martes, 18 de mayo de 2010

No nos falles

Se despertó. Miró el reloj de la mesilla y vio que no eran más de las tres de la madrugada. La respiración entrecortada, la almohada empapada de sudor y el cuerpo como si le hubiera dado una paliza. Intentó levantarse, pero le fallaban las fuerzas y tampoco quería despertar a Sonsoles, que dormía a su lado. Volvió a tumbarse y se quedó mirando el reflejo del reloj digital sobre el techo de su habitación. Era una manía que conservaba desde niño: tenía que saber en cada momento la hora en que vivía. Se quedó mirando el reloj y cómo parecía no pasar el tiempo. ¡Y eso que había pasado tan rápido en los últimos años…! Últimamente no podía dormir. No eran las preocupaciones, ni tampoco las difíciles decisiones que tendría que tomar. Nada de eso. Era una frase, una frase que, al cerrar los ojos, se convertía en un martillo que le hacía pedazos el sueño y la tranquilidad. Una frase que le envolvía en el sudario de las promesas y que convertía su cama en un verdadero recital de piruetas, de vueltas y más vueltas, en el circo absurdo de veinte pistas en que se había convertido su vida. Una frase que le hacía daño en la garganta, y en los riñones, y en la mirada y en la sonrisa. Una frase que creía escondida en cada una de las frases que oía cada día, a cada minuto. Intentó cerrar los ojos y dejar que el pensamiento se fuera en busca de mejores recuerdos, y se encontró, casi sin quererlo, de vuelta a aquel 14 de marzo de 2004, subido en esa improvisada plataforma que le llevó a dar las gracias a las cientos de banderas, de sonrisas, de abrazos y de esperanzas que se habían congregado delante de la sede del partido. Y con los ojos cerrados, sonrió, sonrió como un niño, sonrió como un niño al que le acaban de comprar el regalo de cumpleaños que tanto ansiaba, por el que tanto había luchado. Sonrió con la seguridad de que ese momento era suyo, que nadie se lo podría robar, que nada podría cambiárselo… pero de pronto, volvió aquella frase, aquella única frase y comenzó a temblar. Se hizo un ovillo dentro de la cama y se acercó al cuerpo protector de Sonsoles, que seguía durmiendo, ausente.
¿Qué había pasado? ¿En qué momento se había levantado por encima de los problemas y se le había vuelto transparente la mirada? No tenía respuesta. Se miraba en el espejo del cuarto de baño después de afeitarse y se veía igual que siempre, igual que en aquella locura del 2004, igual que en aquellos años felices de parlamentario gris y anónimo, en aquellos otros duros como jefe de la oposición… se veía igual. Quizás un poco más viejo. Quizás un poco más cansado. Quizás un poco más escéptico. Pero igual en su esencia. Había vivido la política desde niño y desde niño había sabido que la política no podía cambiarle, que ese era el principio del fin. Y ahora que se encontraba al final de todo, ¿en qué momento había fallado? Se miró en el espejo una vez más, en busca de una respuesta, de una fecha, de un acontecimiento. Pero no encontró más que su imagen seria al otro lado. Una imagen que era la suya, por más que había comenzado a no reconocerse en ella. Hizo un repaso de los asuntos que tenía que tratar aquella mañana de manera urgente y suspiró agobiado. Agobiado y aburrido. ¿Dónde había dejado el entusiasmo de los primeros tiempos, esa fuerza que le hacía salir al cuadrilátero político cada mañana como si fuera la primera vez, la primera ocasión en que tenía que revalidar su título? Estaba cansado. Y, lo peor, se sentía cansado. Pero aún era pronto para tirar la toalla. Eso jamás. Lo último que podía hacer ahora era cambiar… cambiar… ¿cambiar?, se preguntó. ¿Cuándo había cambiado? Recordó aquellas primeras semanas de abril, aquellas primeras decisiones que tomó, que sorprendieron a todos porque todos estaban convencidos de que la “realpolitik” vendría a ser la apisonadora con que los intereses creados acabarían con tantas promesas lanzadas a diestro y siniestro durante la campaña electoral. Y él dio un paso al frente e hizo realidad lo prometido. ¿Y ahora? ¿En qué estaba fallando?
Mientras iba andando por el pasillo, escuchó a lo lejos la cafetera y un aroma a café recién hecho le devolvió la sonrisa a la cara. Le gustaban los desayunos. Le gustaba compartir esos minutos con su familia, en la aparente normalidad de cualquier familia, con los problemas y los asuntos de una familia cualquiera… le gustaba hablar un rato con sus hijas, escuchar sus quejas y sus silencios adolescentes, creerse normal en una cocina normal de cualquier familia normal. Aunque no lo fuera. Aunque nunca lo pudiera ser. Y escuchaba con una sonrisa, y preguntaba con una sonrisa, y se tomaba el café con una sonrisa, y contestaba a las preguntas de Sonsoles con una sonrisa… pero de lo único que cada mañana le hubiera gustado hablar era de esa frase que le obsesionaba como una pesadilla, de esas palabras que eran su conciencia abierta como una herida en el corazón de sus ideales. ¿En qué momento había dejado de sentir la sintonía entre sus deseos y la realidad? ¿En qué momento su optimismo no era la fuerza telúrica que podría cambiar el rumbo de los astros y de los acontecimientos más mundanos? Y contestaba a las preguntas que no escuchaba, y sonreía ante las bromas que no entendía, y saboreaba el café que le ardía en el estómago, como el profesional en que se había convertido. Sonreía sabiendo que no había ninguna razón para hacerlo. Por costumbre, quizás. Por naturaleza, tal vez. Por no sentirse solo, sin duda.

sábado, 8 de mayo de 2010

El mundo al revés (Diario de Alcalá, 20 de abril)

Estaba nervioso. Era su primer día de trabajo y le había tocado cubrir la primera rueda de prensa que daba el presidente del partido político implicado en complicados casos de corrupción. Antes de llegar a la redacción le habían llamado al móvil. Tan solo una dirección y una hora, nada más. Y ahí estaba, con su bloc abierto y su mente todavía anclada en los nervios de la entrevista de trabajo de la semana pasada y en las lecciones aprendidas en la facultad, que ahora le servían de bien poco. Aprovechó los minutos de la espera para mirar a su alrededor, a las decenas de compañeros periodistas que hablaban acaloradamente en grupitos cada vez más numerosos, en los pocos que, como él, habían optado por el silencio y quedarse sentados en sus asientos, y en uno que, con los ojos cerrados, estaba en la frontera entre la meditación y el sueño. Al momento la puerta lateral se abrió y el torrente de los flashes y de los codazos entre los fotógrafos ahogó cualquier conversación, cualquier pensamiento, cualquier bostezo. El presidente del partido había llegado a la rueda de prensa con toda puntualidad. Eran las nueve de la mañana pero ya se le notaba, bajo la máscara del maquillaje y de los asesores de imagen, las arrugas del cansancio y de la preocupación de un duro día de trabajo. Intentó sonreír a las cámaras de fotos, sin conseguirlo. Intentó poner su mejor perfil ante las cámaras de televisión, pero tampoco le quedó esta mañana su mejor plano. Intentó sacar los papeles de la carpeta sin que se le notara un cierto nerviosismo, pero tampoco lo consiguió. Después de unos minutos ensordecedores, en que los fotógrafos fueron espaciando sus disparos y cada cual parecía acomodarse al papel que se le había repartido en esta curiosa representación política, se hizo el silencio. Un silencio que de expectación pasó a convertirse en tenso cuando el presidente del partido decidió permanecer callado antes que comenzar a leer el texto que habían estado puliendo hasta en sus detalles más insignificantes desde hacía unas horas. Silencio. Un silencio que poco a poco se fue rompiendo con algún que otro gesto, alguna que otra pregunta susurrada, algún que otro comentario en alto.
Pero de pronto, con esa voz que llevaba ensayada desde hacía varios años, el presidente del partido comenzó a hablar. Y lo hizo claro y alto, como si de verdad se estuviera creyendo lo que estaba leyendo. Y lo hacía mirando a los ojos de las cámaras de televisión, intentando meterse en cada uno de los hogares, de las oficinas, de los bares en que a esas horas tuvieran encendido su televisor. Y lo hacía sabiendo que sus palabras, que su perfil, que su corbata iban a ser la imagen de portada de todos los periódicos, de que iba a iniciar todos los telediarios. Lo sabía porque así debía ser y porque así lo habían pactado desde hacía varios días con los periodistas más afines, con los medios de comunicación que, desde su despacho, habían diseñado una estrategia de contaminación informativa que llegaría a su culminación al terminar su discurso. Miró los tres folios escritos. Recordó las continuas tachaduras y cómo el texto había sido pulido en cada una de sus palabras como si se tratara de un poema. Había que encontrar el adjetivo adecuado, el argumento preciso, la expresión única que permitiera luego seguir azuzando el fuego de la confusión y del miedo. Cuando estaba por terminar el tercer folio, sonrió complacido por la forma en que había sabido llevar y superar esta prueba, una de las más complicadas en toda su carrera. Levantó lo ojos y miró complacido al rebaño de corderos periodistas que tenía delante de él; y sonrió, se permitió en ese momento el lujo de la sonrisa ya que sabía cuáles iban a ser los titulares de la mañana, al margen de estos aprendices de periodistas; sonrió imaginando las caras de algunos de sus oponentes –más dentro de su propio partido que fuera- que ya habían puesto a enfriar el cava para festejar su caída política. Terminó de leer y sonrió. Pero ahora con la sonrisa profesional para las fotografías y las cámaras, esa sonrisa tan bien aprendida, la que le había costado semanas de duro entrenamiento.
Las preguntas –las pocas preguntas que se habían pactado- fueron surgiendo como las notas a pie de página de su propio discurso, en una coherencia que más de un novelista famoso quisiera para sus escritos. Las preguntas de los periodistas, algunas de ellas ya escritas en sus cuadernos desde el principio, permitían al presidente seguir puntualizando sus argumentos, que todo era una estrategia del gobierno para desacreditarle personalmente, que se estaban utilizando las instituciones públicas para un uso partidista (y aquí se le escapó una sonrisa freudiana que pocos quisieron interpretar adecuadamente), y que eran tanto él como su partido inocentes del uso fraudulento del dinero que algunas personas, muchas de ellas altos cargos nombrados por él mismo, hubieran podido hacer en los últimos años. El espectáculo estaba llegando a su fin. Media hora de representación perfecta.
Media hora que había comenzado con nerviosismo -¡era la primera rueda de prensa que iba a cubrir!- y que, minuto a minuto, se había ido convirtiendo en sorpresa y en escándalo. No tenía saliva en la boca. El corazón parecía querer salir de su pecho, pero aún así se atrevió a levantar la mano y preguntar antes que nadie le hiciera un gesto para que pudiera hacerlo. “Entonces, ¿se declara inocente? ¿Desconocía realmente todo lo que se estaba fraguando en su partido a sus espaldas?”. El presidente miró al fondo y no pudo identificar al joven que le hacía esas preguntas que se salían del guión. Por un segundo tuvo la tentación de mirar sus papeles, pero sabía que en ellos no encontraría la respuesta. “Como he dicho, no hay ninguna prueba que me impute ni a mí ni a mi partido en la trama de corrupción y de financiación ilegal de la que se habla en estos días. No hay ninguna prueba que permita demostrar que yo estoy al tanto de lo que se hace en mi partido”. Y nada más terminar la frase, se dio cuenta de su error, de su exposición pública de falta de liderazgo dentro de sus propia filas. El presidente del partido se tocó la corbata –lo que siempre hacía cuando se ponía nervioso y no sabía por dónde salir-, y, como si no hubiera escuchado esta última pregunta, susurró: “Si no hay más cuestiones… gracias por su asistencia”. Y mientras el presidente del partido salió casi volando –literalmente- de la sala de prensa, varios periodistas se volvieron para ver la cara de quien había osado salirse del guión ya fijado de antemano, ese en que ya no importaban el significado de las palabras, ese que permitía decir todo lo que se quisiera porque nunca había ninguna consecuencia política, nadie lo reflejaría en sus crónicas…
Y mientras se levantaba, ahora menos nervioso, sabía que nadie recogería en sus medios esa última pregunta y que a él ya no le esperaba ni una mesa ni una silla en su redacción, que en breves minutos recibiría una nueva llamada al móvil en que le dirían que no hacía falta que fuera a trabajar, que estaba despedido. Y lo único que se le vino a la cabeza eran las lecciones de la facultad, ese gusanillo en el estómago que le había hecho estudiar periodismo, y se preguntó –sabiendo que no había respuesta- cuándo el periodismo había dejado de ser el sexto poder para convertirse en su lacayo. Sin duda, estamos viviendo en un mundo al revés, pensó… y sin pensárselo dos veces se fue al metro, sin despedirse de nadie. Sin hablar con nadie.

La pregunta (Diario de Alcalá, 28 de abril)

“¿Cuándo, en qué momento preciso, uno traspasa el límite de los ideales para convertirse en pieza del ajedrez de la política?”. Se mojó los labios con la lengua, en un gesto al que deseaba renunciar desde hacía tiempo, y aquella pregunta le supo amarga. No sabía muy bien si tragársela, con el consabido ardor de estómago, o dejarla salir de sus labios y que se convirtiera en un reproche. Estaba sola. En la salita de estar de su pequeño apartamento en el corazón de Madrid. Se levantó, no sin cierto esfuerzo, y apagó el televisor. Sus nietas se reían de ella cada vez que se reunían los domingos: ¡Abuela, debes ser la única en España que aún no usa el mando! ¡Con lo que mola! Y era cierto, debía ser la única que seguía levantándose cada vez que quería cambiar de canal o cuando, cansada de perder el tiempo, se decidía a apagar la televisión y dejar que el silencio inundara su salita de estar, el pasillo, la pequeña cocina, su dormitorio, el cuarto de baño y la diminuta terraza en la que intentaba hacer sobrevivir algunos geranios. Era curioso, pero, a medida que pasaban los años, soportaba peor el silencio. Ese silencio que añoraba de joven y que ahora de anciana le abrumaba, le angustiaba. Se volvió a sentar en su sillón, acomodó el cojín a su espalda, y se dispuso a abrir la revista que había comprado aquella misma mañana. Tan solo por perder el tiempo, por pasar los ojos por las noticias, los artículos que llenaban de fotografías cada una de las páginas. Sentada, con sus gafas dispuestas para la lectura, alzó los ojos y se vio reflejada en la pantalla apagada del televisor, en la misma postura, casi con el mismo gesto, la misma expresión que María Dolores había tenido minutos antes en aquella rueda de prensa, esa que le había asqueado y obligado a suspirar, a preguntarse, a apagar, al fin, el televisor. Y se vio a sí misma como la imagen en blanco y negro de su pupila preferida, de su alumna más aventajada. Tan solo que ahora no encontraba ningún hilo de unión entre aquella joven entusiasta que acudía a todos sus mítines y aquella otra política triunfadora que había sido capaz de dominar todos sus gestos; no como ella, que se seguía mojando los labios con la lengua cada vez que se encontraba ante una situación incómoda. Dejó que la revista resbalara por sus piernas hasta caer al suelo y se quedó mirando su imagen en blanco y negro en el televisor. Y sonrió. Y sonrió imaginándose en color en tantos y tantos mítines y comparecencias públicas. Como las que soñó un día y las que tuvo que protagonizar. Y con su mirada clavada en su imagen en el televisor se dejó llevar por sus recuerdos, por aquellos que siempre serían los mejores años de su vida, esos en los que añoraba el silencio en medio del fragor de la batalla.

Aquellos fueron años difíciles. Pero apasionantes, sin duda. Años en los que siempre se jugaba todo en un segundo, en una decisión. No había tiempo para las dudas ni para los indecisos. Eran años de probarlo todo y de querer que todo el mundo tuviera la libertad de probar lo que quisiera. Años en los que el futuro no llegaba más allá del pasado mañana. Y ya parecía mucho. Demasiado. Y mucho más difíciles para una mujer. Para una mujer que, como en su caso, se había rebelado a seguir el libro de instrucciones de la buena hija, mejor esposa y excepcional madre, y un buen día había decidido dejarlo todo para adentrarse en la nada de la política, de esa política en que se soñaba que para conseguir lo posible hay que soñar con lo imposible, sin saber que palabras similares se habían multiplicado por las paredes de Saint-Michel en el París del mayo del 68. ¿Y qué importaba? Ella, a su manera, a su manera más personal, también estaba haciendo una revolución. Y así se sentía, como una heroína que con talento, inteligencia y pasión iba derribando, una a una, las trincheras de las buenas costumbres que se alzaban alrededor de cualquier mujer de su tiempo. Y se sentía orgullosa por no haberse dejado engatusar con los suspiros y lamentos de su madre, atrapar con el lazo del-qué-dirán y claudicar ante las órdenes de su padre y los reproches de sus hermanos. A escondidas se había ido creando sus propias ideas y a escondidas las iba difundiendo. Ahora no sabría decir qué había disfrutado más, si las dificultades y problemas del principio o el triunfo del final, ese momento en que fue elegida como diputada en las primeras cortes democráticas de España, una de las escasas mujeres que habían obtenido el derecho de compartir el sueño de un futuro histórico junto a tantos trajes bien cortados, tantas corbatas grises y tantas caras aburridas. Una de las pocas mujeres que, peldaño a peldaño, se había ido creando su propia carrera. Un camino recorrido con tenacidad y pasión, en solitario las más de las veces, no sin ciertas dificultades y muchas zancadillas y tropiezos. Pero todo había valido la pena… después de tantos años, ahora estaba allí, sentada en su escaño, mirando al frente, sonriendo, como ahora lo hacía, sentada en su sillón, sonriendo al ver reflejada su sonrisa en el televisor apagado. Por eso nadie entendió que, después de tantos esfuerzos, de tantos sinsabores, después de tres años de ser diputada, renunciara a su acta de diputada, se diera de baja en el partido y se escondiera en los brazos protectores de su marido y en las bocas insaciables de preguntas de sus hijos. Nadie supo las razones. Ni incluso María Dolores, la que había sido su alumna en el instituto, la que le acompañó por tantos rincones de La Mancha, la que terminó por ocupar su puesto, la que se quedó con todo su entusiasmo, sus ideales, su deseo de participar en un mundo mejor.

Y de nuevo la pregunta, como una náusea, le volvió a la boca desde el estómago de sus recuerdos, esos que habían intentado (sin conseguirlo) convertir en amargo los que habían sido los mejores años de su vida. Y recordó, una vez más, por qué había dejado la política. Por qué no le había gustado reencontrarse con la imagen televisada con su Dolores al ser nombrada secretaria general del partido, la mala sensación que le produjo descubrir aquel gesto, que con el tiempo había sabido dominar, que delataba su nerviosismo y malestar; y mucho menos le gustaba verla en estos momentos, carne de cañón, pieza política expuesta a la plaza pública de las críticas, mientras su presidente se escondía detrás de un silencio cómplice. Típico de los hombres, se decía una y otra vez. Da lo mismo que pasen los años. Típico de un hombre dejar que sea una mujer quien dé la cara. Y siempre que miraba su imagen en la televisión no podía dejar de preguntarse: ¿en qué momento, en qué circunstancia había olvidado sus razones para meterse en política y se había convertido en una pieza más del entramado político, ese que le obligaba cada mañana a aprenderse el guión de una intervención pública, sin tener en cuenta que lo que hoy estaba diciendo era justo lo contrario de lo defendido ayer, que la presunción de inocencia era maleable según sus intereses y conocidos…? Y entonces recordó una vez más el momento exacto en que había dejado la política, ese momento en que fue consciente –por unos segundos- que había dejado a un lado sus ideales e ideas para ser sólo una pieza, bien engrasada, del perverso mecanismo de la política más populista y mezquina. Y lo sentía por su antigua pupila. Y lo sentía porque, a pesar de estar en blanco y negro, ella había sido capaz de conservar el brillo en su mirada, el brillo de sus ideas e ideales, cosa que no podía ya decir de su Dolores, por más que su imagen fuera en color y digital. ¿Cuándo, mi querida niña, en qué instante dejaste a un lado tus ideales y te convertiste en la voz hueca de los otros? ¿En qué momento no supiste ver que comenzabas a dejar de ser tú para convertirte en voz de conspiraciones que sólo existen en los despachos de los asesores, de los políticos a los que tanto habíamos despreciado desde jóvenes?

Contra un juez de paz

Se disponía a firmar la resolución cuando se fijó en su mano, en esa mano que sostenía el bolígrafo como una espada y que estaba por sellar con los garabatos de su nombre el escrito que había estado redactando en los últimos días. Dudó si seguir con el protocolo de la firma o detenerse unos segundos más contemplando su mano, esa mano envejecida, con las venas a flor de piel, esa mano que se le ofrecía desconocida ante sus ojos cansados, a pesar de tener su anillo de bodas, a pesar de sostener el bolígrafo de toda la vida, ese cuyo recuerdo se perdía en los primeros años de su carrera como juez. Dudó si seguir con la firma y dar por terminada su labor por ese día, si seguir descubriendo en su mano gestos cotidianos y familiares o si alzar la vista y contemplarse en la geografía de su despacho, lleno de pilas de papeles, que escondían detrás los libros de leyes, sus manuales de la facultad y todos los nuevos que había ido comprando a lo largo de los años, de esos años de trabajo gris en el Tribunal Supremo. No se lo pensó dos veces: suspiró como para liberarse de algún fantasma y firmó. Estampó su firma al final de aquella resolución que quería dar por terminada lo antes posible, no fuera que los plazos jugaran en su contra. Y al firmar se sorprendió de la fuerza con que lo había hecho, del peligro de traspasar el papel. ¿De dónde le venía esa inquina, esa rabia, ese dolor que llegaba casi a marcar con sangre de tinta la resolución, con la falta de compasión de quien marca el ganado en medio del campo? ¿De donde había brotado ese vocabulario contra el juez Garzón, de la Audiencia Nacional, esos argumentos que daban recomendaciones a Manos Limpias y Falange Española para limpiar de equivocaciones su querella contra el magistrado, su compañero a fin de cuentas?

Volvió a mirarse las manos, ahora las dos colocadas sobre la mesa para la inspección militar, en busca de una respuesta, pero no las encontró. No en las manos, que aprovecharon el descuido para volverse a esconder debajo de la mesa, sobre las piernas del juez. ¡Basta ya, se dijo! ¡Es totalmente intolerable! Es necesario poner freno a los desmanes a la imaginación creativa de ese juez que era aclamado por todos, admirado por muchos, y que se pasaba la mitad del tiempo entre conferencias y premios. A fin de cuentas, ¿qué es lo que había hecho Garzón que no hubiera hecho él, y tantos otros en la Audiencia Nacional, en el Tribunal Supremo, en los juzgados que les había tocado presidir a lo largo de su larga carrera judicial? Pues trabajar, coño… trabajar, dejarse los ojos en las miles de sentencias que le llegaban a las manos, en esas sentencias todas ellas ahogadas por su tiempo, por sus circunstancias… ¿y ahora nos vamos a poner a abrir fosas y a que los muertos sin enterrar del franquismo tengan los mismos derechos que los muertos nacionales? Pero ¿en qué país vivimos? Ay, ay… si ya lo veía venir yo desde hacía ya años. Y más con estos jueces estrellas que se dejan llevar por su imaginación creativa, por sus deseos de protagonismo. ¿Que fue el juez que instruyó el caso Marey, el que desencadenó la prisión de la cúpula del Ministerio del Interior por el asunto de los Gal? Un golpe de suerte… solo eso, estoy convencido. ¿Qué consiguió retener a Pinochet en Londres durante más de un año acusado de genocidio, terrorismo y torturas en 1999? Una insensatez, la verdad… y de ahí nos vienen las pretensiones imaginativas de hoy. ¿Qué ha sido uno de los jueces que han llevado en primera línea la lucha contra ETA y contra el narcotráfico gallego? Pues ese es nuestro trabajo… ¿a que nadie se acuerda de todas las cientos de sentencias que he firmado en mi vida, el orden que he establecido con mis autos? Porque esto es lo que necesitamos, esto y nada más que esto: orden, orden y orden. Y al decirlo dio un golpe en la mesa con una de sus manos desconocidas que le sobresaltó a sí mismo. Y se dio cuenta que había terminado gritando, que se encontraba en pie delante de su mesa gritando su rabia y su odio ante un auditorio anónimo y silencioso. Y entonces se dio cuenta que quizás había abusado del trabajo los últimos tiempos, que se había pasado las noches leyendo de claro en claro y los días de turbio en turbio para dar término en el plazo legal la resolución contra el juez Garzón que acababa de firmar. ¿Cómo se había atrevido a pensar, ni siquiera por un momento, que era posible enjuiciar a la dictadura franquista, ir en contra de la sagrada ley de amnistía de 1977, que selló los crímenes y torturas del pasado bajo el paraguas de la democracia? ¿En qué cabeza razonable y ordenada podía caber una idea tan imaginativa, tan creativa?

Se había vuelto a levantar. Aprovechó para hacer el gesto de la despedida. Cogió su cartera marrón. Se arregló su corbata y se puso la cazadora para salir. Y mientras lo hacía, mientras salía de su despacho después de dejar entregada su resolución no podía dejar de pensar y de lamentarse de que estaba rodeado de incompetentes. ¿En qué universidad habían estudiado esos abogados de Manos Limpias y de Falange Española, que había copiado parte de sus propios escritos de acusación contra Garzón para justificar su querella? ¿A quién se le ocurre poner por escrito sus juicios de valor sobre la actuación del juez? Eso me toca a mí… menos mal que todos cuentan conmigo para que les solucione sus problemas. Yo sí que soy un juez estrella y no ese juecillo de imaginación creativa al que le gustan más los platós de televisión y las salas de conferencias que los despachos. Menos mal que les he recomendado a los ineptos de Falange Española y Manos Limpias lo que tienen que cambiar y quitar para que pueda seguir a trámite la querella contra Garzón… Orden, orden, orden es lo que necesitamos en esta nuestra España gloriosa e imperial que está viviendo ahora sus horas más tristes… ¡Menos mal que aún quedamos algunos jueces de la antigua escuela para velar por el futuro, jueces sin imaginación, sin creatividad, sin justicia! ¿A mí me van a venir a dar clases de democracia?

Y salió como había entrado en el juzgado: con sus manos desconocidas, con la mirada baja y con la sonrisa de la complicidad en los labios, esa que escondía el gesto inequívoco de su rabia, de su odio, de su frustración.

La Real Biblioteca Pública, 1711

Hacía frío en Madrid. Aquel 29 de diciembre de 1711 hacía frío en Madrid. Ahí estaba el famoso viento de la sierra que venía a llenar de escarcha y de hielo las esquinas de las calles de Madrid, de un Madrid que todavía tenía abiertas las heridas de la reciente guerra de sucesión. Aún muchas casas permanecían cerradas y muchos eran los que no tenían ninguna esperanza puesta en el futuro. Era el momento de repensar el país, el momento de poner las bases a la nueva dinastía que se había alzado con el triunfo de las armas. Los Borbones necesitaban de todo el apoyo, de todas las ideas para convertirse en españoles, y Felipe V necesitaba, más que nunca, a sus confesores para seguir adelante en su gobierno. Y el padre Robinet, el tercer confesor que tenía el rey en suelo hispánico, había sabido jugar bien sus cartas y convertirse en uno de los bastones en los que se apoyaba el monarca para intentar caminar por los escombros en los que se había convertido ese imperio en que nunca se ponía el sol. Y lo había conseguido sin mucho esfuerzo: con buenas palabras, con consejos adecuados, con sonrisas y con su buen hacer y talante.

Hacía frío en Madrid y le daba pereza abandonar el calor de las sábanas, de las mantas que casi le ahogaban. Sacó un poco la cabeza y, con las primeras luces del amanecer que entraban por una ventana entreabierta, vio su pequeña habitación, los pocos muebles que la decoraban, el gran espejo del lateral, y su mesa de trabajo, con algunos papeles abiertos, las últimas noticias que le llegaban de Roma y el plan que había ideado para el futuro de la Real Biblioteca Pública. Cerró de nuevo los ojos y se regaló unos minutos dentro de la cama antes de salir al frío de la habitación, con el brasero a medio apagar. Cerró los ojos e intentó recordar todo lo que habían tenido que sufrir para que el rey diera el visto bueno para la creación de la Real Biblioteca Pública. Menos mal que tuvo el apoyo del Marqués de Villena, el bueno de Juan Manuel Fernández Pacheco, y de Melchor de Macanaz, al que apreciaba aunque en muchas ocasiones no compartía sus opiniones ni esa manera, algo despectiva, con que imponía sus opiniones, aupado en su inteligencia y oratoria. Pero habían sido sus compañeros de viajes y de sueñis y, sin ellos, seguramente ahora no habrían llegado a ese momento que le hacía tan feliz: esa mañana del 29 de diciembre de 1711, a pesar del frío de Madrid, el rey daría el visto bueno al plan que le había presentado para contar en España, por primera vez, con una gran biblioteca que destacara, desde un principio, por su carácter público. Una biblioteca que fuera la piedra angular sobre la que levantar de nuevo un imperio más allá de las armas, de los cañones, de las conquistas. Y sonrió. Y abrió de nuevo los ojos y la realidad se le impuso y decidió levantarse, llamar a sus criados para que le trajeran un humeante tazón de chocolate bien caliente y que le ayudaran a vestirse. No quería perder más tiempo. Quería ser de los primeros en llegar a palacio.


Mientras cruzaba las frías calles de Madrid en su carroza se calentaba con sus sueños. La biblioteca no tendría un mal comienzo, a los libros de la reina madre, con sus más de dos mil volúmenes que destacaban en 80 espléndidas estanterías, se le debían unir los ejemplares que compró el rey en Francia, así como donaciones, como la que él ya había pensado de parte de sus libros y algunas monedas… ya se imaginaba las salas llenas de libros, aunque todavía no tenía ni edificio; ya se imaginaba los elogios de tantos escritores, de tantos eruditos y amantes del libro que se acercarían a sus salas públicas. Porque este había sido uno de sus primeros campos de batalla, el único que le había movido y animado a seguir adelante: el carácter público de la nueva biblioteca frente a las particulares, generosas en fondos y parcas en visitantes. El modelo se había extendido en Europa a lo largo del siglo anterior… ¡ya era hora que llegara a España! Y sonrió, una vez más, en su carroza, porque se dio entonces cuenta que el rey al que le gustaba más jugar a las cartas que leer pasaría a la historia, entre otras cosas, por haber sido el fundador de la Real Biblioteca Pública. Y en esas carambolas del destino se dio cuenta de dónde sacaría el dinero para financiarla, una de sus grandes preocupaciones en los últimos tiempos: de los impuestos de las cartas. Debía trabajar sobre esa idea, que se había despertado en su cabeza, como ese Madrid helado que iba abriendo sus ventanas a medida que su carruaje llegaba a palacio. Suspiró al salir a la plaza, y se dio ánimos a sí mismo. Aquella mañana del 29 de diciembre de 1711 sería histórica. El final de todo un largo camino y el principio de una aventura que, ¿cuánto duraría?

Y mientras entraba en palacio, mientras pasaba por las salas hasta llegar al estudio del rey, donde se aprobaría su plan para crear la Real Biblioteca Pública, dejó su mente volar y se imaginó cómo sería su biblioteca doscientos años después… e incluso trescientos. Y se imaginó cómo sería su biblioteca en el año 2011. Y un escalofrío le recorrió la espalda. ¿Cómo podría imaginarse una cosa así? Imposible. Pero lo que sí le gustaría, y por eso rezaría esa noche, que trescientos años después la Real Biblioteca siguiera siendo Pública e Independiente. Tan solo esas cosas. Y en ese momento, el padre Robinet se sintió el hombre más feliz del mundo y en ese momento tuvo la certeza que así sería, que así debería ser, a pesar de los avatares de la historia y de la política.

jueves, 6 de mayo de 2010

CAMBIO DE CATEGORÍA ADMINISTRATIVA DE LA BIBLIOTECA NACIONAL DE ESPAÑA



Ante todo, queremos dar las gracias a todos aquellos que en diversos medios de comunicación y en distintos foros han mostrado su disconformidad al cambio producido en la estructura y en la categoría administrativa de la Biblioteca Nacional de España.

También la mayoría de los trabajadores de la Biblioteca Nacional de España consideramos que esta decisión nos devuelve a otros tiempos con distintos niveles de exigencia profesionales. Actualmente, el ejercicio eficaz de las tareas que se exigen a una Biblioteca Nacional requiere una velocidad de respuesta y una capacidad de gestión que parece difícil de conseguir con esta nueva estructura de Subdirección dependiente del Ministerio de Cultura y supondrá, evidentemente, una serie de ajustes, presupuestarios y organizativos, que difícilmente permitirán que continuemos con el alto nivel de rendimiento que estamos desarrollando.

La Biblioteca Nacional de España debería ser considerada como lo que es, una de las
principales instituciones culturales de nuestro país y, sin duda, tiene aún un largo camino para ocupar el lugar que le corresponde por sus fondos y su historia, pero no parece el mejor modo de conseguirlo la reducción de su categoría administrativa. Es evidente nuestra solidaridad con una sociedad con un alto nivel de paro y muchos de sus ciudadanos inmersos de lleno en una crisis muy importante, pero pensamos que la solución elegida para conseguir un ahorro cuestionable priva en realidad a los ciudadanos de un derecho irrenunciable, el derecho a su patrimonio y a unos servicios acordes con los tiempos y las necesidades actuales.

Más allá de valoraciones subjetivas de todo tipo, la pérdida del estatus de Dirección General es una realidad negativa incontestable, que no podemos ni debemos ignorar.

Los trabajadores de la Biblioteca Nacional de España

miércoles, 10 de marzo de 2010

Aurora Luque y José Ramón Trujillo

Después del éxito de la propuesta de “Poesía erótica” en el ciclo “Poesía en el Corral”, este miércoles contamos con todos los ingredientes necesarios para disfrutar en el Corral de Comedias de Alcalá de una noche poética única. Contamos con las propuestas escénicas de Elena Flys, una de las directoras más alabadas y creativas de nuestro joven panorama español, que es capaz de dar cuerpo teatral a los poemas, a la palabra poética rompiendo los límites de los lenguajes. Vídeos, proyecciones, actores que harán que los versos de Aurora Luque y de José Ramón Trujillo deambulen ante nuestros ojos multiplicando su capacidad de evocación y ensueño.

Y es que con Aurora Luque y con José Ramón Trujillo, con los poemas y las voces de Aurora Luque y de José Ramón Trujillo el éxito está garantizado. Dos poetas muy diferentes en su forma de enfrentarse al verso, en sus trayectorias poéticas, pero dos poetas a los que les une una misma pasión: los libros. Poesía que nace de la experiencia, poesía que toma cuerpo en el recuerdo de las lecturas, en los mitos del pasado que en sus versos vuelven a cobrar vida, una vida renovada, de largo alcance.

Aurora Luque es un volcán. Su acento andaluz y su paso firme la convierte en diana de todas las miradas. Aurora es una de esas mujeres que renueva, a cada paso, a cada verso, a cada mirada, el mito andaluz (si en realidad existe, a decir verdad). Y lo hace por la fuerza de su mirada, de su voz, de sus palabras y de sus versos. En la poesía de Aurora Luque se extiende la sábana de sus lecturas clásicas, de esos autores latinos y griegos a los que en tantas ocasiones se ha acercado, a los que admira y que renueva en cada una de sus obras: “Hisperiónida”, “Problemas de doblaje”, “Carpem noctem”, “Carpe mare”, “Camaradas de Ícaro”, “La siesta de Epicuro”… todos ellos galardonados con los premios poéticos más prestigiosos de nuestro país. Ahí están las lecturas, los títulos, pero también el deseo de renovarse en cada libro, en cada experiencia, de dejar atrás algunas de estas vivencias culturales para abrirse a nuevos mundos, nuevos lenguajes: “Ojalá los dioses / me abandonen. Todos. / Despertarme, de pronto, / desprovista de mapas, / limpia de certidumbres / añosas, despojada / de falacias y fábulas, / desnuda de pronombres / y atuendos de palabras/ -sobre todo. Ojalá / que los dioses, corteses, / todos me abandonen”. En la poesía de Aurora Luque se entrelazan, de una manera única en el panorama poético español, la experiencia personal –en muchos casos amorosa- y las lecturas, en una simbiosis que al lector le es muy difícil de dilucidar. Las lecturas como un medio de comprenderse que se convierten en textos que a su vez son lecturas con las que intentamos comprendernos nosotros mismos. Un círculo vicioso como el que nos regala en “Camaradas de Ícaro”: “Pondré mi oído en tu cuerpo. / Pondré mi verso en tu oído. / Pondré tu cuerpo en mi verso”. Uno de esos círculos que Aurora consigue romper con el estilete fino de la ironía: “Vendo roca de Sísifo, / añeja, bien lustrada, / llevadera, limada por los siglos, / pura roca de infierno. / Para tediosos y desesperados, / amantes de lo absurdo / o para culturistas metafísicos. / Almohadilla de pluma para el hombro / sin coste adicional”… o aquel otro que me fascina: “Revendo laberintos / usados, muy confusos. / Se garantiza pérdida total / por siete u ocho años. / Si no queda contento, “ reembolsamos el hilo de Ariadna”. Ni más ni menos. Así es la poesía de Aurora Luque: una poesía carnal, nacida del cuerpo y que se viste de galas en los oídos de las lecturas, para convertirse de nuevo en cuerpo, en un espléndido y sugerente cuerpo poético.

Con la poesía de José Ramón Trujillo nos adentramos en otras lecturas, en otros mitos, pero con la misma sensación de renovación y de resurrección poética. El pasado se despliega ante nuestros ojos y oídos, que son capaces de descubrir, de la mano del poeta, nuestro presente más actual. Poeta de obra alambicada, de la que tan solo nos ha regalado “El reino”, que fue accésit del premio Gil de Biedma en 2001, y un anticipo de su nuevo libro “Grial”, José Ramón Trujillo domina el verbo poético como pocos escritores actuales, ese verbo que es capaz de situarnos, en tan solo unos versos, en otra época, que no deja de ser la nuestra, como en su poema “Roncesvalles I”: “Pasan negros corceles sin jinete / que han perdido el rumbo entre la niebla. / Observan las montañas en silencio / el último estertor de la batalla. / pequeñas formas de hombre perpetúan / su cíclico ritual de sangre y odio. / Después, negros corceles por el valle / pasan libres un instante en la bruma / en busca de otros hombres y otras guerras”. Pero no cuadra bien la poesía de José Ramón Trujillo con esa corriente, ya poco transitada, de la “neo-épica”, que tuvo en la “Europa” de Julio Martínez Mesanza su mejor exponente. Como le sucedía a Aurora Luque, José Ramón Trujillo es un enamorado de la literatura, en este caso de la literatura artúrica medieval, de esos libros y novelas caballerescas a los que le dedica parte de su vida. Pero es una literatura que se confunde con sus venas, con su sangre, que traspasa los límites de la cultura para ser expresión de la vivencia: “¿A qué cantar? ¿A qué / interrogar el disco plano de la vida / si tan sólo nos es dada esta fugacidad, / este acechar el gesto huraño de las cosas? / Pero aún sin comprender. // ¿A qué seguir buscando? / ¿A qué está obstinación de la mirada si esta / claridad lo vuelve todo opaco, impenetrable, / si la piel de las cosas ofrece su blandura; / mas no su corazón?”.
Trío de ases en la manga es lo que nos hemos sacado para esta nueva entrega del ciclo “Poesía en el corral”, que va volviendo más poética nuestra ciudad un miércoles cada mes.

Los versos de Aurora Luque y José Ramón Trujillo, hechos carne en el espectáculo poético ideado por Elena Flys, se convertirán en recuerdo –literario, personal, artístico- al que volveremos en los próximos años. No permitas que te lo cuenten, que te pongan los dientes largos cuando alguien lo haya convertido en cuento literario dentro de unos días. El próximo miércoles, el Corral de Comedias te espera, como siempre, con sus brazos abiertos y el telón levantado para disfrutar de una tarde única de poesía.

jueves, 7 de enero de 2010

Enrique Herreros en Alcalá


El pasado 23 de diciembre se firmó el acuerdo de cesión de los dibujos y cuadros que el gran dibujante Enrique Herreros consagró a ilustrar el Quijote. La cercanía de las fechas navideñas han hecho pasar por alto esta importante noticia para nuestra ciudad, que se hace con un patrimonio único, de indiscutible valor artístico y cultural. Al menos, desde el resto de las instituciones que desde Alcalá de Henares nos dedicamos al estudio y la difusión de la obra cervantina, no ha tenido la repercusión y la difusión que quizás se merezca. En el mismo acto de la firma del acuerdo de cesión se anunció que el total de las 227 obras originales de Herreros que forman parte ya del patrimonio alcalaíno se darán a conocer en varias exposiciones en el Centro de Interpretación de los Universos de Cervantes. Ese será el momento de apreciar y de disfrutar de estas obras, que, en sí mismas, siguen guardando mil misterios, que aún la crítica y los especialistas no han conseguido responder, seguramente por falta de información y de conocimiento. 
   

Las 227 obras “quijotescas” de Enrique Herreros se dividen en tres series de ilustraciones bien diferentes: los 72 dibujos para la edición del Quijote que imprime Editora Nacional en 1964, para celebrar los 25 años de la “Paz Española”, y que fue publicada “bajo los auspicios de la Junta Interministerial, creada por Decreto del 26 de septiembre de 1963, para la conmemoración del XXV Aniversario de la Paz Española”. Edición monumental, en folio, en magnífico papel, que es imposible encontrar en el mercado. Se reeditó en 1966. Herreros, en su inconfundible estilo “cordocinesco”, en esa mirada humorística e irónica ante la realidad (dura) de aquellos tiempos, había comenzado a trabajar en una edición ilustrada de la obra cervantina en 1948, año en que fecha algunos de sus primeros dibujos. De 1960 se datan los últimos, y entre 1961 y 1963 realizó otros cinco dibujos de tema quijotesco, aunque no formen parte de esta serie. Sería muy interesante ver cuál fue el proceso creativo de la obra, qué episodios fue dibujando en primer lugar, si tenía o no alguna idea previa, un programa, ya que, a todas luces, se trata de un proyecto personal antes que de una imposición editorial. Ilustraciones del Quijote que primero se disfrutaron en dos exposiciones, en el Círculo de Bellas Artes (18 de mayo de 1948) y en el Ateneo de Madrid (17 de noviembre de 1950), ésta última patrocinada por la Dirección General de la Propaganda. No es casualidad que la Junta Interministerial recuperara esta magníficas imágenes para la edición del Quijotede 1964; imágenes y lectura que habían recibido todo tipo de elogios: “La exposición constituye un bello conjunto de estampas del Quijote, tanto de la primera como de la segunda parte del libro inmortal. Todas ellas están llena de gracia y de belleza, y el mayor acierto ha presidido la elección del autor al escoger los capítulos para las ilustraciones”. 
 
A esta primera serie, la más lúcida e interesante, le siguió en 1966 una nueva ilustración de la obra cervantina, que será conocida como “Quijote en blanco y negro o expresionista”, por los materiales utilizados (pluma y tinta china sobre cartulina), y por su intención. 100 magníficos dibujos que sólo han visto la luz años después, en la edición del Quijote, con prólogo de Francisco Umbral, que editó Edaf en 1999. Y por esta misma fechas, Herreros estaba enfrascado en una tercera serie de ilustraciones: “El Quijote cubista”, compuesta por 53 dibujos fechados entre 1965 y 1967, que también se publicarán no hace muchos años en una edición conjunta de Edaf y del Ayuntamiento de Madrid, terminada de imprimir en el 2002. No deja de ser curioso como por unos mismos años, Enrique Herreros parece estar obsesionado por entender y leer las aventuras quijotescas desde diferentes ángulos y perspectivas, con técnicas artísticas tan diversas; y cómo estas dos propuestas nuevas, más allá de la publicada en 1964, quedaran inéditas hasta épocas tan cercanas, y todo gracias al impulso y el deseo del hijo de Enrique Herreros. Tres lecturas curiosas, algunas de ellas con ciertas influencias que se han buscado tanto en Doré como en Goya o Velázquez, pero que muestran la genialidad de este gran dibujante español, que, gracias a la firma del acuerdo del pasado 23 de diciembre, ahora se ha vuelto un poco alcalaíno. Tres visiones que merecen ser vistas en su conjunto y no sólo en tres exposiciones independientes, ya que se trata de tres visiones realizadas en un mismo tiempo sobre un mismo sujeto, y sólo en su comparación uno descubre las mil miradas que Herreros nos ha regalado con su arte. Una publicación que dé cuenta y reproduzca, por primera vez, este magnífico tesoro alcalaíno, de las 227 ilustraciones que Herreros dedicara a ilustrar al Quijote, y de todos aquellos materiales quijotescos y cervantinos que fue realizando a lo largo de su vida, sería una buena manera de promocionar a Alcalá como Ciudad Europea de la Cultura en el 2016.