lunes, 13 de noviembre de 2006

¡Viva la República!

Sólo las más ancianas recuerdan a doña Pilar. Había llegado al pueblo, precisamente, el 14 de abril de 1931. Bajó del autobús, con su pequeña maleta, su libro en la mano, desplegando una sonrisa que por aquellas tierras nunca se había visto antes. Sonrisa blanca, de dientes cortados con una precisión de artista. Muchas novedades, pensó para sí la pequeña Maruja, que correteaba entre las faldas de su madre y de su abuela, sin saber cómo dar rienda suelta a su excitación. Había aires de fiesta y esta fiesta desplegaba una nueva bandera en el balcón del Ayuntamiento. Años después, cuando alguien le hablaba de aquel 14 de abril, de aquella parcela de la historia de España, de que había llegado la II República y que todo cambiaría, ella no recordaba nada de las caras contrariadas de tantos vecinos, de los rezos en la capilla de la Virgen y de los nervios que crecían a medida que llegaba la noche y se cubría todo con el velo del futuro, de un futuro que muchos miraban, por primera vez, cara a cara. ¡Viva la República! ¡Viva la República! Gritaba nuestra tía mientras se escondía entre los pliegues de unas faldas demasiado largas, demasiado negras, demasiado pesadas.
Y entre los gritos, los cohetes, las nuevas banderas que ondeaban libres en los balcones, de aquel histórico día mi tía sólo conservó la imagen de doña Pilar bajando del autobús. Muchas veces nos lo había contado. Era pequeña… más que pequeña, se le veía muy frágil, como si tuviera los huesos imprescindibles para mantenerse en pie… ni uno más, ni uno menos. Bajó la escalerilla del autobús muy despacio. Demorándose en cada uno de los escalones. Mirando a la derecha. Mirando a la izquierda; buscando casi sin buscar una cara amiga, una sonrisa, una mirada que le dijera tan sólo un “buenos día, doña Pilar, ¿cómo se encuentra usted esta mañana?”. Pero no había ni caras ni miradas ni sonrisas amigas, sino un pueblo extremeño, de luto en el traje de sus mujeres y de blanco en la cal de las casas, que en aquella mañana de primavera parecía querer llenarse de los colores del arco iris. Y allí estaba doña Pilar, la maestra que vino a cambiar aquel pueblo, que hizo demostrar a tantas beatas que los sueños podían hacerse realidad: sólo había que soñarlos.
Mi tía fue la primera en saludar a doña Pilar, la primera en sonreírle y la primera en besarle esas mejillas blancas, como de porcelana, que nunca llegaron a enterarse de las caricias de los impetuosos rayos del sol extremeños. Mi tía iba de la mano de su padre, el maestro, a recibir a la nueva maestra, a la que tenía que sustituirle por unos meses mientras iba a la capital a resolver unos asuntos personales. Doña Pilar miró a mi tía, le besó sus dos mejillas, coloradas por tantos saltos y gritos en la plaza, y le dijo: “Cielo, hoy es un día histórico. No lo olvides. Hoy España comienza a ser moderna. Hoy España abandona por fin sus pasados medievales para soñarse una nación europea”. Demasiadas palabras para una niña, debió pensar el padre de mi tía: “Vete a ayudar a tus hermanas, que tienen que estar preparando la comida”. Y mientras se iban pasando los platos para lavar, doña Pilar les fue contando a mi abuela y a mis tías cómo quería crear una biblioteca para niñas en el colegio del pueblo, como era necesario que la educación en España defendiera su independencia confesional, cómo las mujeres debían soñar con una vida más allá de las cocinas y de los altares… Mi tía no se separó de doña Pilar durante los cinco años que permaneció en el pueblo.
En abril de 1936, cinco años después, allí estaba mi tía, a su lado, mientras doña Pilar, más pequeña que nunca, más ilusionada que nunca, decía unas palabras en la inauguración de su biblioteca escolar para niñas. Aquellas palabras que siendo niña escuchó mi tía, las conservó grabadas en su memoria: “Existe una fábula india, la cual si llueve cuando la estrella Svati se halla en el arco ascendente, y cae una gota de lluvia dentro de una ostra, esa gota se convierte en una perla. Hoy ha brillado aquí la estrella Svati y los oradores han derramado pródigamente sobre nosotros la lluvia de las bellas enseñanzas. Meditemos para que esa lluvia se convierta en nuestros cerebros en las hermosas perlas del saber”.
Mi tía nunca se separó de doña Pilar desde que bajó la escalerilla del autobús aquel primaveral 14 de abril de 1931. Siempre estuvo con ella en la escuela, en su casa, en el campo o en medio de la plaza. Tan sólo no pudo acompañarla aquel agosto de 1936, cuando fue fusilada. Mi tía, como tantas otras niñas, se quedó aquel día huérfana. De su biblioteca nada se supo. Los sueños de modernizar España se estaban matando a golpe de bombas y de fusilamientos. Pero la semilla del cambio, de la modernidad ya se había plantado en el campo español. Así lo sentía mi tía, la que todos los 14 de abril durante toda su vida, se encerraba en su casa para leer y leer, recordar a doña Pilar y gritar para sus adentros: “¡Viva la República!”.

[Homenaje a Pilar Salvo, maestra, Zaragoza, 1891-1936]

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