcarles ritmos y temas. Pero ese es otro tema que ahora nos queda tan, tan, pero tan lejos.
A la poesía no se puede ir en busca de historias, de argumentos en que se presente a unos personajes, se les haga “vivir” a lo largo de cientos de páginas (o de versos) para luego desencadenar un final apoteósico –o anodino, como sucede en muchas novelas de éxito de nuestro tiempo. En la poesía hay un elemento particular, propio, lo que le confiere un nuevo lenguaje: el verso. El verso no son líneas que quedan sin terminar… es todo lo contrario. En un verso, en un simple verso, en sus sílabas perfectamente elegidas, en que el ritmo se convierte en un nuevo elemento esencial del lenguaje, puede decirse todo. O puede comenzar a decirse todo: “Tengo miedo a perder al maravilla / de tus ojos de estatua y el acento / que me pone de noche en la mejilla / la solitaria rosa de tu aliento”. Leer poesía es dejarse llevar por esos sonidos que, sin quererlo la sintaxis, ha unido “acento” y “aliento”… y “maravilla” y “mejilla” en una nueva descripción del amado. Y sin quererlo, la poesía nos levanta delante de los ojos imágenes hasta ahora no exploradas: ¿Ojos de estatua? Cada uno de los lectores saca de su particular universo de referencias una imagen. Y cada una de ellas es un verso. Y cada verso un nuevo texto. ¿Solitaria rosa de tu aliento? Y el aire se transforma en un manantial de aromas, de frescos aromas de flores… que embriaga, que enamora. A la poesía no podemos ir en busca de historias que nos lleven de la mano, que nos digan lo que en cada momento como lectores hemos de entender, de imaginar. Se nos obliga ser algo más que simples comensales en la mesa de la literatura: se nos presentan los manjares elaborados, hasta extremos geniales, y tenemos que estar dispuestos a dejarnos llevar por sus matices, que no son más que los nuestros, los de nuestra vida. A la poesía hay que venir con el estómago abierto y no buscando los sabores de siempre, esos que nos colocan en el menú diario de la prosa, de los periódicos, de la televisión. A cada momento, su plato. Y en el menú de la poesía el verso puede llegar a convertir una frase en un momento mágico, ese que se recuerda cada noche… “para no cerrar nunca los ojos sin haber mirado una vez más tus ojos”.

Escritores en el aula

El Ministerio de Cultura mantiene desde hace años un programa que llama “Escritores en el aula”, que permite el acercamiento de los autores contemporáneos a las aulas de Bachillerato a lo largo y ancho de nuestra geografía. Un primer contacto en que dos realidades, la de la escritura y la de la primera lectura, pueden darse la mano. Lo cierto es que la perspectiva de colocarse ante la mirada inquisidora de decenas de alumnos entre 15 y 16 años, a quienes la literatura y la creación les importa más bien poca no se presenta como uno de los escenarios más agradables ni envidiables para pasar una mañana. Las pesadillas recorren la manta de los sueños y todo parece que seguirá el guión establecido del fracaso, de las risas. Me comentaron cuando estuve en el instituto cordobés de Cabra que el anterior escritor se había salido de la sala porque los chicos no le prestaban la atención que merecían sus versos y que todo había acabado con una bronca monumental y con silbidos. Y no me extraña. Aquí radica uno de los grandes retos del programa, que no siempre es bien entendido por los escritores que se acercan a los institutos pensando sólo en el dinero fácil que cobrarán después de “soportar” a unos adolescentes por unos minutos. El reto está en ser capaz de comunicar con ellos, de llevarles la literatura y la creación y hacerles vivos los libros durante una hora. A sus profesores les toca bregar todos los días para que retengan datos e ideas, para que sean capaces de expresar sus pensamientos, de convencer, de escribir adecuadamente; a ellos les toca luego evaluar sus conocimientos e intentar, en la medida de lo posible, que esta cultura no sea superficial, que le acompañe el resto de sus vidas, aunque sea un eco lejano, muy pocas veces perceptible. Ese es el trabajo del profesor, el duro trabajo del profesor que, al tiempo que enseña datos, también transmite ideas, formas de pensamiento, costumbres e ideales. Por eso en la enseñanza son tan importantes los medios –eses prometidos ordenadores en que algunos han creído ver el principio de la modernidad y del progreso- como los profesores que les dan sentido y conocimiento. Aprender no es sólo que le introduzcan a uno datos –como un chip en tantas ficciones- sino también el modo de hacerlo, los razonamientos que nos ayudan a recordarlos, a considerar que forman parte de nuestra vida, de la de ahora –aunque ellos no se darán cuenta- y la del futuro –cuando lo entiendan por fin. La labor de los escritores en el aula es otra, y la experiencia, de salir bien, es realmente enriquecedora.
Son muchos los jóvenes que escriben. Fuimos muchos cuando éramos jóvenes y lo siguen siendo. Muchos de ellos, son escritores ocasionales, escritores de un momento, de una tragedia, de un desamor; otros, los más, son escritores en la sombra, escritores que, por timidez, por miedo, por… callan y dejan sus obras escondidas en el frío de sus cajones o en el silencio de sus diarios. Son poemas, cuentos, notas, blogs que, en la mayoría de los casos, no pasan de la primera mudanza o se olvidan al final de algún cuaderno que con los años se tirará sin revisarlo, sin recordar que en sus páginas se dejaron grabados algunos de los versos más tristes que uno podía imaginar. Pero no siempre es así. Y ahí, delante del escritor que viene a hablarles, este escritor de carne y hueso y no el escritor de papel de las clases y de los libros de textos, uno se pregunta ¿cuántos hay que escriben? Y la pregunta no debe hacerse en alto, no debe ponerse en el centro de las miradas y de las burlas a aquellos que se ven como escritores, que se sueñan con que, al pasar los años, serán ellos los que irán a un instituto a hablar de su obra, de sus cuentos, de su poesía, de sus comienzos y de sus nuevos proyectos. Y ahí están, cien caras, doscientos ojos, todos situados en la parte final del salón de acto, dejando un abismo de silencio entre ellos y el escritor que ha venido a hablarles de poesía. Y comienza la presentación y las primeras bromas, como si fuera imposible mantener el silencio del aula. Y comienzo a hablar y les hablo de los inicios, de los recuerdos de cuando era como ellos, de los primeros textos publicados, de la necesidad de seguir buscando y experimentando, de comunicar, del gol de Messi y de la inspiración, de las apuestas literarias y de los nuevos proyectos; y mientras mi vida literaria va desgranándose antes sus ojos, les leo algunos poemas. Y se quedan callados porque, de pronto, se dan cuenta que los entienden, que ellos están ahí también. Como yo también estoy en los versos que ellos escriben. Y se crea un momento mágico, como un diálogo de escritores, de aprendices de escritores, que es lo que somos todos en realidad. Y preguntan. Y aplauden. Y se contestan. Y luego vienen y me cuentan lo que están escribiendo, que si lo las ideas que tienen me parecen adecuadas o no. Y les sonrío. Y me gustaría a mí preguntarles por todas mis dudas, porque ellos son adolescentes y se saben el posesión de la verdad. La suya y la de todos nosotros.

La soledad de los números primos

La soledad parece que es un estado habitual en el ser humano. Animal de compañía, animal social, animal que necesita del otro para poder crear su hábitat, ese que ha terminado por querer dominar el mundo conocido –y también el que está más allá de nuestros sentidos físicos-, pero también animal que necesita de sus momentos de soledad, de esa conversación íntima con uno mismo, más allá de otras miradas, de otras preguntas, de otras caricias. La soledad como un remanso de paz y la soledad también como una tortura, como un pozo, como ese abismo del que es tan difícil salir con el paso de los años. Animales de costumbres, de eso no hay ninguna duda. Así somos los hombres y de esto nos gusta escribir y leer. Soledad de soledades, soledades de silencios y soledades también de gritos, que se pierden en las noches de luna llena. Soledad por sentirse diferente, único. Soledad por no encontrar ni voz ni labios que puedan transmitir nuestras sensaciones y sentimientos. Y parece tema manido, y tema que se aleja de nuestras horas actuales, estas que se van llenando de luz hacia el verano. Parece que el invierno es el tiempo propicio para la soledad, para encerrarnos en nosotros mismos con la excusa de las calles heladas y las caras escondidas bajo los sombreros y los gorros. El verano, la luz del verano parece que lo impregna todo de vida, de colores, de mil aromas. Malos tiempos para la soledad. Por estas razones, el libro de Paolo Giordano, “La soledad de los números primos” es una obra excepcional, una gran obra que sorprende desde varios aspectos.
El primero –y no lo dejo de escribir con una cierta envidia- es que el joven Giordano, de tan solo 26 años, haya sido capaz de dar a la imprenta una obra tan redonda, una obra de pulso firme, de estructura envolvente, que consigue que no queramos despegarnos de sus páginas mientras la historia se va desgranando delante de nuestros ojos. Una historia, aparentemente, sencilla, que narra las vivencias de dos personajes, Alice y Mattia, que por un acontecimiento en su infancia se han convertido en la mejor expresión de los números primos; en concreto de los números primeros gemelos: aquellos que permanecen en soledad matemática, pero próximos, ya que solo otro número par, se interpone entre ellos… como el 11 y el 13, el 17 y el 19 o el 41 y el 43. Y así son estos personajes… así es la historia, así son los momentos en que la vida les puso delante un reto y, a lo largo de las páginas y los capítulos, vamos viendo cómo hacen esfuerzos titánicos por superar su soledad, sobre todo cuando encuentran delante a un “primo gemelo”; pero todo es inútil. O así parece serlo. En “La soledad de los números primos” no sólo se coloca delante de nuestros ojos la historia de dos niños que, a medida que vamos pasando las páginas, van creciendo en la soledad, sino también cómo la vida se empeña en recordarnos que la soledad es también nuestro estado natural, quizás la más humana de nuestras actividades. Y ahí, tan interesantes son en el libro las vivencias, peripecias y pensamientos de Alice y Mattia, sus deseos de intentar ganarse un pedazo de vida, como los personajes que les rodean y que les recuerdan, página a página, que son “números primos”, que, aunque lo intenten, seguirán siendo los “raros”, los “únicos”, aquellos que no pueden relacionarse con nadie más. Y así sucede en el colegio, en los complicados años del Instituto y en los vergonzosos de la Universidad. Así les vemos crecer ante nuestros ojos. Atormentarnos con las mil perrerías que les hacen sufrir en sus años y alegrarnos con las escasas venganzas que la vida les permite. En el libro, su autor consigue también jugar con la posibilidad de que soñemos con que los maleficios de la vida pueden también trastocarse, que es posible, en una palabra, dejar de ser un “número primo”, que nada está realmente escrito… y con esta ilusión –no confesada, en realidad- seguimos leyendo y vamos sonriendo cuando se produce el primer encuentro entre Alice y Mattia, que presagia una nueva vida, y con esta ilusión el futuro parece que se llena de tintes más alegres y esperanzadores. Y así debe ser. La ilusión debe movernos a seguir levantándonos, a seguir compartiendo nuestros días con tantos otros números como los que conforman nuestro universo más cercano. Números a los que no sabemos poner apellidos, números que de pares pasan a primos en décimas de segundo. Magnífica novela esta “Soledad de los números primos” que habla de cada uno de nosotros ya que lo hace de la vida. De esas casualidades y de esos momentos mágicos que lo pueden cambiar todo… o no.

lunes, 24 de agosto de 2009

Los números del elefante

Si hay un país mágico, extraordinario por mil detalles y matices, ese es Brasil. Y si hay una ciudad que sobresale por encima de las demás, sin saber muy bien cómo, esa es Rio de Janeiro. Es una ciudad que, de analizarla con frialdad, quizás no soportaría la comparación con otras tantos parajes a lo largo y ancho del mundo; pero hay algo en Rio, algo que no puede explicarse que enamora, que la convierte en esa ciudad a la que uno siempre quiere volver. Una ciudad que te abraza, que te asombra, que te enfada y que no puede dejarte indiferente. Yo me enamoré de Rio de Janeiro la primera vez que fui, y así también le sucedió al escritor Jorge Díaz, el autor del magnífico “Los números del elefante”. Él se enamoró de Rio, se quedó a vivir allí y nos ha regalado una novela que es, al tiempo, crónica de su pasión de una ciudad que ha ido viendo crecer en las hemerotecas, y crónica de un desastre anunciado: Rio estaba llamada a ser capital de muchas disputas, de muchos encuentros, de la historia más reciente de Brasil, que es decirlo de todo el mundo; pero se ha quedado en una ciudad de playas en las que uno no se puede bañar, en la única ciudad del mundo en que la parte más alta, la destinada en principio a los habitantes más adinerados, está tomada por las favelas. Rio de Janeiro es la ciudad de los contrastes, una ciudad sin centro, donde las sonrisas se multiplican en las esquinas y siempre hay tiempo para bailar. Nunca para preocuparse. Y mucho de lo que allí viví, mucho de lo que sentimos los que vamos y pasamos una temporada en Rio, aunque sólo sean dos semanas, lo he sentido reflejado en esta novela, en los comentarios de sus protagonistas, en ese saber mirar al mañana por encima del hombro de las posibilidades. Todo era posible en Brasil. Todo era posible bajo el gobierno de Juscelino, hasta construir una capital en el corazón de la selva. Y ahí está Brasilia como símbolo de este paraíso perdido.
Lo que me admira del libro de Jorge Díaz es la capacidad que tiene para sintetizar, a partir de la aventuresca vida de unos emigrantes gallegos, la historia de Brasil, de Rio, que es también la historia de cómo es posible cómo estos pueblos tan ricos vivan siempre en el umbral de la pobreza. Y lo hace con la mirada certera de sus protagonistas, que se dejan llevar por la marejada del dinero, y del juego se pasa a las drogas. Y todo es un negocio. Todo se puede comprar y se puede vender. Todo tiene su precio. Desde la amistad hasta la traición. No nos engañemos. “Los números del elefante” está ambientada en Rio de Janeiro, esa ciudad que recibía a los emigrantes que, en su mayoría, tenía que malvivir, que se abrían paso en las perezas y en las desdichas gracias a la amistad de otros emigrantes, que de dormir a una plaza pública se pasa a hacerlo en una pensión compartiendo cuarto con cuantos es posible meter allí, y de esta situación, en el mejor de los casos, a una casa particular, a ese sueño de ser propietario de algo en esta tierra que no es de nadie. Pero ambientada en esta época, se nos relata las peripecias de Bernardo, de sus pasiones, amistades, amigos, amantes, suertes y enemigos. Un Bernardo que, poco a poco, se nos va haciendo de carne y hueso, a medida que creemos que le vamos conociendo. Un Bernardo que se deja llevar por la pasión amorosa y por los compromisos sociales y las amistades calculadas. Un Bernardo al que le toca estar en una guerra de mafias y que siente el vértigo de una vida que ya no es la suya, que hace mucho tiempo que dejó de ser la suya. Y así, “Los números del elefante”, que hace alusión al “bicho”, al juego con el que comienzan muchos a pedirle cuentas a la suerte, es una gran novela de personajes, de pasiones, de traiciones y amistades; una novela organizada por la pasión que en Bernardo despierta la política, justo lo contrario de lo que le sucede a sus compañeros, tanto españoles como brasileños. Una novela escrita con una gran maestría, que nos coloca al final de cada capítulo la guinda que sólo se encontrará en el siguiente; una novela que se devora porque los personajes hacen historia y la historia se convierte en sus páginas en parte de la ficción. Y paseamos con Bernardo por sus calles, y con él nos adentramos en el mundo desconocido tanto de las favelas como de las discotecas de moda, de los salones más refinados de Rio de Janeiro. Una novela que se disfruta, que apasiona. Una novela en que, al final, el pequeño mundo del hombre, de un gallego llamado Bernardo, se convierte en la mejor imagen del fracaso brasileño.

Los viajes

Me lanzo al viaje sin ningún tipo de ayuda. Sin ninguna preparación. Viajes que se convierten en una aventura por lo que tienen de nuevo, de extraordinario, de invención y de hallazgo. El viaje como un descubrimiento. El descubrir al otro, la historia, la cultura, el arte, sus costumbres, pero también, el viaje como un descubrimiento personal, como un ir abriendo los canales de nuestro cuerpo, de nuestro memoria a medida que vamos devorando kilómetros. Y de los viajes uno siempre trae las maletas cargadas de experiencias –no siempre buenas-, y de aromas, y de colores y de sonrisas y de pequeños gestos que nunca recogen las fotografías, que siempre se quedan en las esquinas de los videos domésticos. Esos detalles que no se pueden compartir y que hacen que cada viaje sea la pieza única de un puzzle, que sólo tienen sentido cuando se comparten con las personas que lo vivieron, con los que fuimos uno a lo largo y ancho de miles de kilómetros de distancia. Y ahí están en el tiempo. En nuestro tiempo. Los viajes que se van mezclando, y sólo gracias a las fotos, al relato continuo de las anécdotas podemos precisar que tal cala estaba en una isla determinada, que tal edificio había sido el descubrimiento en una única ciudad… porque los viajes tienden a convertirse en el viaje. De la misma manera que nosotros tendemos a ser uno mismo por más que se empeñen los demás en mostrarnos a cada momento mil reflejos diferentes. ¡Si fuéramos todo aquello que los demás dicen o piensan de nosotros! En ocasiones les mantenemos en su error porque nos gusta la imagen que nos lanzan de nosotros mismos, mucho más generosa, mucho más tierna o perfecta de la que nosotros intuimos; otras veces, en cambio, nos empeñamos en “limpiar” nuestra imagen de esas ignominias, de esos detalles, de esos comentarios que distorsionan nuestro reflejo ante los demás. Pero no sucede lo mismo con los viajes. No hay nadie cerca para defenderlos –tan solo la memoria inmortalizada de las fotografías o de los vídeos-; y así el viaje que realizamos puede ser un viaje muy distinto según la persona a la que se lo contamos, según el momento, según el estado alerta o no de nuestros recuerdos. Y el viaje es eso: no sólo vivir sino también re-vivirlo cada vez que lo recordamos, cada vez que lo contamos. Un viaje sólo termina cuando tenemos a alguien delante para contarlo, para compartirlo.
Vuelvo de Florencia. Hacía más de quince años que no volvía a pasear por su Palazzo della Signoria, por el Duomo, por Piazza della Reppublica, o por el Arno, el Ponte Vecchio… muchos años, pero no importa. Florencia se ha quedado congelada en su historia, en esa que por segundos fotografiamos los miles de turistas que inundamos sus calles. Y no importa. Florencia es mucha Florencia. No importa ver cómo hacen colar para sorprenderse con el David de Miguel Ángel en la Accademia, o las manadas de turistas detrás de un paraguas. No importa. Pasear por Florencia. Dejarse perder por sus calles, por sus callejuelas, por esos escondrijos en que te sorprende la historia en cada esquina. Me levanto por la mañana y desde la ventana del hotel veo el Arno. Uno de los ríos con más historia. Uno de los ríos regados por más sangre genial. Y desde la cama dejo que los minutos pasen mientras veo cómo el Arno se deja llevar por las primeras horas de sol. Un nuevo día de caminatas, de fotografías, de subir al campanile del Duomo, a admirarse con esta ciudad que está por encima de los adjetivos.
Y me preparo para irme a Ibiza. No vuelvo desde hace treinta y nueve años. Allí nací, pero no he vuelto a pisar ni su tierra, ni sus playas, ni su mar. Ahora ha llegado el momento para el encuentro. Un viaje a la nostalgia de una tierra en la que nunca he vivido. Una tierra que sólo conozco de los relatos de otros, de los viajes de otros, de las pasiones de otros. Ibiza es de esos territorios míticos, en los que uno parece que siempre ha estado. Un lugar de casa. Un lugar cotidiano, que se ha llenado de imágenes: primero la de los hippies, luego la de las discotecas y fiestas, y ahora con la tranquilidad del chill out… una isla y un viaje al que, como siempre, me enfrento sin preparación. Tan solo unas fotos antiguas, los recuerdos de mi madre y un hotel en el centro… una aventura que, en este caso, me lleva a los territorios siempre mágicos de la infancia.

Ibiza

Ibiza es de esas islas, de esas geografías que uno ve y recuerda más por los mitos que por la realidad que representa. Uno de esos espacios en que el mito consigue descubrirte imágenes inéditas. Así sucede con espacios míticos como Nueva York, con ese Manhattan que siempre parece haber salido de la pantalla de los cines. O las pirámides de Egipto, que uno nunca puede imaginarse el bullicio ciudadano que se extiende más allá de los límites de las fotografías y de los carteles publicitarios: el bullicio de la ciudad, y el de los puestos callejeros, y el de los camellos o las tiendas de venta de papiros pintados. Así le sucede a Ibiza, una isla que ofrece mucho más que la imagen de macrodiscotecas que se sigue potenciando… y llenando cada noche. Porque lo cierto es que Ibiza es isla que vive en verano, que se agita al son bullicioso de los turistas, que ahora llegan desde los puntos más recónditos gracias a las compañías áreas de bajo coste. El cielo de Ibiza, con la muralla de su ciudad vieja, está a todas horas llenos de aviones, aviones que traen la esperanza a la isla; aviones que se la llevan con la misma rapidez, con la misma disponibilidad. Y así hay tantas Ibizas como almas llegan, como deseos se entregan a sus calles, a sus tiendas.
La Ibiza de la libertad, la Ibiza que se convirtió en un oasis de libertad desde los primeros años del siglo XX; esa isla en la que todo estaba permitido, que enamoraba a los escritores, a los artistas que veían en sus abundantes calas el lugar para dejarse llevar por sus gustos, por su naturaleza, por sus deseos sin tener que dar explicación a nadie, sin tener la obligación de dar ningún tipo de explicaciones. Es la isla que encantó a Camus, Tzara, Cioran, María Teresa León o Alberti… la isla que recibió en mayo de 1933 al recién nombrado Comandante General de Baleares, el joven general Francisco Franco. De esta isla queda poco si uno va en busca de parajes vírgenes, de lugares recónditos, inexplorados, de caminos en que uno tiene la sensación de ser un descubridor, un aventurero. Hasta las calas más pequeñas, a las que hay que llegar después del martirio de un camino de cabras polvoriento te ofrecen sus hamacas y sombrillas, el chiringito con los últimos adelantos… pero la libertad se encuentra impregnada en el corazón de la isla, en su polvo, en sus playas, en su arena, en sus pinares, en sus algarrobos, en su mar; ese saberse libre de hacer lo que uno quiere siempre que no moleste a los demás. Y en la playa, en las calas se alternan los bañadores con los nudistas, los cuerpos en las hamacas con los que tiran su toallas o sus pareos en busca de algo de sol. Nadie pide explicaciones. Nadie se sonroja. Nadie mira hacia otro lado. Hay una tolerancia que viene de muy antiguo, de los primeros años del siglo XX. Uno de los recuerdos que tiene marcados mi madre durante los años que estuvo viviendo en Ibiza era ver cómo por la misma calle, quizás por el Bulevar Vara de Rey podían estar cruzándose una ibicenca anciana, con su típico traje negro, su pañuelo negro a la cabeza, con su cesta, al lado de una mujer joven –normalmente extranjera- con su minifalda, con sus escandalosos escotes, con sus imponentes pamelas. Y ninguna de las dos se paraba ni un segundo a mirarse… así fue entonces y así lo sigue siendo también hoy en día.
Y de aquel mito, de esa isla de libertad en la que se convirtió Ibiza durante los años de la dictadura franquista, se han ido superponiendo otros mitos: el de la isla en la que las fiestas no tenían fin (varios días de fiestas continuas, desde Pachá a Matinée)… macrodiscotecas que todo lo ofrecían y en donde era posible encontrar de todo. Jóvenes que, después de pasarse una semana en Ibiza, debían irse a otro lugar para descansar, para recuperar fuerzas. Hace años una ordenanza municipal ha comenzado a limitar las fiestas y sus horarios. Y frente a este mito de la música que taladra los oídos, de estas fiestas donde la algarabía constituye su razón de ser, la otra Ibiza. La Ibiza de la música chill out, de ver anochecer en las playas y calas que dan a la parte occidental, con el famoso Café del Mar como nuevo lugar de peregrinaje… pero no hace falta estar en el Café del mar para disfrutar de ese espectáculo único de ver cómo el sol se va perdiendo por el horizonte del mal, dejando a su rastro una paleta fascinante de colores.
Todas estas son Ibiza. Y muchas más. Porque Ibiza no es sólo un lugar geográfico, no es sólo una de esas islas maravillosas de nuestro Mediterráneo. Ibiza es también una parte de nosotros, es un mito en que nos encontramos buscando a los otros, queriendo que los otros nos sorprendan, nos dejen sin palabras.

Almagro

Hace calor. Como todos los años. Como es de esperar en estas fechas en que se empeñan en romper las temperaturas. Siempre ha sido así. Y así esperemos que siga siendo. Hace calor. Un calor que sólo en la sombra, en los soportales, o los patios manchegos parece que da una tregua. Y es que nos hemos acostumbrado demasiado pronto al aire acondicionado y nos lamentamos de los rigores del clima, sin acordarnos que no hace mucho el calor era el mismo y más caseros los remedios para mitigarlo: el abanico, ese reorganizar el día para huir de los momentos más calurosos, esas casas de muros interminables, y los patios, los maravillosos patios, con su parra, con sus flores, con el agua corriendo. A la tarde, un manguerazo y el suelo expulsaba los últimos calores del día para ser el espacio propicio para recibir la noche. Y así sucede en Almagro. En Castilla.
Da comienzo el Festival de teatro clásico en Almagro, un festival que, año a año, va sumando excelencia al público, al éxito de una propuesta que le ha concedido una doble vida a esta ciudad manchega, que se llena durante todo el verano. Está hermosa la plaza de Almagro, que no por conocida deja de sorprender. El verde de sus ventanales, renovado cada año, el blanco de sus paredes, hacen de esta ciudad un pequeño escenario donde todo es posible. Y es que en Almagro uno tiene la sensación de que el teatro se respira antes que verse. Da lo mismo la obra que vaya a disfrutarse sea un estreno (cada vez, menos, dadas las dificultades económicas) o se haya representado ya en otros escenarios, en otras ciudades. En Almagro siempre uno tiene la sensación de que es la primera vez, la única que se va a representar. Un momento mágico. La obra no comienza cuando desde los altavoces se anuncia la necesidad de apagar los teléfonos móviles y la prohibición de grabar alguna imagen, sino cuando uno baja del coche, cuando lo deja a las afueras de la ciudad y se adentra por sus calles. Son ya cuatro años los que el rito se repite, gracias a la generosidad de una amiga que tiene casa en Moral de Calatrava. Un grupo de amigos nos reunimos allí el viernes, disfrutamos de su patio manchego, de ese que es capaz de rescatar sombras en la tarde calurosa de julio, y de allí, después de las cervezas, el queso y las conversaciones, nos dirigimos en comitiva a Almagro. Muchas veces sabemos poco de la obra que vamos a ver, aunque este año hemos conseguido entradas para el Corral, para ver el “Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo”, la versión que la compañía Micomicón ha montado sobre el texto de Lope de Vega, estrenada hace unas semanas en Alcalá de Henares. Pero no importa la obra: el teatro clásico es la excusa para el encuentro, para la diversión, para mantener el rito de los últimos tiempos. Y el Corral se abre y se llena de vida, como todos los años, por estas fechas. El bullicio de sus orígenes se ha cambiado por el respeto casi religioso del presente. Casi nos da vergüenza aplaudir, aunque todos tenemos las manos calientes y propicias para el reconocimiento. Y ha sido todo un acierto, ya que las sillas del Corral no da para mucho más que la hora y media escasa que dura la función.
“El arte nuevo de hacer comedias en este tiempo” es uno de esos textos que marcan un hito en nuestra literatura, en la forma de entender la literatura, el teatro en este caso. Pero un hito cultural antes que literario. Pasar los versos de Lope a las tablas era un reto. Uno de esos retos que todo dramaturgo, toda compañía debe aceptar con entusiasmo y con respeto. Y lo cierto es que la compañía Micomicón lo ha conseguido con todo éxito. Los versos de Lope, que se mantienen en su integridad, se van llenando de glosas dramáticas que lo explican, que lo hacen visibles. Y eso que esa pequeña historia del teatro en que Lope quiere insertarse del inicio parece echar atrás al más avezado lector, al más curioso espectador… pero el texto de Lope de llena de cuerpo en las voces y los gestos de los seis actores que le dan vida en el espectáculo. Lástima que se haya preferido por apoyarse en muchos casos en la música y la voz (no son dos de las facultades más sobresalientes de los actores) y no en pequeños fragmentos dramáticos, en que la obra adquiere todo su esplendor, como el delirante de los sordos… Noche de teatro en Almagro, dentro y fuera del Corral de Comedias. Y que siga siendo por muchos años. Como el calor de julio en el corazón de La Mancha.

Un hombre sencillo

La pasada semana se estrenó en Madrid la última obra de teatro de Javier García-Mauriño. Director de cortos (alguno de ellos galardonado en el Festival de Alcalá de Henares), guionista de algunas películas (El elegido, 1985; Siete mil días juntos, 1995; Tercera vida, 2000 o Energía positiva, 2007), fue galardonado con el prestigioso premio teatral Lope de Vega en 1994 con la obra Picospardo’s. La última obra de Javier García-Mauriño lleva por título “Un hombre sencillo”, un monólogo interpretado por Rafael Calvo en el madrileño y alternativo Teatro de la Sombra. No sé si Javier es un hombre sencillo (no le conozco lo suficiente como para atreverme con este adjetivo), pero sí que puedo decir que es un “hombre tranquilo”, una de esas personas que sabe rodearse de un halo de tranquilidad, una tranquilidad que sabe comunicar, regalarte… su forma de hablar pausada, su sonrisa permanente, ese mirarte a los ojos con curiosidad cuando hablas, ese apoyar tus palabras e ideas con sus gestos… seguro que tiene sus momentos de rabia, momentos de dejarse llevar por la desesperación, por esos segundos negros que a todos nos invaden en algún momento. Pero no me lo puedo imaginar así. Hay algo en Javier que destila calma, tranquilidad, paz…
“Un hombre sencillo” es su última obra de teatro en estrenarse (ahora está ultimando otra nueva de la que confiesa, entre sonrisas, que está muy satisfecho, aunque le está planteando toda una serie de problemas). Y la obra, un monólogo de más de una hora de duración, es, aparentemente, sencilla. ¿O no? Porque quizás los hombres sencillos (como tal vez los tranquilos) no son tan sencillos como quieren hacernos creer. Rafael Calvo, el actor tiene una de esas voces que abrazan, que te aprisionan en un mundo personal. Sentado en una butaca, como medio dormido, como en sombras, se despierta y comienza a hablar de cucarachas, de arañas, de esos insectos que pululan en nuestras casas, que intentan sobrevivir, de manera sencilla entre nosotros, pero que sólo tienen una misión en la vida: ser exterminados por nosotros. ¿Así le sucede también a los hombres sencillos? Un hombre que habla solo es porque está solo o porque está loco. Y esta es la radiografía de una soledad (o de una locura) la que consigue llevar al escenario Javier gracias a la voz de Rafael. Una voz que se multiplica en esas otras voces que son las personas que están a nuestro alrededor, que nos impiden la soledad cotidiana: personas del pasado, como esa madre dominante que aparece en todo momento para querer seguir marcando el ritmo de vida de su hijo castrado, de su hijo doblegado a su voluntad, a la voz del jefe de su oficina, de una vecina, de una novia que tuvo hace años… y las voces se acompañan de gestos y de pocos artificios. Un escenario gris, negro, con objetos grises y negros, como la existencia de este hombre sencillo en un gris o negro piso en una ciudad (que bien podría ser Madrid) gris o negra. Hasta la leche en esa casa es gris. Las corbatas grises, las camisas, la funda de la tabla de la plancha, la silla, los calcetines… hasta la luz. Porque las voces son negras. Unas voces profundas, unas voces que llegan de los más interno del corazón. Y durante más de una hora, ese “hombre sencillo” va abriéndonos el cuarto de sus recuerdos, y con sus anécdotas y con sus comentarios, vamos dándonos cuenta cómo los detalles más absurdos de la vida pueden tener detrás una explicación lógica. Y esta dinámica da miedo. ¿Hasta que punto el azar está presente en nuestras vidas? Este hombre sencillo ha trabajado toda su vida en una oficina de gestión de fincas. Un día su jefe le llama y le prohíbe estornudar. El hombre sencillo, como nosotros los espectadores, no da crédito a lo que está escuchando. Pero es así: prohibido estornudar en horas de oficina. Pasan los días y los estornudos, los sonoros estornudos se repiten, de manera irremediable e incontrolable. Y al cabo de los días, el jefe le vuelve a llamar a su despacho y le comunica que, por seguir estornudando, ha decidido despedirlo. Unos días después, después de haber abandonado la oficina y haberse instalado en la soledad perpetua de su pequeño piso gris y negro, el hombre sencillo sale a la calle y una vieja antipática le grita: “Asesino, asesino”. El hombre sencillo se vuelve de manera educada e intenta razonar con la mujer, que le sigue gritando asesino, asesino… hasta que todo comienza a tener un sentido: aquella mujer vivía en la casa al lado de la oficina de gestión de fincas. Su salón daba al despacho del hombre sencillo. Y a cada estornudo, el perrito de aquella anciana entraba en un estado de ansiedad, hasta que de la ansiedad se fue a la tumba. Dado que la vieja era propietaria de más de sesenta fincas que se gestionaba en aquella oficina, el tema del despido y de los estornudos, esta aparente arbitrariedad, comienza a tener una explicación. “Asesino, asesino”. Un hombre sencillo… ¿con una vida sencilla? Y es que, como nos recuerda Javier, el autor tranquilo que es Javier García-Mauriño, ¡es tan complicado se sencillo!

Millenium

Es un hecho incuestionable: la trilogía “Millenium” de Stieg Larsson es el gran éxito editorial de los últimos años, un éxito editorial que copa las listas de los libros más vendidos desde hace semanas a lo largo y ancho de toda Europa. La publicación del tercer volumen en España, para finales de junio, ocupó desde titulares de prensa a los primeros minutos de algunos de los telediarios más vistos y prestigiosos. Las montañas de ejemplares daban la bienvenida en todas las librerías, y miles y miles de ejemplares se vendieron en cuestión de horas. La tirada inicial superó el medio millón de ejemplares (la media normal de una tirada en España está en los 1000 ejemplares). No hay día que no vaya en el metro que no vea a alguien sacar uno de los tres volúmenes negros de la trilogía y perderse en sus páginas a medida que el vagón va avanzando. Lectura preferida en la playa, en las piscinas, en los fines de semana en el pueblo. Y no es que sea una compañía ligera ni mucho menos: las casi setecientas páginas de cada uno de los volúmenes lo convierten en un “tonel”, como diría el bueno de Cervantes hablando del “Olivante de Laura”. El tercer volumen, incluso, resulta casi imposible de lectura… pero ahí estamos todos, en posturas absurdas en la cama para no dejar ni un instante de dejarse llevar por sus aventuras. Un éxito sin muchos precedentes, un éxito realmente impresionante. Pero, ¿cuáles son las claves del mismo? A este tema seguramente se dedicarán en los próximos años sesudos ensayos, pero como lectores que hemos ido viviendo el proceso a medida que iba creciendo ante nuestros ojos asombrados –y enrojecidos por la falta de sueño- bien podemos adelantar algunas ideas.
Hay algo de leyenda alrededor de estos libros. Mucho más en Suecia, donde su autor, Stieg Larsson, era un conocido y reputado periodista, verdadero experto de los grupos de extrema derecha antidemocrática y luchador contra la violencia. Desde 1995 fue director de una revista, que se llama “Expo”. La publicación del primer volumen de “Millenium” fue todo un acontecimiento editorial en Suecia. En esos momentos, el autor entregaba al editor el tercer volumen y a los pocos días murió de un ataque al corazón. Estamos en el año 2004. Punto y aparte de una leyenda, que nos habla de la escritura de la obra casi en clandestinidad… miles y miles de páginas escritas antes de entregárselas a un editor; un escritor que dormía unas tres horas y se tomaba más de veinte cafés al día y fumaba y fumaba un cigarrillo tras otro. Y los lectores del primer libro: “Los hombres que no amaban a las mujeres”, verían en Mikael Blomkvist una alter-ego de su autor: también periodista, también implicado en causas de violencia, también pendiente de los cigarrillos y de los cafés… ¿también mujeriego? Pero no importa saber nada del autor para que la leyenda y la historia de “Millenium” funcione. Luego vendrían los problemas de herencia, las leyes suecas que no reconocen las parejas de hecho (cosa impensable en un país que tenemos por tan civilizado), el hecho de que el padre y el hermano, con los que casi no tenía relación, se hayan vuelto de la noche a la mañana multimillonarios…
Pero al margen de la leyenda, de esa escritura casi clandestina de los primeros volúmenes de la saga (se habla de que “Millenium” fue concebido en diez volúmenes, y que el cuarto ya estaba casi terminado en un ordenador de la revista “Expo”), lo cierto es que hay algo en su contenido que engancha. ¿Y qué puede ser ese algo? Partamos del hecho de que “Millenium” no es un “best-seller” desde el punto de vista literario, es decir, no es un libro pensado e ideado para acercarse al máximo número de lectores, con un lenguaje sencillo, una estructura asequible y con una historia atractiva. Es un libro complejo, en que junto a la línea (o líneas argumentales) de tipo policíaco, Stieg Larsson va incluyendo comentarios sobre la ética periodística (primer libro), sobre los límites de las fuentes, sobre la función de las fuerzas de seguridad, el espionaje… es decir, las grandes preocupaciones del periodista Larsson obtienen voz en los personajes del novelista. Y para muchos, el retrato que hace de la “moderna” Suecia no deja de sorprendernos… la Suecia del estado de bienestar que tiene tantos asuntos que resolver, desde la libertad de prensa a la caza de comunistas (incluido Olof Palme) en los años de la guerra fría. Pero lo que hace adictivos estos libros es la capacidad de Larsson de crear un puzzle de personajes y de tramas que parece que nunca termina. La técnica del “entrelazamiento”, que encontramos en los primeros textos de ficción artúrica del siglo XIII, ahora se lleva a sus últimos extremos. La investigación de Mikael se cruza con la de Lisbeth Salander (la verdadera protagonista de la saga), y entre medias, cientos de personajes que aparecen, desaparecen, que entran y salen de escena en episodios que siempre se quedan en suspenso en el momento más interesante. ¿Cómo no seguir leyendo? ¿Cómo dejar el siguiente capítulo? Y algunas preguntas siguen sin contestar al terminar el tercer libro de la saga, como por ejemplo: ¿Qué papel ha jugado la hermana gemela de Lisbeth Salander en toda la trama de su padre? Quizás en el cuarto volumen estuviera contestada esta duda. Tiempo al tiempo. Quizás no está todo ya dicho ni escrito.

Sinodal de Aguilafuente

En junio de 1472 se reunió en la ciudad segoviana de Aguilafuente un sínodo, bajo la presidencia del obispo Juan Arias Dávila. Uno de tantos sínodos como habían llenado la geografía europea a lo largo y ancho de la Edad Media. En los sínodos diocesianos, como el que se reunió en la iglesia de Santa María de Aguilafuente, se dan cita los eclesiásticos de una diócesis, presididos por su obispo, para tratar asuntos eclesiásticos de toda índole, desde los más religiosos a los más mundanos. En principio, el sínodo de Aguilafuente de 1472 estaba llamado a ser uno más; uno más aunque estuviera convocado por uno de los obispos más reformistas del momento. Uno más, aunque las normas de allí emanadas rigieran la vida de clérigos y seglares en los siguientes años. Como tantos otros. Como muchos de los que hoy se siguen estudiando en las aulas universitarias. Pero el obispo Arias Dávila, muy cercano los nuevos aires renacentistas que se convertirán en vendavales en la siguiente centuria, volverá histórico este sínodo no tanto por las normas allí discutidas y decididas, como por la forma de difundirlas. Para que el sínodo diocesiano cumpla con su función no sólo tiene que llegar a una serie de acuerdos sino que tiene la obligación de darlos a conocer en un texto que se conoce con el nombre de “Sinodal”. La forma habitual en la época de difusión de los textos es el manuscrito, los códices copiados de manera manuscrita, que había ido perfeccionándose –y ampliando su difusión con la llegada del papel en el siglo XII- desde que en el siglo IV después de Cristo se impusiera el modelo del códice en pergamino a los rollos en papiro, la forma habitual de difusión de los textos durante los años de esplendor de Grecia y de Roma. Pero el obispo segoviano, conocedor del nuevo arte de difundir libros que Gutenberg había comenzado en Maguncia a mediados del siglo XV, quería que por este medio se difundieran sus acuerdos por tierras castellanas. El primero en hacerlo en letras de molde, frente a la letra manuscrita que, poco a poco, iba a ir dejando paso a una nueva época que conocemos como “Edad Moderna”. Y así, llamó desde Roma al impresor alemán Juan Párix, originario de Heildelberg, para que en tierras segovianas imprimiera el “Sinodal de Aguilafuente”, que es el primer libro impreso en España. Desde este año hasta 1474 (o quizás 1475), Juan Párix estuvo en Segovia imprimiendo diversos títulos, hasta que decidió irse a tierras francesas para allí terminar sus días en 1502.
Una historia fascinante, sin duda. Una historia llena de genialidades que tuvieron un sueño, que miraron con entusiasmo al futuro, a las posibilidades del futuro antes que quedarse anclado en las costumbres y normas del pasado. Juan Arias Dávila ha pasado a la historia como un obispo abierto a los aires reformistas que sacudieron el mundo occidental durante el siglo XV. Pero lo tuvo que hacer no sin tener que enfrentarse a tantos críticos, que veían en toda novedad un arma del diablo, un resquicio por el que el maligno intentaba conquistar las almas tradicionales. ¿Para qué difundir los decretos del sínodo mediante la imprenta, que permitía multiplicar los ejemplares, si toda la vida se ha hecho por medio de manuscritos? Pero si fascinante es la historia real de la impresión –contra viento y marea- del primer libro en tierras españolas (a Italia llegó en 1464, a Suiza en 1468, a Francia, en 1469…), lo es también como esta pequeña población segoviana vuelve, agosto tras agosto, a devolverle la voz y los gestos a todos los que, de alguna manera o de otra, se vieron involucrados en aquel junio de 1472. “El Sinodal de Aguilafuente” se ha convertido en una obra de teatro que se representará los días 31 de julio y 1 y 2 de agosto, en la misma Iglesia de Santa María que oyó las voces, y los gritos, y los argumentos de los que se reunieron en el Sínodo original. Y junto a esta representación, realizada de manera espléndida por vecinos de Aguilafuente, dirigidos por Miguel Nieto, se podrá disfrutar de otras pequeñas obras en otros tantos espacios de la ciudad (“El obispo y el impresor”, “El impresor clandestino”, “Las fabetas”, “La curandera”…), así como de una cena medieval (tan solo el sábado), y de diversos actos, en que el pueblo de Aguilafuente consigue dar un salto mortal en el tiempo y devolvernos a una tierra castellana de hace más de quinientos años. Y ahora que estamos inmersos en el nacimiento de un nuevo medio de transmisión, el hipertexto y la difusión digital, no está de más conocer las dificultades de la difusión de la imprenta a finales del siglo XV, en que encontraba adeptos y detractores con argumentos muy similares a los que hoy se escuchan en tantos debates periodísticos. Una fiesta del libro en el corazón de Segovia. Una fiesta que muestra cómo una comunidad puede sacar partido de su pasado para poder encarar el futuro. Una mirada ambiciosa y generosa, como la que tuvo el obispo Juan Arias Dávila, que hizo entrar el nombre de Aguilafuente en los libros de historia por la puerta grande; idéntica mirada ambiciosos que lleva a los miembros de la “Asociación Sinodal”, con todo el apoyo del Ayuntamiento, a darle nueva vida cada año, con sus voces, sus gestos y su entusiasmo. Un verdadero ejemplo a seguir en tierras alcalaínas.