lunes, 13 de noviembre de 2006

Recuerdos

En literatura son famosas las magdalenas de Proust. El escritor francés tiró del hilo de su pasado a partir del olor de unas magdalenas recién cocidas; y así la historia de su pasado se fue haciendo realidad a medida que la fue escribiendo, a medida que la fue recordando. ¿En cuántas ocasiones un particular olor, las notas perdidas de una canción, una simple palabra o el lomo de un libro nos han hecho evocar algún episodio de nuestra infancia, de la particular geografía en que situamos las líneas maestras de nuestra infancia? Estamos indefensos a estos ataques, siempre traicioneros, de la melancolía. Nos levantamos radiantes; seguimos radiantes por la mañana, aún después de escuchar cómo los políticos creen que se ganan la vida haciéndonos partícipes de su mundo cuando su única función es la de mejorar el nuestro; y así, radiantes, bajamos a la calle a buscar el coche que nos lleva al trabajo de siempre, que intentaremos soportar detrás del parapeto de la sonrisa de siempre… y allí, en algún momento del guión cotidiano de nuestros días, la melancolía es capaz de abrir una rendija a la sorpresa y el día se llena de caras y de colores, de los olores y de las frases del pasado.
¡El afilador! ¡El afilador!
¡Esa música inconfundible! Desde el final de la calle era posible oír al afilador. Y ese sonido, tan inconfundible, tan poco armonioso, era la señal para una carrera frenética dentro de la casa. Nosotros corríamos a la ventana para tomar posiciones: queríamos ser los primeros en ver al afilador abrirse paso por los cuchillos de la calle. Pequeño, algo regordete, con su boina y su palillo en la boca, tenía algo de mágico ante nuestras miradas infantiles cuando, casi sin mirar, cogía un cuchillo y lo pasaba por su piedra, llenando sus manos de pequeñas chispas, como si la piedra fuera en realidad una excusa, un pequeño truco inocente para esconder sus verdaderos poderes. Porque el afilador tenía poderes. Y muy poderosos. De eso no se dudaba entre los sobrinos. Lo que sí levantaba largas y acaloradas discusiones era precisar su naturaleza: debajo de la piel –que en realidad, no era piel- escondía una mano de un metal tan resistente que se pensaba que debía ser extraterrestre, y con ese metal era capaz de afilar cualquier cuchillo que se le pusiera por delante, por muy oxidado y viejo que fuese… Que no, que lo que en realidad afilaba era los rayos que le salían de sus ojos. Pero, ¿qué dices? ¿No te has fijado que nunca mira el cuchillo cuando lo está afilando? ¡Se quemaría los ojos, atontado…! Y caía casi sin querer una colleja que siempre iba a parar a una nuca diferente… Y ahora, al recordarlo, me doy cuenta de lo largas y aburridas que debían ser aquellas tardes de la siesta de nuestra infancia para pasar horas y horas imaginando poderes ocultos en aquel pobre afilador, tan pequeño él, tan poca cosa, tan como si viniera de otro país, de otro tiempo.
Pero en realidad nuestra fascinación por el afilador no venía tanto de esas chispas que salían de su piedra, de esa musiquilla que iba anunciando su poder de devolver la muerte a unos cuchillos que se habían quedado tiritando al fondo del cajón de la cocina, sino de su enorme poder dentro de nuestra casa. Mientras nosotros luchábamos por ocupar las mejores posiciones en las ventanas, y así no perder detalle de lo que iba a suceder en tan sólo unos minutos –aquella musiquilla era el preámbulo para todo un espectáculo-, en la casa no quedaba falda quieta… mi abuela comenzaba a gritar ¿dónde está aquel cuchillo que utilicé ayer? Mientras mi tía, la que demostraba en aquellos momentos mayor destreza y memoria, salía triunfante de la cocina con unos cuchillos en la mano, dispuestas a devolverles el esplendor de otros tiempos. A sus lados, siempre una a cada lado, sus hermanas. Una le gritaba que dónde había encontrado aquel cuchillo, que llevaba semanas buscándolo; y la otra le gritaba que dejara esos cuchillos en su sitio, que no hacía falta volver a afilarlos, que los iba a desgastar antes de tiempo. Pero mi tía, sonriente, sólo tenía ojos para la puerta, para la pequeña bicicleta, y para el afilador, que nada más verla salir a la calle, dejaba de afilar, se quitaba la boina y, entre una media sonrisa, le decía: “buenas tardes, señorita”.
El afilador pasó a mi lado algo cansado. Intenté sonreírle pero no me dio tiempo. Cruzó la calle y siguió su lento caminar, con su bicicleta, su piedra de afilar y su musiquilla, que ya no levantaba ningún alboroto, ninguna sonrisa mientras iba anunciando su camino. Realmente es difícil seguir radiante por el día después de uno de estos ataques de melancolía.

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