martes, 17 de noviembre de 2009

Azul revisitada

   Escribo esta crónica viajera desde la cafetería del Gran Hotel Azul, en el corazón de la Plaza de San Martín, que en tantas ciudades argentinas es como decir el corazón de la propia población. Desde los grandes ventanales de la cafetería puedo ver el edificio del ayuntamiento, de la Municipalidad como diría por estas tierras; en frente de él, destaca el Teatro Español y la Catedral. Y en medio, la plaza que diseñara Salamone, con su estatua de San Martín alzando el sable victorioso por encima de nuestras cabezas, de las farolas, de las flores que empiezan a despuntar en esta primavera calurosa. Pero la Plaza de San Martín de Azul, la ciudad cervantina de la Argentina, aparece en estos días engalanada de banderas de colores y de unas lonas que anuncian el comienzo del Tercer Festival Cervantino en Azul, un festival que, con tan poca vida, ya se ha convertido en un referente cultural de toda la nación. Un difícil momento para el Festival y para todo el país, debido a la crisis económica y a los recortes presupuestarios, pero Festival grande, que ha ganado en actividades y público gracias al esfuerzo y el entusiasmo de todos, gracias a saber involucrar a la gente en un proyecto unitario, en que todos tienen cabida, como todos formamos parte de una comunidad, de una ciudad.


 
Escribo esta crónica una mañana soleada, sentado –casi diría mimado- en uno de los sillones de la cafetería del Gran Hotel Azul, esperando el coche que me devolverá a Buenos Aires, a una ciudad que por querer imitar a las europeas se ha convertido en una de las más americanas. Y mientras espero el coche, mientras me dejo querer por los rayos de la mañana, mientras tomo mi café cortado con una bollería que en boca de los anarquistas españoles se han convertido en un festín de sabores y de ingenios, me vienen a la cabeza imágenes de algunas de las actividades que he podido disfrutar del Tercer Festival Cervantino. Llegué hace unos días para participar en las Jornadas Académicas, en ese espacio abierto dentro del Festival para volver la vista a los textos cervantinos que han creado un mito universal, que ahora permite hacer vivir a Cervantes en tierras americanas. Lo que no consiguió con sus proezas militares, con sus insistencias burocráticas, con sus tejemanejes al servicio de la corona, ahora lo ha conseguido el autor complutense con su obra, con su “Quijote”, que desde el 2004 viene cabalgando de La Mancha a la Pampa. Unas Jornadas en que los textos cervantinos se han analizado desde diversos ángulos, desde sus fuentes clásicas hasta sus continuaciones entre los anarquistas mujeres, que hicieron tan suyo al ingenioso hidalgo que lo transformaron en mujer. Las Jornadas Cervantinas, que han durado dos días, han permitido reunir en Azul a los especialistas argentinos más reconocidos en la materia (Melchora Romanos, Juan Diego Vila, Alicia Parodi, Javier Roberto González, Silvia Lastra…), con algunos extranjeros, como Antonio Bernat y yo. Y junto a nosotros, toda una serie de discípulos, de lectores de la obra cervantina, de docentes que hacen de sus experiencias un punto de partida del conocimiento; tanto para nosotros como para sus alumnos. Pero las Jornadas Cervantinas, que con exquisito cuidado han organizado Margarita Ferrer y José Bendersky, han sido solo una pequeña parte del Festival Cervantino que he podido disfrutar en estos días… del espectáculo de “Mujerío”, en el Teatro Español –emocionante y emocionado corazón de España en el corazón de la Pampa-, en que las voces femeninas dieron cuerpo a tantas historias, a tantas épocas, a tantos estilos; del también magnífico espectáculo de danza de la coreógrafa Ana María Stekelman, a quien acompañé en una visita a la Casa Ronco, y con quien compartí y disfruté, una vez más -¡y uno nunca se cansa!- de lo hermosa y florecida que está la Casa de Bartolo y de Santa, de las precisas explicaciones de Eduardo, que nos permitió trasladarnos a otra época. Son tantas las historias que se sabe, tanto lo que ha terminado por hacer suya la casa, que uno tiene la sensación que, en cualquier momento, se abrirá una puerta y la propia Santa nos pedirá permiso para sentarse en su sillón, con su bastón. Pero de todo lo vivido, de ese mural con la historia de Azul que se inauguró el año pasado, debido a la genial destreza de Omar “Chirona” Gasparini, y que no conocía; de las siempre geniales interpretaciones escultóricas de Regazzoni, que me gustan cada vez más; de la muestra de Escritores azuleños en la Casa Ronco, me quedo con la tarde única que vivimos en el Desfile inaugural en la Costanera Cacique Catriel; una feliz iniciativa de los responsables de la Escuela Estética de Azul, que este año tiene por lema “Los niños movilizan los barrios de la ciudad”. Los que vivimos el desfile entenderán la imposibilidad de reducir a unas líneas las mil sensaciones que explotaron entre los asistentes: las caras sonrientes de los niños, de sus profesores; sus caras de concentración, de satisfacción de llegar al final de un proceso que ha durado meses, porque la fiesta es sólo una parte de una educación que se ha ido fraguando en las aulas en los últimos tiempos, de los debates surgidos, de todo lo que han aprendido enseñando a aprender, a dialogar; los gritos de júbilo y aplausos cuando todo había terminado, la canción final cantada a una sola voz… los colores de los cabezudos, de todos los personajes de Azul que se fueron poniendo delante de nuestros ojos… la calle tomada por el pueblo, por los niños, y tomada para compartir, para enseñar, para disfrutar y para entretener. En estos tiempos en que el individualismo es un valor positivo, en que nos encerramos entre las cuatro paredes de nuestra soledad para no ser molestados, en que las instituciones cada vez se vuelven más lejanas –y en ocasiones se convierten en molinos de viento feroces-, un desfile como el vivido en Azul el pasado domingo le devuelve a uno la esperanza en nosotros mismos, la esperanza de que en nosotros podemos encontrar la solución y el camino. Y este es el camino nuevo que ha emprendido Azul, y lo ha hecho con la hierba más fresca, la que dará sus mejores frutos en los próximos años.
Escribo desde la cafetería del Gran Hotel Azul. Aparca delante el coche que me llevará de vuelta a Buenos Aires y a España, de vuelta a una realidad que debería aprender mucho de Azul. Y me levanto. Y me despido de tantos amigos que siempre dejo aquí, renovados año a año. Y entonces me viene la imagen de la primera vez que llegué a Azul, en el 2004, para la inauguración de la exposición “De la Mancha a la Pampa”, el verdadero germen y origen de este movimiento quijotesco que ha encontrado en Azul su terreno más abonado; y no puedo dejar de sorprenderme que, en tan poco tiempo, en tan solo cinco años, se haya conseguido tanto, se haya hecho que el Festival Cervantino forme parte de Azul, y que desde el Festival –que es como decir, desde sus gentes- Azul cada vez se haya consolidado como un referente cultural argentino y mundial. No soy amigo de las predicciones, pero estoy convencido que, dentro de unos años, se harán tesis doctorales estudiando cómo Azul fue capaz de hacer de la cultura uno de los motores de su desarrollo, y cómo este motor tiene una fuerza sin límites porque nace de la comunidad y para la comunidad. La Mítica Azul tiene todavía mucho que enseñar a muchas ciudades. Mucho ganarían Guanajuato y Alcalá de Henares, otras ciudades cervantinas, si la tomaran como ejemplo.

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