lunes, 13 de noviembre de 2006

Melenas

Cepillaba con mimo el pelo sintético de sus muñecas, con el mimo de una madre, que deja correr sus pensamientos, sus sueños, mientras sus manos van pasando, una y otra vez, una y otra vez por la sedosa melena de sus hijas. No te cortaré el pelo hasta que hagas la primera comunión. Con este pelo tan hermoso te haré una trenza, que se balanceará por encima de tu vestido de princesa. Nadie habrá como tú. Nadie con tu melena. Una y otra vez subía el cepillo y una y otra vez bajaba por las cabecitas de aquellas muñecas, mientras nuestra tía sonreía al tiempo que tatareaba el ritmo de una canción que le devolvía a la imagen de la radio en medio del salón y sus manos ocupadas en bordar el ajuar.
Aquellas tardes sí que eran mágicas, se atrevía a decir cuando apagaba la televisión, harta de tantas imágenes, harta de tantos labios que azotaban con crueldad las palabras. Aquellas otras tardes… con sus hermanas alrededor del brasero, con las manos ocupadas en bordar, en terminar una colcha, en hacer ganchillo. Las manos ocupadas en una labor que se perdía en su memoria, pero con los oídos atentos a todo lo que la radio decía. El salón anochecía al ritmo de los concursos y de las radionovelas. Y cada hermana escuchaba la misma historia, pero cada una de las hermanas se imaginaba una historia diferente. Cada una elegía, en el secreto de sus sonrisas, el papel que le gustaría estar en ese mismo instante interpretando, más allá de las agujas, de los dedales, de la precisión de una punzada. A ella siempre le iban los papeles de protagonista, de esas jóvenes huérfanas que terminaban por enterarse en el lecho de muerte que era hija de nobles y la estaban buscando porque era la única heredera de una fabulosa fortuna. Así se sentía ella, heroína de las ondas. Y allí, mientras las voces llenaban de lágrimas y de risas el salón, ella dejaba sobre la mesa su labor, miraba a sus hermanas y se decía que nunca las abandonaría, que siempre las tendría a su lado cuando viniera el príncipe de Bohemia a por ella, después de haberse muerto su madrastra y confesar el lugar donde había dejado abandonada, nada más nacer, a la más hermosa de las hermanas. No. No dejaré que nadie nos separe. El final de la radionovela marcaba el principio del frenético ritmo en la cocina.
Aquellas tardes sí que eran mágicas… y allí, en sus recuerdos de radio dejaba que las horas pasaran en el salón, mientras peinaba una y otra vez a sus muñecas. Las hacía y deshacía moños, les alisaba el pelo o se lo teñía. Y nunca vio en ellas un mal gesto o escuchó de sus labios una palabra de reproche. Al principio le parecía un poco extraño, pero pronto se acostumbró a besarles las mejillas cuando las colocaba en su lugar, después de haberlas peinado.
Había una, toda de blanco, que era su favorita, con su espectacular melena negra, una melena que le llegaba casi a los tobillos. No te lo cortaré hasta que hagas la primera comunión, solía decirse mientras la peinaba. Así se pasaba las tardes, peinando una y otra vez la melena negra de su muñeca, soñando, una y otra vez, en las habitaciones de su palacio de Bohemia, y canturreando, casi sin abrir los labios, una vieja canción, la misma que había escuchado en labios de su príncipe cuando vino hace años al pueblo en busca de la niña recién nacida, abandonada a las puertas de la casa de su madre, en un lejano mes de abril. Nunca dejaré que nadie me separe de mis hermanas, se decía, una y otra vez, mientras volvía, una y otra vez, a peinar la larga melena negra de su muñeca.

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