miércoles, 25 de noviembre de 2009

Cine y literatura








Hacía tiempo que no disfrutaba tanto de una película, que la sala de un cine no se convertía en ese lugar mágico en que cientos de personas conectan sus emociones a partir de unas imágenes en una pantalla. Siempre se habla de la magia de la pantalla, de las butacas, de ver las películas en ese local cerrado, oscuro... para mí la magia del cine está en ese saberse parte de algo más que te supera, que está por encima de ti. Tú ves la película pero también ves la reacción de los demás. Y es realmente mágico cuando todo un cine, cuando todos los que hemos pagado un dinero para ver una película conectamos en un mismo segundo de asombro, de lágrimas, de risas, de emociones. Así me ha sucedido con “El secreto de sus ojos” de Campanella. Así me sucedió en su momento con “El silencio de los corderos”. Me acuerdo cómo en un momento dado dejé de mirar la pantalla y me volví para ver el patio de butacas, y allí estábamos todos ensayando el mismo gesto de horror, de sorpresa... Y lo mismo me ha sucedido con esta última obra maestra de Juan José Campanella. Como a muchos españoles este nombre comenzó a sonarnos con una brillante película “El hijo de la novia”. De esta película sublime, en que un magnífico guión se conjugaba con unos actores que te hacían tocar la historia, respirar sus propias emociones, recuerdo sobre todo una escena; una escena que me devuelve la magia del cine, ese que se piensa en la perfecta conjunción de imagen y de texto, más allá de los fuegos de artificio de los decorados, de los efectos especiales, esos que quieren hacernos creer que es “verdad” aquello que nos están contando, cuando en realidad vamos al cine, nos adentramos en la ficción para que nos cuenten “mentiras”, hermosas o tristes mentiras. La escena que recuerdo de “El hijo de la novia” es una imagen en primer plano de Héctor Alterio que cuenta a su hijo, sin que en ningún momento se le vea, cómo su madre hacía del restaurante una fiesta con sólo su presencia, cómo era capaz de recibir a los clientes con las palabras y la sonrisa justa, cómo les hacía sentirse únicos, y cómo él se enamoraba de ella a cada instante, cómo renovaba su amor, su inmenso amor con sólo un gesto de ella, un cruzarse las miradas en este baile diario de cotidianidad. Una única imagen: un primer plano del actor, y su voz, una voz que destilaba amor y verdad. No hacía falta más. Magia en estado puro. 
 
Y así sucede también con “El secreto de sus ojos”, una historia que son muchas historias como también una vida, inevitablemente, son muchas vidas. Nosotros somos lo que vivimos, lo que añoramos, lo que sentimos y lo que anhelamos. Así en la historia que nos cuenta Campanella está una de las épocas más trágicas y sangrientas de la historia de Argentina; pero también están las barreras del amor y un amor que no quiere vivir en las fronteras; está la mezquindad y la maldad humana, está la justicia y está la sorpresa; están las dobles caras de todos nosotros, de este ser humano que es capaz de componer la melodía más hermosa y luego utilizarla para colocarla de música de fondo de un asesinato. “El secreto de sus ojos” se adentra, como un bisturí bien afilado, bien genial, en la reciente historia argentina, pero es una historia universal. Perdemos algunos referentes -los barrios en los que se mueve la historia, las provincias a las que tienen que huir algunos de ellos, los actores que encarnan algunos personajes, muy conocidos en otros registros-, pero no importa: la historia que cuenta es universal. Y se disfruta tanto aquí como allí. Y nos hace pensar y sentir tanto allí como aquí.


Tanto me gustó la película, tanto me impresionó cuando la vi que no he podido de dejar de comprar el libro en que está basada: la novela de Eduardo Sacheri, “La pregunta de sus ojos”. Un libro magnífico, que he devorado con la misma pasión con que me dejé arrastrar por las imágenes de la película; una película cuyo guión han escrito tanto el director como el autor del libro. Y me ha resultado un ejercicio muy curioso porque, siguiendo la misma traza de la historia, siguiendo algunos de sus elementos narrativos esenciales -la historia no se cuenta en tiempo real sino desde un presente que recuerda el pasado en una novela, que se alterna con las propias reflexiones del autor en su momento, que hace balance de su propia vida-, lo cierto es que se han cambiado algunos elementos esenciales en la misma; algunos elementos que funcionan en el lenguaje de ficción de la novela pero que no lo hacen así en el lenguaje de ficción del cine. La novela de Sacheri vienen a ser los capítulos que el prosecretario Benjamín Chaparro escribe para recordar uno de los casos que tuvo que vivir en su Juzgado y que le cambió la vida, junto con las reflexiones del propio acto de escritura y su pasión no expresada por Irene; en el cine se ha potenciado este último elemento olvidando el primero, que no funcionaría; y este cambio ha llevado consigo otro más importante: la mayor presencia de Irene en la historia, para así tener sentido ese “secreto de sus ojos”. Están muy bien resueltos en la novela cómo se da con el asesino Gómez, cómo consiguen sacarle toda la información, o cómo Benjamín conoce su verdadero destino; pero del mismo modo, siendo diferentes, están también resueltos de manera adecuada al lenguaje cinematográfico, estos mismos hechos en la película. 
 
¿Cuántas veces se ha hablado y se seguirá haciendo -y con razón- de la dificultad de llevar a la pantalla una obra de ficción, una novela? Por supuesto. Comparten la ficción como elemento de unión pero su lenguaje es bien diverso, por más que haya novelas que se vean muy influidas por las imágenes cinematográficas, por este particular lenguaje basado en la conjunción perfecta entre la imagen y la voz. La adaptación que Sacheri y Campanella han hecho de la obra de Sacheri es un buen ejemplo del camino a seguir: son dos obras diferentes aunque tengan una misma base, una misma ficción; dos obras distintas que se leen, que se comprenden, que se disfrutan de manera independiente, por más que no he podido dejar de leer la novela de Sacheri poniendo la voz y los gestos de Ricardo Darín cada vez que aparecía Benjamín Chamorro en sus páginas.

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