miércoles, 25 de noviembre de 2009

Cine y literatura








Hacía tiempo que no disfrutaba tanto de una película, que la sala de un cine no se convertía en ese lugar mágico en que cientos de personas conectan sus emociones a partir de unas imágenes en una pantalla. Siempre se habla de la magia de la pantalla, de las butacas, de ver las películas en ese local cerrado, oscuro... para mí la magia del cine está en ese saberse parte de algo más que te supera, que está por encima de ti. Tú ves la película pero también ves la reacción de los demás. Y es realmente mágico cuando todo un cine, cuando todos los que hemos pagado un dinero para ver una película conectamos en un mismo segundo de asombro, de lágrimas, de risas, de emociones. Así me ha sucedido con “El secreto de sus ojos” de Campanella. Así me sucedió en su momento con “El silencio de los corderos”. Me acuerdo cómo en un momento dado dejé de mirar la pantalla y me volví para ver el patio de butacas, y allí estábamos todos ensayando el mismo gesto de horror, de sorpresa... Y lo mismo me ha sucedido con esta última obra maestra de Juan José Campanella. Como a muchos españoles este nombre comenzó a sonarnos con una brillante película “El hijo de la novia”. De esta película sublime, en que un magnífico guión se conjugaba con unos actores que te hacían tocar la historia, respirar sus propias emociones, recuerdo sobre todo una escena; una escena que me devuelve la magia del cine, ese que se piensa en la perfecta conjunción de imagen y de texto, más allá de los fuegos de artificio de los decorados, de los efectos especiales, esos que quieren hacernos creer que es “verdad” aquello que nos están contando, cuando en realidad vamos al cine, nos adentramos en la ficción para que nos cuenten “mentiras”, hermosas o tristes mentiras. La escena que recuerdo de “El hijo de la novia” es una imagen en primer plano de Héctor Alterio que cuenta a su hijo, sin que en ningún momento se le vea, cómo su madre hacía del restaurante una fiesta con sólo su presencia, cómo era capaz de recibir a los clientes con las palabras y la sonrisa justa, cómo les hacía sentirse únicos, y cómo él se enamoraba de ella a cada instante, cómo renovaba su amor, su inmenso amor con sólo un gesto de ella, un cruzarse las miradas en este baile diario de cotidianidad. Una única imagen: un primer plano del actor, y su voz, una voz que destilaba amor y verdad. No hacía falta más. Magia en estado puro. 
 
Y así sucede también con “El secreto de sus ojos”, una historia que son muchas historias como también una vida, inevitablemente, son muchas vidas. Nosotros somos lo que vivimos, lo que añoramos, lo que sentimos y lo que anhelamos. Así en la historia que nos cuenta Campanella está una de las épocas más trágicas y sangrientas de la historia de Argentina; pero también están las barreras del amor y un amor que no quiere vivir en las fronteras; está la mezquindad y la maldad humana, está la justicia y está la sorpresa; están las dobles caras de todos nosotros, de este ser humano que es capaz de componer la melodía más hermosa y luego utilizarla para colocarla de música de fondo de un asesinato. “El secreto de sus ojos” se adentra, como un bisturí bien afilado, bien genial, en la reciente historia argentina, pero es una historia universal. Perdemos algunos referentes -los barrios en los que se mueve la historia, las provincias a las que tienen que huir algunos de ellos, los actores que encarnan algunos personajes, muy conocidos en otros registros-, pero no importa: la historia que cuenta es universal. Y se disfruta tanto aquí como allí. Y nos hace pensar y sentir tanto allí como aquí.


Tanto me gustó la película, tanto me impresionó cuando la vi que no he podido de dejar de comprar el libro en que está basada: la novela de Eduardo Sacheri, “La pregunta de sus ojos”. Un libro magnífico, que he devorado con la misma pasión con que me dejé arrastrar por las imágenes de la película; una película cuyo guión han escrito tanto el director como el autor del libro. Y me ha resultado un ejercicio muy curioso porque, siguiendo la misma traza de la historia, siguiendo algunos de sus elementos narrativos esenciales -la historia no se cuenta en tiempo real sino desde un presente que recuerda el pasado en una novela, que se alterna con las propias reflexiones del autor en su momento, que hace balance de su propia vida-, lo cierto es que se han cambiado algunos elementos esenciales en la misma; algunos elementos que funcionan en el lenguaje de ficción de la novela pero que no lo hacen así en el lenguaje de ficción del cine. La novela de Sacheri vienen a ser los capítulos que el prosecretario Benjamín Chaparro escribe para recordar uno de los casos que tuvo que vivir en su Juzgado y que le cambió la vida, junto con las reflexiones del propio acto de escritura y su pasión no expresada por Irene; en el cine se ha potenciado este último elemento olvidando el primero, que no funcionaría; y este cambio ha llevado consigo otro más importante: la mayor presencia de Irene en la historia, para así tener sentido ese “secreto de sus ojos”. Están muy bien resueltos en la novela cómo se da con el asesino Gómez, cómo consiguen sacarle toda la información, o cómo Benjamín conoce su verdadero destino; pero del mismo modo, siendo diferentes, están también resueltos de manera adecuada al lenguaje cinematográfico, estos mismos hechos en la película. 
 
¿Cuántas veces se ha hablado y se seguirá haciendo -y con razón- de la dificultad de llevar a la pantalla una obra de ficción, una novela? Por supuesto. Comparten la ficción como elemento de unión pero su lenguaje es bien diverso, por más que haya novelas que se vean muy influidas por las imágenes cinematográficas, por este particular lenguaje basado en la conjunción perfecta entre la imagen y la voz. La adaptación que Sacheri y Campanella han hecho de la obra de Sacheri es un buen ejemplo del camino a seguir: son dos obras diferentes aunque tengan una misma base, una misma ficción; dos obras distintas que se leen, que se comprenden, que se disfrutan de manera independiente, por más que no he podido dejar de leer la novela de Sacheri poniendo la voz y los gestos de Ricardo Darín cada vez que aparecía Benjamín Chamorro en sus páginas.

Medardo Fraile

Permítanme comenzar esta columna con una anécdota y una confesión. Conocí a Medardo Fraile el pasado mes de mayo, en una cena organizada por nuestro común amigo José López Rueda y su mujer Adelina; amigos desde los tiempos en que dirigían en Alcalá el programa de la Universidad de Bowling Green; es decir, amigos desde hace muchos años. Fue una cena maravillosa, en que Medardo comenzó a recordar una vida que se entretejía con los de la historia de Madrid y con el ambiente cultural y literario de los años de la postguerra. Seguramente son historias conocidas por muchos pero a mí me parecieron fascinantes. Tanto que estuvo toda la noche diluviando, con esas lluvias feroces y sin límites que a veces nos sorprende mayo. Pero nosotros ni nos enteramos, así como estábamos pegados al hilo de su voz, de sus historias, de sus cuentos, de los recuerdos de Medardo Fraile, que es capaz de diseccionar la realidad con la elegancia de un cirujano experto, de esos que te hacen varias operaciones a corazón abierto sin pestañear, sin perder ni la sonrisa ni la blancura de su bata. Y aquí es pertinente mi confesión, que es la demostración de las lagunas (casi océanos) en mi cultura, en la de toda mi generación me atrevería a decir. Cuando llegué a la casa de Pepe y Adelina tan sólo conocía a Medardo Fraile de nombre lejano, como prologuista de un libro de poemas de José López Rueda publicado en Venezuela y pocas noticias más sacadas de allí y allá. A nuestra generación nos han robado una parte bien importante de nuestra historia, de nuestro pasado: la de la tercera República, a la que nunca se llegaba en los libros de textos, y la de la primera postguerra. En la literatura, después de la Generación del 27, con algunos epígonos adscritos a ellas con todo derecho como Miguel Hernández, se pasaba a la generación del cincuenta (Ángel González, Claudio Rodríguez...), y de allí a los grandes autores de los años setenta, esas obras vanguardistas... detrás sólo quedaban algunos nombres sueltos (Luis Rosales, Blas de Otero, Gabriel Celaya, Buero Vallejo...), y la sombra imponente de algunos narradores que llegaron a lo más alto, como Camilo José Cela. Y poco más. Carmen Martín Gaite o Ferlosio eran autores sin tiempo; y de Aldecoa se hablaba como de una leyenda. Poco más. Pero hubo mucha más vida. Mucha más literatura. Y de la buena, tanto en teatro como en el cuento, en poesía como en novela. Mucho más.




Medardo Fraile acaba de publicar un curioso libro que recomiendo para todos aquellos que quieran adentrarse en este momento fascinante de nuestro tiempo, y hacerlo de la mano de alguien que lo vivió, de alguien que no tiene que inventarse tramas policíacas o novelescas tan de moda en la actualidad: “El cuento de siempre acabar” (Valencia, Pretextos, 2009). Un curioso libro porque es de memorias ya que cuenta su vida desde sus primeros recuerdos hasta su viaje a Inglaterra en los años sesenta; pero al mismo tiempo, es una novela, un conjunto de cuentos, un verdadero perfil de una época a partir de los ojos de un niño, de un joven, de un hombre maduro. Medardo Fraile, que comenzó con Paso y Sastre, compañeros suyos de aula, una renovación del teatro en la primera postguerra, con un movimiento que, sin ser casualidad, se llamó “Arte nuevo”, es sin duda uno de los mejores cuentistas que ha dado la literatura española del siglo XX. Unos cuentos que son capaces de situarte en una época, en unas costumbres, en unos sentimientos y sensaciones en tan solo unos folios, con pocas palabras y mucha maestría. Cuentos que parecen ventanas abiertas a la realidad. Ventanas por las que nosotros podemos conocer los sentimientos de los otros, sus pensamientos, sus miedos y alegrías... su vida, a fin de cuentas. Si del desconocimiento del primer momento (que confieso con cierto rubor) pasé a la iluminación al leer los cuentos de Medardo en una antigua edición de Alianza Editorial, con el libro “El cuento de siempre acabar” he dado el salto al deslumbramiento. Ya que aquí, en sus más de seiscientas páginas -que se leen como una tormenta- se conjugan magistralmente el arte del escritor con la vida, con esa vida que dio sentido a su obra. ¿Es un texto de memorias o es un interminable cuento -el de nunca acabar- que tiene los recuerdos y la vida de Medardo como hilo conductor? Escuchen cómo se narra el comienzo de la guerra civil: “La tarde del 17 de julio en Madrid fue nublada y ventosa y yo, que todavía no calificaba el tiempo de alegre o triste, me fui a jugar una partida de ras a San Fermín de los Navarros con cualquiera que estuviera allí. Las puertas de la vivienda de los religiosos, a ambos lados de la iglesia, estaban cerradas. Llamé repetidas veces sin obtener respuesta y, cuando me marchaba, se abrió a medias una de ellas y el padre Antonio, un sacerdote joven, me diijo: 'Vete a casa, hijo mío, que se han sublevado los militares en África'” (p. 95). Parecen líneas sacadas de cualquier conversación, de cualquier evocación, pero no es así: en unas líneas se nos presenta el ambiente distendido el día del alzamiento por parte de un niño, la preocupación de los religiosos, el tono paternalista del más joven y ese no juzgar tan sólo informar: “se han sublevado”... nada de reconquistas, de alzamientos; nada de adelantar lo que vendría después.



Como ya he dicho, del desconocimiento pasé a la iluminación leyendo los cuentos de Medardo Fraile, y de ahí al deslumbramiento con “El cuento de siempre acabar”, que recupera una vida en uno de los períodos menos conocidos de nuestra historia; uno de los períodos más utilizados para ofrecer determinadas imágenes. Y Medardo nos devuelve la historia de España mezclada con su propia historia y con la de las páginas que lo inspiraron; una historia de sueños y de alegrías, de tropiezos y de penurias. Una historia que sigue siendo la de siempre acabar. Voces y palabras como las de Medardo Fraile son las que necesitamos para seguir conociéndonos aprendiendo en nuestro pasado. Voces que permiten recuperar nuestro pasado en primera persona, esa que os devuelve los olores, los sabores de aquella época, al margen de ideologías y de maniqueísmos.

martes, 17 de noviembre de 2009

Taxistas




No hay mejor modo de tomar el pulso a una ciudad que observar a los taxistas, que dejarse llevar por ese microcosmos –y en ocasiones microclima- que es un taxi: lugar de trabajo al tiempo que lugar de ocio; lugar de silencios y de conversaciones, de filosofías y de programas de radio. Los taxistas de cada ciudad y en cada época, a pesar de sus particularidades, a pesar de sus diferencias, parecen todos cubiertos de una misma sábana de hábitos y de modos. Nada que ver los taxis de Madrid con los de Barcelona; nada que ver la limpieza y la calidad del parque de coches catalanes con los madrileños, que, a pesar de los esfuerzos de los últimos años, todavía es largo el camino que queda por reccorrer. Madrid, poco a poco, va creando un cuerpo de taxistas que serán imagen de la propia ciudad, admirada y querida por todos por su amabilidad, por su disponibilidad… los taxis de Barcelona seguramente están mejor cuidados, están más limpios, huelen siempre bien; pero también es cierto que son fríos. Nada que ver con Madrid. Hace tiempo que los taxistas de Madrid dejaron esa fama de estar copados por antiguos policías, que hacían más labores de chivatos que de espías. Hace tiempo, o quizás haya sido mi suerte, que no me topo por Madrid con taxistas que, convertidos en una nueva Belén Esteban horrorizada, comentan todas las noticias de la Cope. Quizás sólo hay sido una cuestión de suerte… y que dure por muchos años, ya que no hay nada más pesado que un taxista apóstol, un taxista que antes que conversar y hacerte el viaje más agradable (en ello le va también la propina), se convierte en un dogmatizador.
Pero si hay una ciudad en que el viaje en taxi se convierte en toda una experiencia, esa ciudad es Buenos Aires. Allí uno se olvida de todo. Entrar en un taxi porteño es, en sí, toda una aventura. Cuando voy a Buenos Aires me quedo en casa de unos amigos; casa que queda a una media hora del centro –una distancia normal en una ciudad de más de doce millones de habitantes-. Y en esa media hora los taxistas de Buenos Aires pueden desplegar todo un abanico de personalidades, de una riqueza, de una variedad que no deja de sorprender. En ocasiones uno tiene la sensación de haberse equivocado y haberse colado en una clase de filosofía, o de sociología, o de historia. ¡Lo que uno aprende en los taxis de Buenos Aires! Los hay energúmenos, como en todos los sitios, como aquel que me espetó, así a bocajarro, que en España habíamos gozado de la suerte de haber tenido una guerra civil, que es lo que estaba necesitando Argentina. No sé a dónde me dirigía, pero le pedí que me bajara en la siguiente cuadra. No tenía intención de seguir oyendo barbaridades. Entre los taxistas de Buenos Aires, intento elegir, cuando puedo, a los de mayor edad. Además de tener un conocimiento extraordinario de su ciudad, conocen hasta sus límites el alma humana. En muchos casos, son jubilados que, por mil causas, entre ellas el corralito, necesitan seguir trabajando. Muchos de ellos, sólo lo hacen en un turno –nunca por la noche-, alquilando el taxi a otra persona el resto del día. Un trayecto de media hora es una lección de “argentinidad”, porque si hay un tema que fascine a los argentinos es hablar de sí mismos, de cómo es posible que les guste tanto hablar de sí mismos sin llegar nunca a ninguna solución. Hablan de su país como si se estuviera todavía construyéndolo; y ahora se lamentan todos de cómo los presidentes (ya que todos aceptan que Cristina Fernández es sólo sombra de su marido) están destruyendo lo poco que se había construido como nación. Y en ese trayecto fascina no sólo lo que cuentan, las historias de otra Buenos Aires que hace tan solo veinte años veía a los viejos tomando mate en las aceras y los niños jugando en las avenidas, sino su forma de hacerlo, ese verbo fácil que saben estirar, que saben llenar de giros y frases ingeniosas, sacadas de uno de los mejores textos de nuestro Siglo de Oro. Con no haber conocido el Barroco, los argentinos tienen un verbo que en nada tiene que envidiar a nuestro mejor Quevedo. Los taxistas jóvenes, por lo general, se esconden detrás de la música ambiente de la radio, desgranan algún que otro tópico sobre el tiempo, el calor de la primavera de este año, la falta de limpieza de las calles, etc… las conversaciones normales de cualquier taxista en cualquier ciudad del mundo. Pero en otras ocasiones no. La otra noche, volviendo en taxi de la calle Viamonte a Lautaro, llegamos al destino casi sin intercambiar dos palabras. Alguna indicación de la ruta y algún comentario de alguien que había hecho una maniobra peligrosa. Pero al llegar al portal, antes de pagar, algo comenté sobre Silvio Rodríguez, que veníamos escuchando. Y de ahí comenzamos a hablar de libros, de educación, de cómo le gustaba leer, de cómo la lectura le había sacado de la mala vida que llevaba… y entre frases aprendidas y libros leídos con devoción, fueron pasando los minutos en el taxi. Cuando le cuento estas cosas a mis compañeros se burlan de mí, me terminó confesando. Ya sabe, sólo les gusta hablar de fútbol. Lástima. En Buenos Aires, un taxi era siempre una aventura intelectual, un espacio de aprendizaje. ¡Lástima que la crisis de la educación haya llegado también a los taxis! Sigamos disfrutando de esta universidad sobre ruedas mientas podamos, sobre todo en esta primavera porteña en que las jacarandas tiñen de morado las avenidas. Imperdible, como tantas otras cosas de Argentina.

Azul revisitada

   Escribo esta crónica viajera desde la cafetería del Gran Hotel Azul, en el corazón de la Plaza de San Martín, que en tantas ciudades argentinas es como decir el corazón de la propia población. Desde los grandes ventanales de la cafetería puedo ver el edificio del ayuntamiento, de la Municipalidad como diría por estas tierras; en frente de él, destaca el Teatro Español y la Catedral. Y en medio, la plaza que diseñara Salamone, con su estatua de San Martín alzando el sable victorioso por encima de nuestras cabezas, de las farolas, de las flores que empiezan a despuntar en esta primavera calurosa. Pero la Plaza de San Martín de Azul, la ciudad cervantina de la Argentina, aparece en estos días engalanada de banderas de colores y de unas lonas que anuncian el comienzo del Tercer Festival Cervantino en Azul, un festival que, con tan poca vida, ya se ha convertido en un referente cultural de toda la nación. Un difícil momento para el Festival y para todo el país, debido a la crisis económica y a los recortes presupuestarios, pero Festival grande, que ha ganado en actividades y público gracias al esfuerzo y el entusiasmo de todos, gracias a saber involucrar a la gente en un proyecto unitario, en que todos tienen cabida, como todos formamos parte de una comunidad, de una ciudad.


 
Escribo esta crónica una mañana soleada, sentado –casi diría mimado- en uno de los sillones de la cafetería del Gran Hotel Azul, esperando el coche que me devolverá a Buenos Aires, a una ciudad que por querer imitar a las europeas se ha convertido en una de las más americanas. Y mientras espero el coche, mientras me dejo querer por los rayos de la mañana, mientras tomo mi café cortado con una bollería que en boca de los anarquistas españoles se han convertido en un festín de sabores y de ingenios, me vienen a la cabeza imágenes de algunas de las actividades que he podido disfrutar del Tercer Festival Cervantino. Llegué hace unos días para participar en las Jornadas Académicas, en ese espacio abierto dentro del Festival para volver la vista a los textos cervantinos que han creado un mito universal, que ahora permite hacer vivir a Cervantes en tierras americanas. Lo que no consiguió con sus proezas militares, con sus insistencias burocráticas, con sus tejemanejes al servicio de la corona, ahora lo ha conseguido el autor complutense con su obra, con su “Quijote”, que desde el 2004 viene cabalgando de La Mancha a la Pampa. Unas Jornadas en que los textos cervantinos se han analizado desde diversos ángulos, desde sus fuentes clásicas hasta sus continuaciones entre los anarquistas mujeres, que hicieron tan suyo al ingenioso hidalgo que lo transformaron en mujer. Las Jornadas Cervantinas, que han durado dos días, han permitido reunir en Azul a los especialistas argentinos más reconocidos en la materia (Melchora Romanos, Juan Diego Vila, Alicia Parodi, Javier Roberto González, Silvia Lastra…), con algunos extranjeros, como Antonio Bernat y yo. Y junto a nosotros, toda una serie de discípulos, de lectores de la obra cervantina, de docentes que hacen de sus experiencias un punto de partida del conocimiento; tanto para nosotros como para sus alumnos. Pero las Jornadas Cervantinas, que con exquisito cuidado han organizado Margarita Ferrer y José Bendersky, han sido solo una pequeña parte del Festival Cervantino que he podido disfrutar en estos días… del espectáculo de “Mujerío”, en el Teatro Español –emocionante y emocionado corazón de España en el corazón de la Pampa-, en que las voces femeninas dieron cuerpo a tantas historias, a tantas épocas, a tantos estilos; del también magnífico espectáculo de danza de la coreógrafa Ana María Stekelman, a quien acompañé en una visita a la Casa Ronco, y con quien compartí y disfruté, una vez más -¡y uno nunca se cansa!- de lo hermosa y florecida que está la Casa de Bartolo y de Santa, de las precisas explicaciones de Eduardo, que nos permitió trasladarnos a otra época. Son tantas las historias que se sabe, tanto lo que ha terminado por hacer suya la casa, que uno tiene la sensación que, en cualquier momento, se abrirá una puerta y la propia Santa nos pedirá permiso para sentarse en su sillón, con su bastón. Pero de todo lo vivido, de ese mural con la historia de Azul que se inauguró el año pasado, debido a la genial destreza de Omar “Chirona” Gasparini, y que no conocía; de las siempre geniales interpretaciones escultóricas de Regazzoni, que me gustan cada vez más; de la muestra de Escritores azuleños en la Casa Ronco, me quedo con la tarde única que vivimos en el Desfile inaugural en la Costanera Cacique Catriel; una feliz iniciativa de los responsables de la Escuela Estética de Azul, que este año tiene por lema “Los niños movilizan los barrios de la ciudad”. Los que vivimos el desfile entenderán la imposibilidad de reducir a unas líneas las mil sensaciones que explotaron entre los asistentes: las caras sonrientes de los niños, de sus profesores; sus caras de concentración, de satisfacción de llegar al final de un proceso que ha durado meses, porque la fiesta es sólo una parte de una educación que se ha ido fraguando en las aulas en los últimos tiempos, de los debates surgidos, de todo lo que han aprendido enseñando a aprender, a dialogar; los gritos de júbilo y aplausos cuando todo había terminado, la canción final cantada a una sola voz… los colores de los cabezudos, de todos los personajes de Azul que se fueron poniendo delante de nuestros ojos… la calle tomada por el pueblo, por los niños, y tomada para compartir, para enseñar, para disfrutar y para entretener. En estos tiempos en que el individualismo es un valor positivo, en que nos encerramos entre las cuatro paredes de nuestra soledad para no ser molestados, en que las instituciones cada vez se vuelven más lejanas –y en ocasiones se convierten en molinos de viento feroces-, un desfile como el vivido en Azul el pasado domingo le devuelve a uno la esperanza en nosotros mismos, la esperanza de que en nosotros podemos encontrar la solución y el camino. Y este es el camino nuevo que ha emprendido Azul, y lo ha hecho con la hierba más fresca, la que dará sus mejores frutos en los próximos años.
Escribo desde la cafetería del Gran Hotel Azul. Aparca delante el coche que me llevará de vuelta a Buenos Aires y a España, de vuelta a una realidad que debería aprender mucho de Azul. Y me levanto. Y me despido de tantos amigos que siempre dejo aquí, renovados año a año. Y entonces me viene la imagen de la primera vez que llegué a Azul, en el 2004, para la inauguración de la exposición “De la Mancha a la Pampa”, el verdadero germen y origen de este movimiento quijotesco que ha encontrado en Azul su terreno más abonado; y no puedo dejar de sorprenderme que, en tan poco tiempo, en tan solo cinco años, se haya conseguido tanto, se haya hecho que el Festival Cervantino forme parte de Azul, y que desde el Festival –que es como decir, desde sus gentes- Azul cada vez se haya consolidado como un referente cultural argentino y mundial. No soy amigo de las predicciones, pero estoy convencido que, dentro de unos años, se harán tesis doctorales estudiando cómo Azul fue capaz de hacer de la cultura uno de los motores de su desarrollo, y cómo este motor tiene una fuerza sin límites porque nace de la comunidad y para la comunidad. La Mítica Azul tiene todavía mucho que enseñar a muchas ciudades. Mucho ganarían Guanajuato y Alcalá de Henares, otras ciudades cervantinas, si la tomaran como ejemplo.

martes, 3 de noviembre de 2009

Entre versos anda el misterio



El próximo miércoles comienza el segundo ciclo de “Poesía en el Corral”, ese proyecto que va convirtiendo nuestra ciudad, mes a mes, en centro de un nuevo modo de difundir la poesía, la literatura. Un proyecto en que desde el magnífico Corral de Comedias deseamos que llene de versos y de misterio y de magia algunas de nuestras noches. La literatura nos permite adentrarnos en territorios que parecen todavía vírgenes; territorios en los que todavía todo es posible. Y ese todo es lo único que, en ocasiones, da sentido a la vida. Porque la vida está llena de nuestros recuerdos, de nuestras vivencias, pero también de nuestras lecturas. Una lágrima derramada en un funeral es tan real como aquella que se nos ha escapado mientras vamos pasando las páginas de un libro, los versos de un poema. Ambas forman parte de nuestro pasado, de nuestro recuerdo. Y a ella nos aferramos en tantas y tantas ocasiones para sentirnos vivos. 


 
Y todos los que estamos de alguna manera ligados al proyecto de “Poesía en el Corral”, desde los directores a los colaboradores, desde los poetas a los inductores de este proyecto, partimos de una idea: no compartimos la máxima de que la poesía es algo ajeno a nuestras vidas, de que la poesía es minoritaria y elitista, de que tan solo está destinada a unos pocos. Es cierto que la poesía crea un lenguaje particular, una gramática única alrededor del ecosistema del verso que, poco a poco, cada vez es más ajena a nuestra cotidianidad, empezando por la escuela. Es cierto que cierta poesía ha buscado, de manera deliberada y consciente, marcar un abismo entre la letra y su sentido, jugando en vaivenes retóricos que se agotan en sí mismos, en los retruécanos de su propia dificultad... Pero también estamos convencidos el que otro camino es posible, y a ese camino el Corral de Comedias le ha prestado un espacio mágico, en que la poesía cobra vida en cada sílaba; y en este espacio, mes a mes, contaremos con dos voces poéticas que se entrelazarán en la espiral violenta del arte, de la literatura, esa que nunca debe dejarnos indiferente. Para bien o para mal. Pero nunca indiferente. 


 
Y en la magia del próximo miércoles han sido convocadas dos voces poéticas que se susurran, que se arrullan y que son capaces de transitar por las “sílabas contadas” y por las lecturas clásicas como san Pedro por su casa. Abro al azar el libro de Amalia Bautista en que ha recogido su poesía de los últimos años que lleva por título “Tres deseos”, y el azar me lleva al comienzo del poema “El mensajero”: “Haría cualquier cosa que él quisiera / porque ya sólo veo por sus ojos”. Y el ritmo del endecasílabo me arrastra a un nuevo universo en que las palabras más cotidianas, las que podrían dar sentido a un titular de prensa se llena de un “algo más” que lo convierte en arte, ese que perdura más allá de la lectura y que se incrusta en nuestro recuerdo: “Ha venido un amigo a visitarme: / le ofrezco una cerveza y continúo / vistiéndome. Mi amigo se ensombrece / y dice que ha venido hasta mi casa / para darme una pésima noticia: / “él no te quiere; siempre te ha engañado”. / Termino de arreglarme. Me perfumo. / Él me espera. No puedo llegar tarde. / Acabo de matar al mensajero”. Y estos versos que me han llegado al azar de su libro tienen el aroma de la poesía de Amalia; una poesía en que la técnica, la lucha por el verso perfecto, el ritmo y las sílabas se ha escondido detrás de la apariencia de un poema claro y luminoso; un poema que parece sencillo -como todo lo realmente difícil-, pero que se llena de sombras, de matices, de vida con cada lectura. Y como ella misma escribiera, al leer la poesía de Amalia, a uno se le escapa de los labios aquello de “Cuéntamelo otra vez, es tan hermoso / que no me canso nunca de escucharlo”. Y así sucede con la poesía de Amalia Bautista: leemos una y otra vez sus versos, sin cansarnos nunca.



No sé muy bien la razón, pero cuando recuerdo a Francisco Martínez Morán, a esta voz poética alcalaína, que ya ha cruzado premios y prestigiosos comentarios en la prensa -más que merecidos-, recuerdo su voz leyendo el poema “Ceremonia pictórica”: “Desata la galerna, William Turner. / Retrata el equilibrio, Botticelli. / Viérteme en los pinceles, Claude Monet”... Y es que en la poesía de Francisco se aúnan sus lecturas -que son su vida- con esa vida que él, como nadie, sabe convertir en literatura. Este poema que forma parte de “Tras la puerta tapiada” (Premio Hiperión de poesía, uno de los más prestigiosos de toda España), se encuentra al lado de otro titulado “Elvira Castro”: “Mañana hace dos años, me susurra / al oído mi madre, muy bajito: // el olor de mi abuela todavía / me impregna la memoria cuando pienso / que todo lo que soy llegará a nada”. La poesía de Francisco Martínez Morán hay que leerla como el buen whisky: son versos que uno esperaría al final de una vida, porque en todo hay un regusto de experiencia de vida que no se espera de un joven como él. Hay pocos poetas en el panorama literario actual que permitan una segunda lectura de su obra: pueden sorprender por su espíritu rompedor -las menos de las veces- o porque se adentra en territorios y experiencias que a uno le parecen exóticas -cuestiones ya de edad-. Pero la poesía de Francisco Martínez Morán con parecer clásica resulta enormemente vanguardista; con llenarse de referencias literarias y de lecturas, despunta vida por sus cinco costados. Una vida de un joven por más que domine la técnica y sea capaz de reírse de sí mismo, como en “Propósito de enmienda”: “Pienso: voy a escribir poemas largos”. El miércoles en el Corral de Comedias vamos a disfrutar de una noche poética por todo lo alto; la primera de una serie de citas que devolverán a Alcalá de Henares el hilo de Ariadna de su alma poética.