lunes, 13 de noviembre de 2006

Sirenas

Nunca puso dejar de oír el sonido de las sirenas. Cerraba los ojos, ya estuviera sola, ya estuviera con sus hermanas, ya estuviera en misa, aquella sirena le taladraba los oídos. Siempre el mismo sonido. Siempre diferente. Se sabía de memoria también la advertencia: al sonido de la sirena, tirarse al suelo. Son los aviones alemanes con su metralla. Nunca lo olvidó, aunque aquella tarde no le sirvió para nada.
Después de comer, las tres hermanas se arriesgaron a ir a la tienda a comprar algo para la cena. Tres días sin la sombra de los aviones alemanes sobre el pueblo les había dado alguna confianza. Aunque podía ser como en otras ocasiones: unos días de descanso, un primer avión lanzando panfletos amarillos que anunciaban paraísos santificados por la Iglesia si ganaba el glorioso alzamiento nacional, y un segundo avión con su mensaje de muerte y de metralla. Y por la noche, la ronda para buscar algunos hombres y mujeres para fusilar al amanecer: respuesta absurda y cruel a tantas absurdas promesas de prosperidad y de paz, a tanta crueldad de muertes anónimas.
Aquella tarde, después de comer, salieron las tres hermanas con la esperanza de que el guión se repitiera una vez más sin muchas variantes; con el silencio de los últimos días o las carreras por las calles polvorientas y los cuerpos tendidos en el suelo, mientras las sirenas llenaban de amenazas el horizonte. Pero aquella tarde algo falló. Las tres hermanas comenzaron a correr, como siempre; como siempre, se tiraron al suelo, pero Maruja no se tumbó, como siempre, al instante, sino que se volvió, por unos segundos, para mirar de frente la sombra de muerte que llenaba de gritos, de sirenas y de metrallas las tardes tranquilas de sus años infantiles.
Pasó el avión, como siempre; como siempre, permanecieron todos tumbados por unos segundos sin respirar, descubriendo en el horizonte cómo la silueta de los aviones se hacía cada vez más pequeña; se fueron levantando, como siempre y, como siempre, se sacudieron el polvo de las faldas, los pantalones, las camisas y de las blusas. Sólo Maruja permaneció tumbada. Ni se levantaba, ni gritaba, ni hablaba, ni parecía respirar. Las dos hermanas se levantaron y lo primero que vieron fue el camino de la metralla y un charco de sangre en medio de la calle. Justo debajo del brazo derecho de Maruja.
Cuando se despertó en el hospital de campaña improvisado en la plaza, sólo le dolía la garganta de tanto gritar antes de haberse desmayado. El brazo derecho lo tenía inmovilizado.
El resto de los días, cuando cerraba los ojos, oía, como en aquella tarde, la sirena que anunciaba la muerte de los aviones y oía los portazos en la puerta de su casa por la noche. Y sólo oía una voz, mezcla de nicotina y vodka, de uno de los milicianos: dejemos al maestro para mañana, que ya tiene bastante con lo que le ha pasado a su hija esta tarde.
Al día siguiente, el pueblo fue liberado, como quien dice, por los nacionales.

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