lunes, 13 de noviembre de 2006

Extravagante

La fama de extravagante de nuestra tía fue creciendo a medida que iba pasando el tiempo, a medida que iban aumentando sus dosis de libertad, esas pequeñas y silenciosas venganzas que ella iba saboreando en las noches de insomnio y de interminables vueltas a su cama, pensada para ser un hogar antes que una isla casi desierta. Poco a poco, a medida que los años iban pasando, llenando de luces y del sabor a cera las sabrosas tartas de cumpleaños que ella misma se preparaba, también iba dejando atrás las líneas tornadizas del-qué-dirán, de lo-que-está-bien-visto y de lo que todos esperan de cada uno de nosotros. Nuestra tía fue rompiendo moldes, fue moviendo esa sutil línea que separa lo correcto de lo no permitido, sin abandonar nunca su sonrisa. Esa sonrisa infantil, que se convertía en un huracán de deseos cuando soplaba, siempre con el mismo entusiasmo, las velas de su enorme tarta de chocolate. Nunca he vuelto a ver un chocolate mejor dispuesto sobre una tarta, como una segunda piel de nuestro apetito, de esa boca que se iba ahogando en el futuro placer de aquel chocolate derritiéndose entre nuestros dientes. ¿Cuál ha sido tu deseo este año, tía? El mismo de todos los años. ¿Y cuál es ese deseo, tía, de todos los años? Preguntaba uno de nosotros, al que le había tocado en suerte una hora antes, aunque todos sabíamos de antemano la respuesta, todos esperábamos una única respuesta, la misma de todos los años: ¿Para qué tantas preguntas? ¿Qué preferís la respuesta o un buen trozo de tarta? Nunca supimos cuál fue el deseo que nuestra tía pedía todos los años, con un entusiasmo que no le abandonó no en sus últimos momentos delante de las velas, cada vez más numerosas, en su enorme tarta de cumpleaños.
Todos los años, pasado un mes de la fiesta, nuestra tía tiraba un trozo de tarta que, como todos los años, había guardado en la nevera; el mejor trozo, el más jugoso, el que parecía que el chocolate había terminado por convertirse en su primera piel. Siempre el mismo ritual en silencio, en secreto. La tarta caía en el cubo de basura sin hacer ruido, como una lágrima caprichosa.
Nuestra tía fue la primera en llevar pantalones en nuestro pueblo (¡pero qué incomodidad, nos decía!), la primera en hacer que fumaba mientras iba de paseo (¡qué mal sabor de boca, nos confesaba!). La primera que cortó el hilo de las conversaciones en el bar cuando se atrevía a pedir en la barra un whisky. Nunca le había gustado el whisky, pero siempre le pareció que el aliento caliente en pequeños sorbos tendría que escandalizar. Y bien que lo consiguió.
Tuvo una época nuestra tía que no era capaz de reconocer a nadie en la calle más allá de las imágenes que le venían de la pantalla dominical del cine. Pasear con ella por aquellos días estaba lleno de exclamaciones y risas, de conversaciones que a nuestros oídos llegaban fuera de sentido, como tantas otras de nuestra tía. ¿Te has dado cuenta cómo ha envejecido de mal Erolflin? La Garbo ya no es la que era, ¿cómo es posible que salga a la calle con ese velo negro, con la falda sucia? ¿Has visto con qué gracia nos ha saludado Clargable? Siempre será el mismo, aunque ya casi ni se parezca a él. A mí la que más me gusta es la Bete Davis. ¡Pues claro que la conoces? ¡Cómo no la vas a conocer si vive en nuestra misma calle!
La culpa de todo la tiene la República, y entre suspiros y algún que otro virgen-santa, nuestra abuela acallaba nuestro griterío, nuestra preguntas mientras seguía preparándonos la merienda. Vuestra tía, mi pobre hermanita, se quedó así desde la República. ¡Cuántos pájaros le metió en la cabeza aquel jovencito que llegó al pueblo! ¡Menos mal que mi padre sí que supo mantener fría la cabeza!

Misterios

La casa de nuestra tía estaba llena de misterios, de preguntas que nunca se debían pronunciar en su presencia y de puertas que permanecían siempre cerradas, escondiendo quizás sólo polvo detrás de aquellas testarudas cerraduras, pero que en nuestra imaginación se poblaban de reuniones clandestinas, de papeles secretos y del sueño del oro. Éramos niños y aquella casa era demasiado grande para no albergar algún secreto. Las mañanas de los domingos siempre deparaban alguna sorpresa. Madrugar para ir a misa de doce no lo era; tener que bañarnos corriendo, entre coscorrones y agua fría, tampoco; sufrir cómo nuestras madres se empeñaban, a golpe de laca, domar unos pelos que habían nacido para ser libres, no podía ser ninguna sorpresa. Ni las carreras para llegar a la iglesia después de las últimas campanadas, el olor a incienso en su interior, o las bromas, casi nunca disimuladas, con que la hora de misa parecía querer pasar más rápido. Ese era el guión escrito y seguido cada domingo. Cuando los primos más mayores hicieron la primera comunión, les regalaron un reloj, grande, luminoso, lleno de mil manecillas que nunca sabríamos para qué servían, pero que los convertían en dignos aspirantes para llegar a la luna o para cronometrar una carrera internacional. Y durante la hora de misa, no dejaban de mirarlos con nerviosismo. ¿Qué hora será? ¿Queda mucho? Y los minutos en la iglesia parecían un poco más perezosos que cuando nos divertíamos jugando a la pelota en la plaza. Y después de la última bendición, después de intentar adelantar en la fila y en el atasco que todas las mañanas de domingo se formaba a la puerta de la iglesia, sobre todo si al cielo se le ocurría sorprendernos con una de esas (siempre) inoportunas tormentas de verano, después de lanzar un beso al aire para que nuestras madres los recogieran a la salida de misa, después de no caer en la trampa de contestar a las preguntas de aquellas mujeres que hablaban de nosotros a nuestros padres como si no estuviéramos delante… ¡Y qué grande se ha puesto! ¡Menudo estirón! Si le veo por la calle, no lo hubiera reconocido. ¡Virgen santa, nos van haciendo viejas estos niños!, ahora sí que estábamos todos los primos preparados para la sorpresa. Comenzábamos andando despacio a la salida de misa, pero a medida que la mirada inquisitorial de nuestras madres y de nuestras abuelas iban quedando lejos, comenzábamos una carrera frenética, que siempre comenzaba en el mismo lugar, el callejón de la ermita, y siempre terminaba en el mismo lugar: la puerta de madera de la casa de nuestra tía. ¡Tita, tita, somos nosotros, abre la puerta, por favor! Y de lejos, como del interior de una cueva, nuestra tía se iba acercando, a golpe de risas y de palabras. Ya voy, ya voy… pero qué impaciente que es esta juventud. Y nosotros nos mirábamos y nos reíamos, todavía jadeantes después de la carrera. Aquellos pequeños pasos, aquellas voces que cada vez se hacían más cercanas, más familiares eran la antesala a un concierto de sorpresas. ¿Con qué pastel nos sorprendería esta mañana de domingo la tía? Se admitían apuestas y no había primo que no hubiera hecho la suya la tarde anterior, en que nos reuníamos en casa de mi abuela para regodearnos en las sorpresas del día siguiente. ¿Con qué nueva historia nos encantaría la tía mientras sonreía al vernos comer el pastel, que era una excusa para oírla hablar de sus tiempos de niña, de joven, de esas historias que nuestras madres, nuestras abuelas siempre nos negaban con un ¡pero qué cosas tienen estos niños! Seguro que es la Maruja quien les mete estos pájaros en la cabeza. Y sí, era ella la que hacía revolotear delante de nosotros una bandada de misterios, de historias que nos recordaba una mina de oro que poseía su madre, de cómo habían venido unos ingenieros franceses a estudiarla y cómo no dejaban de exclamar con esa lengua de susurros cada vez que veían los resultados de las pruebas, de cómo un día el abuelo la perdió en una partida en el casino y de cómo en casa se instaló un silencio que hoy en día tiene cabida en algunas de las habitaciones que dan al ala sur, justo donde se alojaron aquellos ingenieros franceses que un día vinieron al pueblo a estudiar una mina de oro… y nosotros, mientras comíamos el pastel de chocolate, con cuidado para no mancharnos el traje de domingo, nos imaginábamos una mina tan grande como la casa, con todas las paredes de oro. Y en medio de ella, nuestra tía, vestida de domingo, cantando entre los lingotes que se amontonaban en un rincón. Cuando años después abrimos las puertas de las habitaciones del ala sur, sólo descubrimos polvo, algunos muebles viejos y una par de ratas… y los papeles viejos de contratos y de pruebas que probaban que nunca hubo oro en la falsa mina que un día comprara nuestra bisabuela.

Torrijas

Durante toda la semana, la casa de nuestra tía se llenaba de un olor especial, de un olor de Semana Santa que no encontrábamos en ninguna otra casa. Había algo por aquel tiempo en el pueblo que lo llenaba todo de colores oscuros, de miradas huidizas. Normalmente en Semana Santa llueve. Las tardes pasan lentas y un tanto aburridas alrededor de la mesa de camilla, comiendo pipas y jugando a las cartas; siempre los mismos juegos –nada de apostar, niños, que ya sabéis lo que les dijo Jesús a los mercaderes en el Templo-, siempre los mismos comentarios –nada de palabrotas, niños, que son una nueva herida en el costado de Jesús en la cruz; siempre los mismos programas en televisión, llenos de falsos romanos y de más falsos judíos, con esas barbas, con esas miradas de loco que explicaban cómo habían sido capaces de matar al hijo de Dios sin pestañear… nunca vimos ninguna de estas películas, ninguna de estas series que, con el paso de los años, nos enseñaron que los colores de Jerusalén eran muy semejantes a los de cualquier pueblo español… pero la tele siempre estaba encendida, alternando sus ruidos con los de la lluvia que llegaba de la calle, que golpeaba las ventanas y las puertas, y que nos decía: nada de salir, que estos días son días para estar en familia y recordar a Cristo en la cruz. ¡Y qué lentos, qué aburridos, que previsibles que eran los días durante la Semana Santa!
La Semana Santa parece eterna porque es siempre igual: en la televisión y en los labios las mismas imágenes y los mismos comentarios sobre las procesiones en Sevilla y en Valladolid, sobre los absurdos ritos que se sucedían a lo largo y ancho del mundo; en la calle, los mismos recorridos detrás de una imagen, las mismas conversaciones entrecortadas y las mismas educadas sonrisas; en la iglesia, el mismo rumor de la lluvia desde el altar, los mismos rezos, las mismas peticiones que se repiten día a día, hasta llegar a ese domingo de resurrección que parecía que hubiera sido el único día que salía el sol, a pesar de que siguiera nublado. Las campanas volvían a tañer y todo volvía a renacer: era la señal de que la Semana Santa se había acabado.
Pero no siempre había sido así. No siempre lo tendríamos que recordar así. Hubo un tiempo en que la Semana Santa en casa de nuestra tía era todo color y alegría, y sólo era necesario un ingrediente, un mágico ingrediente: las torrijas. No conozco a nadie que haga unas torrijas como las de mi tía. Eran unas torrijas mágicas, imposibles de repetir. Nadie las vio hacerlas, nadie vio cómo compraba el pan, eligiendo barra a barra, cómo calentaba a fuego lento la leche, con su azúcar, y cómo dejaba que se enfriara un poco antes de meter, con cuidado, la rebanada de pan, que se iba empapando lentamente, lentamente, lentamente como una barquita que iba hundiéndose poco a poco, casi con gusto, en el riachuelo amarillo de la leche; nadie vio su sonrisa mientras ayudaba a la torrija a hundirse, y cómo la sacaba, casi como a un recién nacido del mar de leche para introducirla en el huevo y de ahí a una sartén, con su aceite al punto… el aceite parecía más un ungüento para limpiar ese cuerpo de placeres en que se había convertido el pan que el instrumento para cocinar… y después el toque personal, ese toque de un poco de canela. La justa. La necesaria. La que hacía únicas las torrijas de mi tía. Nadie vio nunca que mi tía comiera una torrija.
Cuando entrábamos a casa de nuestra tía después de misa, parada obligada de cualquier peregrinaje, un extraño olor lo inundaba todo. Un olor a canela, a tabaco, a colonia y a… felicidad. Allí, en medio del salón, las torrijas de nuestra tía. Una fuente de torrijas, calentitas, como recién hechas, con su canela, con su azúcar… y allí nos sentábamos, casi en procesión todos los sobrinos, y allí íbamos cogiendo una a una las torrijas con una devoción llena de silencios. Nuestra tía, de pie, apoyada en la puerta del salón nos miraba comer las torrijas y sonreía, sonreía, sonreía como en pocas ocasiones la he visto sonreír… Sonreía mirando al pasillo como si nosotros no estuviéramos en la casa. Nunca le preguntamos a nuestra tía por qué era la única de la familia que no iba a misa durante Semana Santa. Nunca le preguntamos, tampoco, por qué un año dejó de hacer torrijas, por qué desde aquel año su casa dejó de tener durante Semana Santa ese olor especial a canela, tabaco, colonia… y a felicidad.

¡Viva la República!

Sólo las más ancianas recuerdan a doña Pilar. Había llegado al pueblo, precisamente, el 14 de abril de 1931. Bajó del autobús, con su pequeña maleta, su libro en la mano, desplegando una sonrisa que por aquellas tierras nunca se había visto antes. Sonrisa blanca, de dientes cortados con una precisión de artista. Muchas novedades, pensó para sí la pequeña Maruja, que correteaba entre las faldas de su madre y de su abuela, sin saber cómo dar rienda suelta a su excitación. Había aires de fiesta y esta fiesta desplegaba una nueva bandera en el balcón del Ayuntamiento. Años después, cuando alguien le hablaba de aquel 14 de abril, de aquella parcela de la historia de España, de que había llegado la II República y que todo cambiaría, ella no recordaba nada de las caras contrariadas de tantos vecinos, de los rezos en la capilla de la Virgen y de los nervios que crecían a medida que llegaba la noche y se cubría todo con el velo del futuro, de un futuro que muchos miraban, por primera vez, cara a cara. ¡Viva la República! ¡Viva la República! Gritaba nuestra tía mientras se escondía entre los pliegues de unas faldas demasiado largas, demasiado negras, demasiado pesadas.
Y entre los gritos, los cohetes, las nuevas banderas que ondeaban libres en los balcones, de aquel histórico día mi tía sólo conservó la imagen de doña Pilar bajando del autobús. Muchas veces nos lo había contado. Era pequeña… más que pequeña, se le veía muy frágil, como si tuviera los huesos imprescindibles para mantenerse en pie… ni uno más, ni uno menos. Bajó la escalerilla del autobús muy despacio. Demorándose en cada uno de los escalones. Mirando a la derecha. Mirando a la izquierda; buscando casi sin buscar una cara amiga, una sonrisa, una mirada que le dijera tan sólo un “buenos día, doña Pilar, ¿cómo se encuentra usted esta mañana?”. Pero no había ni caras ni miradas ni sonrisas amigas, sino un pueblo extremeño, de luto en el traje de sus mujeres y de blanco en la cal de las casas, que en aquella mañana de primavera parecía querer llenarse de los colores del arco iris. Y allí estaba doña Pilar, la maestra que vino a cambiar aquel pueblo, que hizo demostrar a tantas beatas que los sueños podían hacerse realidad: sólo había que soñarlos.
Mi tía fue la primera en saludar a doña Pilar, la primera en sonreírle y la primera en besarle esas mejillas blancas, como de porcelana, que nunca llegaron a enterarse de las caricias de los impetuosos rayos del sol extremeños. Mi tía iba de la mano de su padre, el maestro, a recibir a la nueva maestra, a la que tenía que sustituirle por unos meses mientras iba a la capital a resolver unos asuntos personales. Doña Pilar miró a mi tía, le besó sus dos mejillas, coloradas por tantos saltos y gritos en la plaza, y le dijo: “Cielo, hoy es un día histórico. No lo olvides. Hoy España comienza a ser moderna. Hoy España abandona por fin sus pasados medievales para soñarse una nación europea”. Demasiadas palabras para una niña, debió pensar el padre de mi tía: “Vete a ayudar a tus hermanas, que tienen que estar preparando la comida”. Y mientras se iban pasando los platos para lavar, doña Pilar les fue contando a mi abuela y a mis tías cómo quería crear una biblioteca para niñas en el colegio del pueblo, como era necesario que la educación en España defendiera su independencia confesional, cómo las mujeres debían soñar con una vida más allá de las cocinas y de los altares… Mi tía no se separó de doña Pilar durante los cinco años que permaneció en el pueblo.
En abril de 1936, cinco años después, allí estaba mi tía, a su lado, mientras doña Pilar, más pequeña que nunca, más ilusionada que nunca, decía unas palabras en la inauguración de su biblioteca escolar para niñas. Aquellas palabras que siendo niña escuchó mi tía, las conservó grabadas en su memoria: “Existe una fábula india, la cual si llueve cuando la estrella Svati se halla en el arco ascendente, y cae una gota de lluvia dentro de una ostra, esa gota se convierte en una perla. Hoy ha brillado aquí la estrella Svati y los oradores han derramado pródigamente sobre nosotros la lluvia de las bellas enseñanzas. Meditemos para que esa lluvia se convierta en nuestros cerebros en las hermosas perlas del saber”.
Mi tía nunca se separó de doña Pilar desde que bajó la escalerilla del autobús aquel primaveral 14 de abril de 1931. Siempre estuvo con ella en la escuela, en su casa, en el campo o en medio de la plaza. Tan sólo no pudo acompañarla aquel agosto de 1936, cuando fue fusilada. Mi tía, como tantas otras niñas, se quedó aquel día huérfana. De su biblioteca nada se supo. Los sueños de modernizar España se estaban matando a golpe de bombas y de fusilamientos. Pero la semilla del cambio, de la modernidad ya se había plantado en el campo español. Así lo sentía mi tía, la que todos los 14 de abril durante toda su vida, se encerraba en su casa para leer y leer, recordar a doña Pilar y gritar para sus adentros: “¡Viva la República!”.

[Homenaje a Pilar Salvo, maestra, Zaragoza, 1891-1936]

Una explosión

No podían creérselo. Era imposible. Veían una y otra vez las imágenes en el viejo televisión en blanco y negro, y a cada noticia, el mismo ritual: las manos entrelazadas, que daba casi pena verlas tan atemorizadas, los suspiros manando de sus bocas y un Virgen-santa-ayúdanos, ¿qué va a ser de nosotros ahora?, que no dejaban de repetir entre rezo y rezo, entre los padrenuestros y las avemarías que se habían convertido en el eco de las noticias (pocas) que llegaban desde la pantalla en blanco y negro de la televisión y de los interminables comunicados que emanaban de la radio. Todo era en blanco y negro. Una España en blanco y negro que miraba sin llegar a creérselo cómo aquel coche blindado saltaba por los aires hasta volar por encima del edificio en el centro de Madrid, en la calle Claudio Coello. ¿Cómo había sido posible? ¿Qué iba a venir después?
Las hermanas, casi sin mirarse, se dijeron muchas cosas en unos segundos; las necesarias para saber lo que tenían que hacer: ir corriendo a la tienda para comprar toda la comida posible, que no fuera después a faltar qué comer, guardar bien las pocas cosas de valor que habían reunido en aquellos años; intentar acallar los porqués sin respuesta de los más pequeños y estar siempre junto a sus maridos, que se habían ido al cuartel a esperar órdenes, sin saber muy bien si volverían pronto o tarde a ver a sus familias. Se habían despedido con rapidez, casi sin un beso que llevarse a las mejillas y a los recuerdos.
Un segundo. Una explosión. Un segundo de explosión y todo había cambiado: se habían vuelto a abrir las cajas de los rencores y de las miserias del pasado, de las cicatrices que seguían supurando memorias a pesar de que el tiempo siempre se dice que todo lo cura. Nada más lejos de la realidad. Nada más lejos de su realidad.
La tía permaneció aquel día pegada al televisión, con la radio al lado de la cara, como queriendo descubrir algún matiz en las palabras, algún pequeño detalle que le permitiera saber si tenía que reír o que llorar, si tenía que hablar o permanecer callada. Nunca se dijeron menos palabras en aquella casa. Nunca se oyeron más suspiros, más golpes en el pecho y más Virgen-santa-ayúdanos, ¿qué va a ser de nosotros ahora? El sabor de la guerra civil, de los asesinatos, del racionamiento, del odio deambulando a sus canchas por las calles llenó los rincones de todas las casas del pueblo. Todos sabían lo que iba a pasar… pero nadie quería reconocerlo, nadie quería mirar por las ventanas del día después. ¿Cómo era posible que aquella bomba se pudiera haber colocado al paso del coche blindado del primer ministro? ¿Y en Madrid? ¿Y en el centro de Madrid? Aquel largo día, aquella larga semana llena de indicios y de miedos, de mensajes más o menos cifrados, poco se supo de cómo se había perpetrado el atentado; hasta el día siguiente no se anunció la muerte del general Carrero, aunque todos sabían que había muerto, que nadie era capaz de volar tan alto para no dejar en el camino la vida. Todos los sabían pero todos esperaban un milagro. En aquellos días se comenzó a hablar de atentados, de una banda terrorista y para algunos fue la primera vez que oyeron hablar de ETA.
Mi tía permaneció muda delante de la televisión, casi sin ver ninguna de las imágenes, intentando descubrir detrás de ellas nuevos escenarios, caras diferentes, expresiones que le devolvieran una expresión amiga. Nada encontró en las pocas imágenes que le devolvía la televisión en blanco y negro del salón. Poco tampoco la radio, esa radio que se había convertido en su mejor amiga desde hacía muchos años, una amiga que la descubría un mundo más real, más digno de ser vivido que el que le rodeaba en su casa, arropada por sus hermanas y por sus sobrinos. Mi tía permaneció muda después de la explosión, como si hubiera mantenido la respiración esperando una respuesta, un clamor, un algo que, años después, seguía interrogándose qué podía ser.
Pasaron los días y después de la explosión sólo se oyeron lágrimas, y gritos, y algún que otro deseo de justicia, que no se sabía muy ni de donde venía ni a dónde quería ir. Una explosión que abría una nueva puerta a la barbarie, a la muerte, al odio, a la intransigencia… una nueva puerta cuando todavía no se había cerrado la que había abierto la guerra civil.
Pasaron los días y la tía cada día más muda, más mustia, más ensimismada… hasta que un día al levantarse dijo: Tendrá que pasar mucho tiempo hasta que podamos celebrar la desaparición de estos asesinos de ETA… Nunca volvió a pronunciar semejantes palabras, como si hubiera cerrado todas las puertas a la esperanza. Mi tía murió antes de ver esta desaparición… que no nos pase a nosotros lo mismo.

Silencios

Se levantó por la mañana con el camisón empapado de sudor. Aunque había llegado la primavera, las viejas casas seguían conservando el frío del invierno en sus paredes. No hacía calor pero mi tía se levantó sudando. Un frío de miedos y de silencios. No había dormido nada en toda la noche. Recordaba alguna que otro momento que había perdido la conciencia, pero poco más. Toda la noche dando vueltas en la cama, recorriendo con su mente la geografía exacta de sus palabras, de esas palabras que mañana debería pronunciar delante de su madre, sentada, como todos los días, en el sillón con orejeras, al lado de la mesa camilla, porque, como siempre decía mamá… más vale tener lo pies calientes, que por los pies fríos entran todas las enfermedades y los malos pensamientos. Mi tía se levantó, y casi de manera inconsciente se tocó los pies, se tocó la punta de los dedos de sus pies para comprobar si estaban o no calientes. Y el frío de sus pies le devolvió la sonrisa y la voluntad de la que había carecido en los últimos meses: pies fríos pero nada de malos pensamientos, se dijo.
Lo peor del silencio, pensaba mientras se preparaba el pelo delante del espejo del baño, es que se hace más poderoso a medida que se acerca a la puerta de las palabras. El silencio del secreto es acogedor es lo más profundo de su seguridad, pero se vuelve agresivo, inhabitable cuando uno se acerca al momento de tener que utilizar las palabras para acabar con tantos meses de silencio. El silencio huye de la voz como el fuego del agua. Se siente poderoso en su soledad y el temor de que tan sólo una palabra acabe con su reino le vuelve agresivo en su debilidad, en su temor. El silencio, en un último intento de sobrevivir, se agarra a nuestra garganta y se hace fuerte allí, impidiéndonos hablar, impidiendo que las palabras salgan con la misma libertad de siempre. Pero hoy no va a ser así, hoy no, se dijo mi tía poniéndose la última horquilla en el pelo, con tanta fuerza que temió haberse hecho sangre. Pero no había tiempo. Ya era demasiado tarde. Se había demorado en vestirse todo lo que había podido. No era posible esperar más. Las dos hermanas no dejaban de aporrear su nombre desde hacía unos minutos, cada vez con más insistencia, cada vez con más enfado. ¡Qué se habrá creído esta mocosa! ¿Acaso pensará que somos sus criadas!!! ¡¡¡Maruja, baja de una vez, que te necesitamos para preparar el desayuno!!!
Y Maruja bajó las escaleras como una princesa. Así la vieron sus hermanas y así se sintió ella mientras el suelo del pasillo se hacía cada vez más cercano y más cercanas también las sonrisas de orgullo y satisfacción de sus hermanas. Ya se habían olvidado los reproches y los gritos. Atrás habían quedado los golpes acalorados de las cazuelas y los suspiros de incomprensión encima de los fogones. Al verla bajar, con ese vestido que anunciaba la primavera, lleno de verdes y amarillos, a pesar de que de tanto lavarlo en la pila del patio había perdido la luz de otros años, las dos hermanas se cogieron de las manos y la miraron como quienes ven descender ante ellos el milagro de un ángel. Maruja bajaba los peldaños sin mirarlos, sin darse cuenta de la admiración que su corta falda y sus cuidados movimientos causaban entre los que la miraban. Bajaba concentrada, sólo pensando en unas palabras que tenía escritas en una hoja, justo detrás de una misteriosa carta que unos días antes le había llegado a París. La carta hablaba de sueños y de futuros, de una vida llena de acentos extranjeros y de lágrimas, de una nueva vida lejos de aquellas cuatro paredes y del guión que le habían escrito nada más nacer, por ser mujer, por ser pobre, por ser la menor de tres hermanas, que tenía que consagrar su juventud a cuidar a su madre, que ya sólo era capaz de repetir aquello de que los pies mejor calientes que fríos, pero que seguía esperando el futuro con miradas de esperanza.
Bajó por fin las escaleras. La mano derecha dentro del bolsillo de su falda, apretando la carta, las palabras que en unos segundos tenía que repetir. Tomó aire y quiso componer una sonrisa, pero no pudo. No hubo tiempo. Un grito recorrió toda la casa. Un grito de sorpresa, un grito de dolor. ¡Mamá, mamá! ¿Qué tienes? ¿Por qué no respondes? ¿Madre, dinos algo, por amor de Dios?
Mi tía conservó durante toda su vida aquel papel arrugado, casi ensangrentado, que le recordaba tanto el comienzo de sus sueños frustrados como la muerte de su madre. Hay silencios que son monstruosos, silencios que son capaces de cualquier cosa por sobrevivir.

Recuerdos

En literatura son famosas las magdalenas de Proust. El escritor francés tiró del hilo de su pasado a partir del olor de unas magdalenas recién cocidas; y así la historia de su pasado se fue haciendo realidad a medida que la fue escribiendo, a medida que la fue recordando. ¿En cuántas ocasiones un particular olor, las notas perdidas de una canción, una simple palabra o el lomo de un libro nos han hecho evocar algún episodio de nuestra infancia, de la particular geografía en que situamos las líneas maestras de nuestra infancia? Estamos indefensos a estos ataques, siempre traicioneros, de la melancolía. Nos levantamos radiantes; seguimos radiantes por la mañana, aún después de escuchar cómo los políticos creen que se ganan la vida haciéndonos partícipes de su mundo cuando su única función es la de mejorar el nuestro; y así, radiantes, bajamos a la calle a buscar el coche que nos lleva al trabajo de siempre, que intentaremos soportar detrás del parapeto de la sonrisa de siempre… y allí, en algún momento del guión cotidiano de nuestros días, la melancolía es capaz de abrir una rendija a la sorpresa y el día se llena de caras y de colores, de los olores y de las frases del pasado.
¡El afilador! ¡El afilador!
¡Esa música inconfundible! Desde el final de la calle era posible oír al afilador. Y ese sonido, tan inconfundible, tan poco armonioso, era la señal para una carrera frenética dentro de la casa. Nosotros corríamos a la ventana para tomar posiciones: queríamos ser los primeros en ver al afilador abrirse paso por los cuchillos de la calle. Pequeño, algo regordete, con su boina y su palillo en la boca, tenía algo de mágico ante nuestras miradas infantiles cuando, casi sin mirar, cogía un cuchillo y lo pasaba por su piedra, llenando sus manos de pequeñas chispas, como si la piedra fuera en realidad una excusa, un pequeño truco inocente para esconder sus verdaderos poderes. Porque el afilador tenía poderes. Y muy poderosos. De eso no se dudaba entre los sobrinos. Lo que sí levantaba largas y acaloradas discusiones era precisar su naturaleza: debajo de la piel –que en realidad, no era piel- escondía una mano de un metal tan resistente que se pensaba que debía ser extraterrestre, y con ese metal era capaz de afilar cualquier cuchillo que se le pusiera por delante, por muy oxidado y viejo que fuese… Que no, que lo que en realidad afilaba era los rayos que le salían de sus ojos. Pero, ¿qué dices? ¿No te has fijado que nunca mira el cuchillo cuando lo está afilando? ¡Se quemaría los ojos, atontado…! Y caía casi sin querer una colleja que siempre iba a parar a una nuca diferente… Y ahora, al recordarlo, me doy cuenta de lo largas y aburridas que debían ser aquellas tardes de la siesta de nuestra infancia para pasar horas y horas imaginando poderes ocultos en aquel pobre afilador, tan pequeño él, tan poca cosa, tan como si viniera de otro país, de otro tiempo.
Pero en realidad nuestra fascinación por el afilador no venía tanto de esas chispas que salían de su piedra, de esa musiquilla que iba anunciando su poder de devolver la muerte a unos cuchillos que se habían quedado tiritando al fondo del cajón de la cocina, sino de su enorme poder dentro de nuestra casa. Mientras nosotros luchábamos por ocupar las mejores posiciones en las ventanas, y así no perder detalle de lo que iba a suceder en tan sólo unos minutos –aquella musiquilla era el preámbulo para todo un espectáculo-, en la casa no quedaba falda quieta… mi abuela comenzaba a gritar ¿dónde está aquel cuchillo que utilicé ayer? Mientras mi tía, la que demostraba en aquellos momentos mayor destreza y memoria, salía triunfante de la cocina con unos cuchillos en la mano, dispuestas a devolverles el esplendor de otros tiempos. A sus lados, siempre una a cada lado, sus hermanas. Una le gritaba que dónde había encontrado aquel cuchillo, que llevaba semanas buscándolo; y la otra le gritaba que dejara esos cuchillos en su sitio, que no hacía falta volver a afilarlos, que los iba a desgastar antes de tiempo. Pero mi tía, sonriente, sólo tenía ojos para la puerta, para la pequeña bicicleta, y para el afilador, que nada más verla salir a la calle, dejaba de afilar, se quitaba la boina y, entre una media sonrisa, le decía: “buenas tardes, señorita”.
El afilador pasó a mi lado algo cansado. Intenté sonreírle pero no me dio tiempo. Cruzó la calle y siguió su lento caminar, con su bicicleta, su piedra de afilar y su musiquilla, que ya no levantaba ningún alboroto, ninguna sonrisa mientras iba anunciando su camino. Realmente es difícil seguir radiante por el día después de uno de estos ataques de melancolía.

Álbum de fotos

Es curioso, pero al pensarlo, el álbum de fotos cada vez va teniendo menos sitio en nuestras vidas. Ese álbum, o esa caja de metal, en la que hemos ido guardando, clasificando, organizando nuestro pasado, cada vez encuentra menos espacio en nuestras estanterías funcionales. Recuerdo el placer con que, de niños, nos colocábamos todos los nietos alrededor de mi abuela mientras iba sacando, una a una, esas diminutas fotografías negras, y las miraba como si fuera capaz de hacerse también nuestra abuela muy pequeñita y pudiera volver a entrar en la fotografía, aunque habían pasado más de treinta años. No importaba. Allí estaban las fotografías para hacernos soñar, para volver a vivir una vida y unos recuerdos que no eran los nuestros, pero que en labios de nuestra abuela parecía que siempre hubieran estado ahí. ¡Fijaos en esta foto! Nos decía al sacar sin mirar una pequeña foto, en que podían verse varias chicas alrededor de un seiscientos. La foto era en blanco y negro, pero no importaba: la abuela nos iba describiendo cómo el seiscientos era azul, y que mi madre llevaba una falda roja y mi tía, una amarilla, que la estrenaba ese día, porque había llegado el primer seiscientos al cuartel. Y qué menuda fiesta se había organizado. El capitán González se había empeñado en ser uno de los primeros en tener un coche y ahí estaba, dejando que todas las chicas del cuartel posaran con él, porque, aún siendo suyo, aquel coche era un poco de todos. Y nos reíamos con estas historias. Y nos mirábamos entre risas los nietos con la satisfacción de ver cómo nuestra abuela se sabía historias mágicas, que era capaz, sólo con su palabra, de dar vida a aquellas imágenes en blanco y negro, a llenar de colores aquel minúsculo rectángulo y a devolver la vida a aquellas caras sonrientes, que tenían la fortuna de no ver pasar por ellas el paso del tiempo. Y después de haber sacado dos tres fotografías, siempre nuevas, de haberlas comentado, de haberlas dado vida ante nuestras asombradas miradas, con el ritmo del reloj de cuco del salón y nuestras risas y gritos de asombro, todo se acababa sin más ensayos ni advertencias. Buenos, todos a jugar, que yo tengo que preparar la cena. Y nosotros seguíamos el guión marcado con una implorante: ¡una más, abuela, por favor! ¡Una más, por favor! Y te prometemos que te ayudaremos en lo que nos digas… Y ella sonreía y sacaba, muy despacio, la fotografía que ya tenía elegida entre las manos: era la única que no salía de aquella mágica caja de metal por azar. En el aparente desorden de las fotografías se escondía una organización que sólo nuestra abuela era capaz de desentrañar: y allí estaba la foto del abuelo, con su uniforme de guardia civil, serio ante la cámara, pero con un porte elegante, capaz de enamorar a cualquier jovencita que pasara por su mirada por aquel momento. ¿Cómo os conocisteis? Le gritaban las primas a la abuela, colocándose a su lado a base de codazos, a pesar de nuestra intención de no abandonar estas posiciones privilegiadas. Y la historia se iba desgranando con los mismos detalles de siempre, mientras la abuela no dejaba, casi sin querer, de acariciar la foto con sus dedos… y poco a poco, los primos íbamos cediendo posiciones y dejando que las primas siguieran suspirando imaginándose ellas las protagonistas de esa historia que de haberla oído tantas veces ya me parece más un recuerdo literario que una anécdota familiar. Y al final, al grito de tonto el último, nos íbamos los primos al patio a jugar a la pelota, mientras las primas acompañaban a la abuela a la cocina, sin querer separarse de la caja mágica de los recuerdos, de esas fotos que marcan la geografía más personal de nuestra biografía.
Hoy he estado revisando mis álbumes de fotos, y por más que los he mirado, por más que los he repasado con todo detalle, me he llevado la sorpresa de que no conservo ni una foto de mi tía. Como si hubiera deseado pasar sin dejar huella en nuestras vidas, como si su vida, ni un gesto de vida, fuera posible dejarlo fijado en el rectángulo diminuto de una pequeña fotografía en blanco y negro. ¡Qué curiosas biografías son las que nos dibujan nuestros álbumes de fotos!

Sirenas

Nunca puso dejar de oír el sonido de las sirenas. Cerraba los ojos, ya estuviera sola, ya estuviera con sus hermanas, ya estuviera en misa, aquella sirena le taladraba los oídos. Siempre el mismo sonido. Siempre diferente. Se sabía de memoria también la advertencia: al sonido de la sirena, tirarse al suelo. Son los aviones alemanes con su metralla. Nunca lo olvidó, aunque aquella tarde no le sirvió para nada.
Después de comer, las tres hermanas se arriesgaron a ir a la tienda a comprar algo para la cena. Tres días sin la sombra de los aviones alemanes sobre el pueblo les había dado alguna confianza. Aunque podía ser como en otras ocasiones: unos días de descanso, un primer avión lanzando panfletos amarillos que anunciaban paraísos santificados por la Iglesia si ganaba el glorioso alzamiento nacional, y un segundo avión con su mensaje de muerte y de metralla. Y por la noche, la ronda para buscar algunos hombres y mujeres para fusilar al amanecer: respuesta absurda y cruel a tantas absurdas promesas de prosperidad y de paz, a tanta crueldad de muertes anónimas.
Aquella tarde, después de comer, salieron las tres hermanas con la esperanza de que el guión se repitiera una vez más sin muchas variantes; con el silencio de los últimos días o las carreras por las calles polvorientas y los cuerpos tendidos en el suelo, mientras las sirenas llenaban de amenazas el horizonte. Pero aquella tarde algo falló. Las tres hermanas comenzaron a correr, como siempre; como siempre, se tiraron al suelo, pero Maruja no se tumbó, como siempre, al instante, sino que se volvió, por unos segundos, para mirar de frente la sombra de muerte que llenaba de gritos, de sirenas y de metrallas las tardes tranquilas de sus años infantiles.
Pasó el avión, como siempre; como siempre, permanecieron todos tumbados por unos segundos sin respirar, descubriendo en el horizonte cómo la silueta de los aviones se hacía cada vez más pequeña; se fueron levantando, como siempre y, como siempre, se sacudieron el polvo de las faldas, los pantalones, las camisas y de las blusas. Sólo Maruja permaneció tumbada. Ni se levantaba, ni gritaba, ni hablaba, ni parecía respirar. Las dos hermanas se levantaron y lo primero que vieron fue el camino de la metralla y un charco de sangre en medio de la calle. Justo debajo del brazo derecho de Maruja.
Cuando se despertó en el hospital de campaña improvisado en la plaza, sólo le dolía la garganta de tanto gritar antes de haberse desmayado. El brazo derecho lo tenía inmovilizado.
El resto de los días, cuando cerraba los ojos, oía, como en aquella tarde, la sirena que anunciaba la muerte de los aviones y oía los portazos en la puerta de su casa por la noche. Y sólo oía una voz, mezcla de nicotina y vodka, de uno de los milicianos: dejemos al maestro para mañana, que ya tiene bastante con lo que le ha pasado a su hija esta tarde.
Al día siguiente, el pueblo fue liberado, como quien dice, por los nacionales.

Melenas

Cepillaba con mimo el pelo sintético de sus muñecas, con el mimo de una madre, que deja correr sus pensamientos, sus sueños, mientras sus manos van pasando, una y otra vez, una y otra vez por la sedosa melena de sus hijas. No te cortaré el pelo hasta que hagas la primera comunión. Con este pelo tan hermoso te haré una trenza, que se balanceará por encima de tu vestido de princesa. Nadie habrá como tú. Nadie con tu melena. Una y otra vez subía el cepillo y una y otra vez bajaba por las cabecitas de aquellas muñecas, mientras nuestra tía sonreía al tiempo que tatareaba el ritmo de una canción que le devolvía a la imagen de la radio en medio del salón y sus manos ocupadas en bordar el ajuar.
Aquellas tardes sí que eran mágicas, se atrevía a decir cuando apagaba la televisión, harta de tantas imágenes, harta de tantos labios que azotaban con crueldad las palabras. Aquellas otras tardes… con sus hermanas alrededor del brasero, con las manos ocupadas en bordar, en terminar una colcha, en hacer ganchillo. Las manos ocupadas en una labor que se perdía en su memoria, pero con los oídos atentos a todo lo que la radio decía. El salón anochecía al ritmo de los concursos y de las radionovelas. Y cada hermana escuchaba la misma historia, pero cada una de las hermanas se imaginaba una historia diferente. Cada una elegía, en el secreto de sus sonrisas, el papel que le gustaría estar en ese mismo instante interpretando, más allá de las agujas, de los dedales, de la precisión de una punzada. A ella siempre le iban los papeles de protagonista, de esas jóvenes huérfanas que terminaban por enterarse en el lecho de muerte que era hija de nobles y la estaban buscando porque era la única heredera de una fabulosa fortuna. Así se sentía ella, heroína de las ondas. Y allí, mientras las voces llenaban de lágrimas y de risas el salón, ella dejaba sobre la mesa su labor, miraba a sus hermanas y se decía que nunca las abandonaría, que siempre las tendría a su lado cuando viniera el príncipe de Bohemia a por ella, después de haberse muerto su madrastra y confesar el lugar donde había dejado abandonada, nada más nacer, a la más hermosa de las hermanas. No. No dejaré que nadie nos separe. El final de la radionovela marcaba el principio del frenético ritmo en la cocina.
Aquellas tardes sí que eran mágicas… y allí, en sus recuerdos de radio dejaba que las horas pasaran en el salón, mientras peinaba una y otra vez a sus muñecas. Las hacía y deshacía moños, les alisaba el pelo o se lo teñía. Y nunca vio en ellas un mal gesto o escuchó de sus labios una palabra de reproche. Al principio le parecía un poco extraño, pero pronto se acostumbró a besarles las mejillas cuando las colocaba en su lugar, después de haberlas peinado.
Había una, toda de blanco, que era su favorita, con su espectacular melena negra, una melena que le llegaba casi a los tobillos. No te lo cortaré hasta que hagas la primera comunión, solía decirse mientras la peinaba. Así se pasaba las tardes, peinando una y otra vez la melena negra de su muñeca, soñando, una y otra vez, en las habitaciones de su palacio de Bohemia, y canturreando, casi sin abrir los labios, una vieja canción, la misma que había escuchado en labios de su príncipe cuando vino hace años al pueblo en busca de la niña recién nacida, abandonada a las puertas de la casa de su madre, en un lejano mes de abril. Nunca dejaré que nadie me separe de mis hermanas, se decía, una y otra vez, mientras volvía, una y otra vez, a peinar la larga melena negra de su muñeca.

Metralla

Fueron 232 los trozos de metralla las que le sacaron del brazo. 232 trocitos de metralla que estuvieron a punto de convertir su vida en un infierno. Durante muchos años, los guardó en un frasco, bien limpios, bien relucientes, y allí estuvieron en los recuerdos de mi infancia, sobre la mesa en el centro del salón. En aquel salón, con los retratos de los bisabuelos enmarcando el espejo hecho a mano, la triste procesión de muñecas y el frasco sobre la mesa. Ni una foto más. Ni una flor. Lo que un pequeño pedazo de tela, a juego siempre con el vestido, escondía en su muñeca para siempre marcada, lo mostraba aquel frasco transparente de Nescafé, casi como una provocación, como la astilla clavada en el pasado que no se quiere olvidar. Un día aquel frasco transparente, que multiplicaba con la luz del atardecer los 232 trozos de metralla relucientes, como si se hubieran lavado un segundo antes, desapareció. Pero nunca supimos cuándo: un día, el frasco ya no estaba sobre la mesa en medio del salón y nunca más lo volvimos a ver.
El médico, aquel médico con cara de niño a quien le quedaba grande no sólo la bata sino también sus preocupaciones, fue certero y cruel con el diagnóstico: Hay que amputar el brazo. Demasiada metralla. Demasiadas posibilidades de gangrena. En el hospital improvisado en una de las calles que daban a la Plaza Mayor, la que por aquel entonces seguía siendo la Plaza de la República, faltaba de todo, menos heridos, gritos, lágrimas y más de un golpe seco en el suelo, de rabia, de impotencia…No había que perder tiempo. O el brazo o ella. Y ella, nuestra tía, sólo tenía doce años. Demasiado joven para morir. Demasiado joven para quedarse manca, pensaron sus hermanos. Y allí, estaba el médico con su cara de niño, sin ganas de sonreír, sin ganas de dormir, sin ganas de nada; puesto el pensamiento en una idea: volver a la facultad para terminar el último año, y así poder perderse en algún pueblo a vivir, a olvidar, a seguir viviendo. Ante el silencio de sus hermanas, ante la cara angustiada de nuestra tía, el médico con cara de niño se dio la vuelta y desapareció siguiendo el rastro de un nuevo grito, de un nuevo alarido. Allí las dejó: solas. Solas con sus lágrimas, con unas vendas y unas pocas curas.
Y allí, en el improvisado hospital en una de las calles que daban a la Plaza de la República, con una luz tímida, las horas pasaron lentas aquella noche mientras iban quitando, una a una, los 232 trozos de metralla del brazo de su hermana. Con cada trozo, una lágrima y un suspiro. No hubo ni tiempo ni para rezar aquella noche. Los minutos parecían no querer seguir su monótono camino. A lo lejos, el reloj de la plaza iba marcando el ritmo lento de las horas nocturnas.
Al amanecer el médico miró sorprendido aquel frasco transparente con sus 232 trozos de metralla. Curó las heridas del brazo y le puso un nuevo vendaje. A la tarde volveré, les dijo sin atreverse a compartir la esperanza de sus ojos. Si todo va bien, quizás podamos salvar el brazo. Ahora descansen. Ya no pueden hacer nada más. Sólo esperar. Sólo esperar. Y se fue. De haber podido, seguro que se hubiera dado la vuelta con una sonrisa, tarareando una cancioncilla de moda.
Recuerdo que siempre llevaba una cinta de la misma tela que su vestido anudada a la muñeca, que nunca le vimos el brazo y que aquella mano sólo podía mover con soltura dos o tres dedos. Todos en la familia conocíamos la historia, pero nadie comentaba nada delante de ella. Aunque allí, delante de nosotros, sobre la mesa en medio del salón, estuvieran los 232 trozos de metralla dentro de aquel frasco transparente. Pero nadie entendió hasta mucho más tarde que aquella metralla no estaba para recordar viejas heridas de guerra; presidían el salón como homenaje por haber salvado la vida de su padre.

Todas las mañanas

Todas las mañanas, al mirarse en el espejo, veía cómo su vientre aumentaba. Se ponía de perfil, se cogía con las dos manos su cada vez más abultado vientre y sonreía imaginando cada amanecer meses de embarazo. Por la tarde, después de misa y de un breve paseo por el pasillo, se dedicaba a inventarse nombres. Nunca supo muy bien el motivo por el que algunos días estaba decidida a que fuera niño y otros, en cambio, se decidía por una niña. Siempre terminaba por sonreír y cambiaba rápidamente de pensamientos.
Para buscar un nombre, siempre en la mecedora con una de las manos sobre su vientre, empezaba a recordar a las mujeres de la familia a las que le gustaría que se pareciera: a la bisabuela Jacinta, la que hizo fortuna con su tienda en una esquina de la plaza por aquellos lejanos años de principio de siglo; a aquella tía Filomena que se escapó con un marinero, que vino a parar a aquellos pueblos de la Sabana por un turbio asunto de minas de oro; y de ahí, pasaba a imaginarse nombres de estrellas de cine que nunca sabría escribir y que había llenado de sueños y de fantasías su infancia y aquellos duros años después de la guerra. No se daba cuenta pero, sin quererlo, dejaba siempre lejos de su posible lista de candidatos, los nombres de su madre, siempre encerrada entre las cuatro paredes del miedo y del-que-dirán, o de sus hermanas, que se unieron al yugo de sus maridos que nunca les hicieron reír. Porque ella lo que quería era que lo que llevaba en su vientre riera, riera, riera siempre. Al menos tanto como ella se había reído en la vida, aunque sus risas sólo sus muñecas las habían podido oír.
En aquellas tardes en que imaginaba nombres de niño, el juego terminaba con un monótono rosario de una sola palabra, de un nombre, que nada más salir de sus labios, se convertía en una sonrisa…
Nadie supo entonces de estos nombres… otro asunto vino a romper el ritmo aburrido de las horas del día, a romper las sonrisas. No se hablaba de otra cosa. Ni en las tiendas, ni en la iglesia, ni en los bares…
Las muñecas quedaron tiradas en el suelo del saloncito. En las paredes se distinguían claramente las huellas del vacío que un día ocuparon el espejo de la bisabuela y los retratos, con sus marcos de vidrio. Una mesilla rota enseñaba sus cajones como una lengua, en un gesto que todos entendimos como de mueca, una mueca de asco. Todo estaba en silencio, pero las bocas pintadas de las muñecas parecían querer abrirse y gritar. Algunas muñecas tenían los brazos y las cabezas arrancadas, como si hubieran sufrido una brutal tortura antes de caer al suelo y quedar desparramadas como una alfombra de infamia. La casa permaneció en silencio durante meses. Nadie se atrevía a subir al primer piso.
Las muñecas, con sus brazos y cabezas arrancados, con sus labios pintados y sus exagerados coloretes, sus dedillos llenos de anillos y sus cuellos arrebatados de collares, con sus vestidos cariñosamente diseñados y cosidos en las interminables tardes de invierno, describían un campo de batalla. Nadie supo quién fue el autor de tan cruel masacre. ¡Con el cariño con que nuestra tía las había mimado, más que a ninguno de sus sobrinos!
Todos en el pueblo conservaban en secreto el nombre de un sospechoso… pero era tal la infamia que nadie se atrevía a decirlo en público. Nadie, ni con el paso de los años, confesó ser el autor, en un acto de locura, de unas muertes tan crueles, tan innecesarias, tan inútiles.
Las muñecas permanecieron así, en el suelo, decapitadas, con sus pequeños brazos en posturas obscenas, tiradas por el saloncito de nuestra tía durante meses. Nadie recuerda quién se las llevó de allí ni en qué momento desaparecieron.

Las siete de la tarde

Las siete de la tarde. Todo el pueblo recordaría años después el calor que hacía en la iglesia. Los ventiladores no dejaban de mover el aire caliente y los abanicos chocaban contra los pechos robustos de las más ancianas intentando triunfar por encima de los suspiros. Nadie lloraba. Se habían derramado ya demasiadas lágrimas desde la noche anterior. Lágrimas de sorpresa, lágrimas de rabia, lágrimas de dolor y lágrimas escondidas en las interrogantes miradas. Nadie lloró aquella tarde. La iglesia estaba llena cuando el cura comenzó el funeral. Minutos había llegado el ataúd desde el tanatorio con su corona de flores con el esperado “Tus hermanas y sobrinos” en letras doradas, y un enorme ramo de rosas rojas, con más de cien capullos que parecían dibujar un corazón sangriento en la escalinata del altar. El ramo venía sin cinta, sin nombre dorado, sin ninguna lágrima contenida. Había llegado a última hora al tanatorio. Al principio, todos pensamos que todo se debía a un error, pero no había ninguna duda: “Para Maruja, Tanatorio, sala 12”. Aquel ramo de rosas rojas venía destinado a nuestra tía. El rojo suicida de las rosas le devolvió el color por un segundo a las pálidas mejillas de nuestra tía cuando lo pusieron cerca de su cara, justo al lado de nuestra corona, tan pretenciosa, tan previsible, tan llena de dolor y de rabia, tan modelo-habitual-en-tales-ocasiones. Aún recuerdo las preguntas que todos nos hacíamos sin atrevernos a pronunciarlas. Allí, delante de nosotros, estaba nuestra tía, la que siempre tenía una caricia, una palabra cariñosa, un dulce para ofrecernos; allí estaba, para siempre muda…y aún sonriente. Pero ¿quién era nuestra tía? La habíamos querido, pero, ¿alguno de nosotros podía decir que la conocía en realidad? ¿Qué sabíamos de sus deseos, de lo que escondían sus sonrisas y, quizás, sus secretas lágrimas? Allí estaba, la primera; como la primera había estado siempre para darnos un beso, para gritar, detrás de la puerta de madera de su casa, nuestro nombre, como anunciando un momento de felicidad y asombro. Allí estaba siempre para abrirnos la puerta, para acariciarnos la cabeza, para interesarse por todos nuestros gestos, para escudriñar cada uno de nuestros secretos. Pero, ¿qué puerta la habíamos abierto nosotros? ¿Con qué caricia la habíamos alegrado algún día? ¿Quién de nosotros le había preguntado alguna vez por sus muñecas, por esos ramos de flores que parecían querer convertir su casa en un jardín, o por esos suspiros que algunas veces habíamos descubierto cuando, creyéndose sola, miraba a través de los cristales, dejando caer su bordado sobre las piernas? Nada. La queríamos… pero nunca la llegamos a conocer. Y allí estaba, allí, sola y muda para siempre.
Los suspiros, las lágrimas contenidas, el balanceo de los abanicos y el ruido monótono de los ventiladores se habían convertido con el paso de los minutos en el eco de las palabras del cura, que iba desgranando lugares comunes sobre la resurrección y la alegría de volver al seno del Señor. Pero aquellas palabras llegaban lejanas, inútiles, como la lluvia que cae sobre la tierra mojada. Todos estábamos pendientes, como hipnotizados, por la diana roja de aquel ramo de flores en las escaleras del altar, justo a los pies del ataúd.
Sólo así puedo ahora explicarme ahora que nadie reparara en él cuando entró por la puerta de atrás de la iglesia, ya empezado el funeral; que nadie comprendiera por qué comenzó a llorar, la razón de las únicas lágrimas que se vertieron en la iglesia aquel lejano verano a las siete de la tarde.