lunes, 13 de noviembre de 2006

Silencios

Se levantó por la mañana con el camisón empapado de sudor. Aunque había llegado la primavera, las viejas casas seguían conservando el frío del invierno en sus paredes. No hacía calor pero mi tía se levantó sudando. Un frío de miedos y de silencios. No había dormido nada en toda la noche. Recordaba alguna que otro momento que había perdido la conciencia, pero poco más. Toda la noche dando vueltas en la cama, recorriendo con su mente la geografía exacta de sus palabras, de esas palabras que mañana debería pronunciar delante de su madre, sentada, como todos los días, en el sillón con orejeras, al lado de la mesa camilla, porque, como siempre decía mamá… más vale tener lo pies calientes, que por los pies fríos entran todas las enfermedades y los malos pensamientos. Mi tía se levantó, y casi de manera inconsciente se tocó los pies, se tocó la punta de los dedos de sus pies para comprobar si estaban o no calientes. Y el frío de sus pies le devolvió la sonrisa y la voluntad de la que había carecido en los últimos meses: pies fríos pero nada de malos pensamientos, se dijo.
Lo peor del silencio, pensaba mientras se preparaba el pelo delante del espejo del baño, es que se hace más poderoso a medida que se acerca a la puerta de las palabras. El silencio del secreto es acogedor es lo más profundo de su seguridad, pero se vuelve agresivo, inhabitable cuando uno se acerca al momento de tener que utilizar las palabras para acabar con tantos meses de silencio. El silencio huye de la voz como el fuego del agua. Se siente poderoso en su soledad y el temor de que tan sólo una palabra acabe con su reino le vuelve agresivo en su debilidad, en su temor. El silencio, en un último intento de sobrevivir, se agarra a nuestra garganta y se hace fuerte allí, impidiéndonos hablar, impidiendo que las palabras salgan con la misma libertad de siempre. Pero hoy no va a ser así, hoy no, se dijo mi tía poniéndose la última horquilla en el pelo, con tanta fuerza que temió haberse hecho sangre. Pero no había tiempo. Ya era demasiado tarde. Se había demorado en vestirse todo lo que había podido. No era posible esperar más. Las dos hermanas no dejaban de aporrear su nombre desde hacía unos minutos, cada vez con más insistencia, cada vez con más enfado. ¡Qué se habrá creído esta mocosa! ¿Acaso pensará que somos sus criadas!!! ¡¡¡Maruja, baja de una vez, que te necesitamos para preparar el desayuno!!!
Y Maruja bajó las escaleras como una princesa. Así la vieron sus hermanas y así se sintió ella mientras el suelo del pasillo se hacía cada vez más cercano y más cercanas también las sonrisas de orgullo y satisfacción de sus hermanas. Ya se habían olvidado los reproches y los gritos. Atrás habían quedado los golpes acalorados de las cazuelas y los suspiros de incomprensión encima de los fogones. Al verla bajar, con ese vestido que anunciaba la primavera, lleno de verdes y amarillos, a pesar de que de tanto lavarlo en la pila del patio había perdido la luz de otros años, las dos hermanas se cogieron de las manos y la miraron como quienes ven descender ante ellos el milagro de un ángel. Maruja bajaba los peldaños sin mirarlos, sin darse cuenta de la admiración que su corta falda y sus cuidados movimientos causaban entre los que la miraban. Bajaba concentrada, sólo pensando en unas palabras que tenía escritas en una hoja, justo detrás de una misteriosa carta que unos días antes le había llegado a París. La carta hablaba de sueños y de futuros, de una vida llena de acentos extranjeros y de lágrimas, de una nueva vida lejos de aquellas cuatro paredes y del guión que le habían escrito nada más nacer, por ser mujer, por ser pobre, por ser la menor de tres hermanas, que tenía que consagrar su juventud a cuidar a su madre, que ya sólo era capaz de repetir aquello de que los pies mejor calientes que fríos, pero que seguía esperando el futuro con miradas de esperanza.
Bajó por fin las escaleras. La mano derecha dentro del bolsillo de su falda, apretando la carta, las palabras que en unos segundos tenía que repetir. Tomó aire y quiso componer una sonrisa, pero no pudo. No hubo tiempo. Un grito recorrió toda la casa. Un grito de sorpresa, un grito de dolor. ¡Mamá, mamá! ¿Qué tienes? ¿Por qué no respondes? ¿Madre, dinos algo, por amor de Dios?
Mi tía conservó durante toda su vida aquel papel arrugado, casi ensangrentado, que le recordaba tanto el comienzo de sus sueños frustrados como la muerte de su madre. Hay silencios que son monstruosos, silencios que son capaces de cualquier cosa por sobrevivir.

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