lunes, 19 de septiembre de 2011

La literatura en la era digital (Encuentro de Verines)

Un hotel y la Casona de Verines en Pendueles, Asturias. El Archivo de Indianos en Llanes. Una mesa cuadrada y un pequeño salón de actos, con conexión (cuando quería) a Internet. Una playa y un autobús. Estos son los espacios en los que, desde hace 27 años, se celebran los Encuentros de Verines, unas jornadas que organiza anualmente el Ministerio de Cultura y la Universidad de Salamanca alrededor de los escritores y los críticos, alrededor de temas de actualidad que quieren tomar el pulso a una realidad que se nos escapa en los análisis parciales que todos hacemos.

Y en este espacio –idílico y terrorífico a un tiempo, en un espacio en que todos hemos comentado su semejanza a un gran hermano o al comienzo de una película de terror de serie B, pero en que a todos nos hubiera gustado permanecer por unos días más con la excusa de terminar ese libro que siempre estamos escribiendo-, en este espacio nos hemos reunido 27 personas alrededor de un tema: “La literatura en la era digital”.

Un grupo variopinto y heterogéneo (el mejor de los posibles) en que había representantes del mundo editorial (Antonio María Ávila, director de la Federación de Gremios de Editores de España, o Jesús Badenes, Director General de la División Editorial de Librerías del Grupo Planeta o Arantxa Larrauri, directora de Libranda), del mundo universitario, estudiosos de la literatura digital (Laura Borrás, María Goicoechea, José Manuel Lucía Megías y Dolores Romero), representantes de instituciones relacionadas con el tema (Luis González, de la Fundación Sánchez Ruipérez), analistas digitales y animadores literarios (Neus Arqués, Javier Celaya y Anika Lillo), y sobre todo, escritores, escritores que se aprovechan de las red y de las nuevas posibilidades digitales para la difusión y venta de sus obras, y escritores que solo conciben sus obra en un entorno digital, y que solo en este medio pueden ser leídas: Martín Casariego, Domenico Chiappe, Benjamín Escalonilla, Cristina Fallarás, Manel Loureiro, Jesús Marchamalo, Fernando Marías, Vanessa Monfort, Rafael Reig, Miriam Reyes, Javier Ruescas, Xabier Sabater, Lorenzo Silva o Kirmen Uribe.



Tan solo con el elenco de los nombres citados anteriormente uno puede darse cuenta de cómo Luis García Jambrina, coordinador académico del encuentro, ha sabido mantener una polifonía alrededor de un tema que no puede entenderse solo desde una perspectiva… Y durante dos días, en maratonianas sesiones de mañana y tarde, hemos ido desgranando diversos temas desde perspectivas bien diferentes, en muchos casos opuestas, pero en otros tantos coincidentes.

En estas pocas líneas, no es posible resumirlas todas, pero sí que me gustaría pergeñar algunas ideas maestras de lo allí escuchado, discutido y polemizado.

Primera idea: la necesidad que tiene la industria editorial para adaptarse a los cambios que plantea la era digital. Frente a una visión un tanto eufórica del gremio de editores, en que ven el libro electrónico como una amenaza lejana, que no consigue remontar en las ventas (tan solo un 2’67% del mercado) y que permite mirar al futuro inmediato con una cierta tranquilidad de que no es necesario que nada cambie (y eso en el día en que la librería Amazon desembarcó en España), otros editores plantean que las editoriales solo encontrarán su espacio en la era digital si se abren a las nuevas posibilidades que ahora se plantea: el editor se irá transformando cada vez más en un creador de mercados, así como el autor tendrá que asumir nuevas tareas en este nuevo espacio en que no solo importa lo que escribe (los textos que entrega a las editoriales para ser difundidos) sino también ellos mismo convertidos en “marca”, en un “personaje”, que puede comunicarse directamente con sus lectores a través de diversos medios. A mí, como a muchos de los que compartíamos mesas y tertulias, no me cabe duda que solo las editoriales que sean capaces de adaptarse a los nuevos medios de difusión, de venta digital, de acceso al lector desde diferentes perspectivas y posibilidades, serán las que sobrevivan en el futuro.

En las estadísticas con las que trabaja el gremio de editores, solo tienen en cuenta los libros (impresos o electrónicos) que se venden, pero quedan fuera de ellas los hábitos de lectura digital, la cantidad enorme de información digital de los jóvenes (y no tan jóvenes) están (y estamos) consumiendo.

Ahora todo ese flujo de información no tiene repercusión económica porque los cauces tradicionales de negocio no lo han sabido asumir, pero quizás en unos años (unos meses) empresarios innovadores den con la fórmula adecuada para hacer dinero de estos nuevos flujos de lectura, de acceso a la literatura gracias a textos digitales que no llegan a la industria editorial tradicional. Javier Celaya, con su capacidad de análisis, lo dejó claro: los errores serán muchos porque no hay una “hoja de ruta”, pero esta misma ausencia es también un aliciente para experimentar nuevos servicios al lector por parte de las editoriales (y de otros intermediarios que pueden surgir), así como la tecnología informática permite ya conocer hábitos de lectura que permitirán diseñar nuevos modelos textuales así como descubrir nichos futuros de negocio.

Segunda idea: en cuanto a los escritores, a la creación literaria más allá del canal de su difusión (no solo el libro analógico, sino también el electrónico), se puso en evidencia cómo la influencia de la tecnología digital estaba afectando tanto a la posición y función del escritor (esa “marca” del que algunos querían huir como del alma que lleva el diablo) como a su propia escritura.

Se habló poco de cómo la lectura fragmentada que hacemos continuamente, el acceso rápido a la información, etc., puede también ofrecer nuevos modelos narrativos y formas de estructuras los textos literarios que están pensados para seguir siendo difundidos y leídos en el formato del libro analógico (como el cine o el vídeo han influido en la literatura del siglo XX), y mucho más de experiencias de autores que aprovechaban sus propios medios de comunicación (redes sociales, blogs, portales de Internet…) para promocionar sus obras, darse a conocer, ir creándose una “identidad digital”: y en este punto se abrió un interesante debate sobre las consecuencias nefastas de que esta “identidad” la pudieran gestionar personas o empresas ajenas al autor, con el consiguiente pérdida de control sobre uno mismo.

Y junto a esta nueva formulación de la figura del autor (sus funciones y posibilidades) en el marco de la literatura que se basa tan solo en la tecnología de la escritura (tal y como se ha impuesto a partir del siglo XIX), algunos nuevos creadores digitales mostraron sus obras, su acercamiento a nuevos lenguajes, a ese dejarse llevar por el campo de la “literatura (en) digital”, con sorprendentes obras en las que no hay límites de lenguajes, de morfologías de la información.

Dos días intensos en que se puso de manifiesto que en absoluto el nacimiento de un nuevo medio de transmisión (y también de creación) como ofrece la tecnología informática alrededor del texto digital (en sus múltiples facetas y posibilidades) debe acabar con la literatura tal y como la conocemos. Y mucho menos que propicie literatura de peor calidad. El tiempo dirá lo que queda y lo que se olvidará. Como también lo ha hecho con la literatura que solo se ha difundido en papel. ¿Acaso alguien se acuerda de Eugenio Sue, uno de los narradores de folletines más famosos en la Europa del siglo XX?

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