martes, 17 de noviembre de 2009

Taxistas




No hay mejor modo de tomar el pulso a una ciudad que observar a los taxistas, que dejarse llevar por ese microcosmos –y en ocasiones microclima- que es un taxi: lugar de trabajo al tiempo que lugar de ocio; lugar de silencios y de conversaciones, de filosofías y de programas de radio. Los taxistas de cada ciudad y en cada época, a pesar de sus particularidades, a pesar de sus diferencias, parecen todos cubiertos de una misma sábana de hábitos y de modos. Nada que ver los taxis de Madrid con los de Barcelona; nada que ver la limpieza y la calidad del parque de coches catalanes con los madrileños, que, a pesar de los esfuerzos de los últimos años, todavía es largo el camino que queda por reccorrer. Madrid, poco a poco, va creando un cuerpo de taxistas que serán imagen de la propia ciudad, admirada y querida por todos por su amabilidad, por su disponibilidad… los taxis de Barcelona seguramente están mejor cuidados, están más limpios, huelen siempre bien; pero también es cierto que son fríos. Nada que ver con Madrid. Hace tiempo que los taxistas de Madrid dejaron esa fama de estar copados por antiguos policías, que hacían más labores de chivatos que de espías. Hace tiempo, o quizás haya sido mi suerte, que no me topo por Madrid con taxistas que, convertidos en una nueva Belén Esteban horrorizada, comentan todas las noticias de la Cope. Quizás sólo hay sido una cuestión de suerte… y que dure por muchos años, ya que no hay nada más pesado que un taxista apóstol, un taxista que antes que conversar y hacerte el viaje más agradable (en ello le va también la propina), se convierte en un dogmatizador.
Pero si hay una ciudad en que el viaje en taxi se convierte en toda una experiencia, esa ciudad es Buenos Aires. Allí uno se olvida de todo. Entrar en un taxi porteño es, en sí, toda una aventura. Cuando voy a Buenos Aires me quedo en casa de unos amigos; casa que queda a una media hora del centro –una distancia normal en una ciudad de más de doce millones de habitantes-. Y en esa media hora los taxistas de Buenos Aires pueden desplegar todo un abanico de personalidades, de una riqueza, de una variedad que no deja de sorprender. En ocasiones uno tiene la sensación de haberse equivocado y haberse colado en una clase de filosofía, o de sociología, o de historia. ¡Lo que uno aprende en los taxis de Buenos Aires! Los hay energúmenos, como en todos los sitios, como aquel que me espetó, así a bocajarro, que en España habíamos gozado de la suerte de haber tenido una guerra civil, que es lo que estaba necesitando Argentina. No sé a dónde me dirigía, pero le pedí que me bajara en la siguiente cuadra. No tenía intención de seguir oyendo barbaridades. Entre los taxistas de Buenos Aires, intento elegir, cuando puedo, a los de mayor edad. Además de tener un conocimiento extraordinario de su ciudad, conocen hasta sus límites el alma humana. En muchos casos, son jubilados que, por mil causas, entre ellas el corralito, necesitan seguir trabajando. Muchos de ellos, sólo lo hacen en un turno –nunca por la noche-, alquilando el taxi a otra persona el resto del día. Un trayecto de media hora es una lección de “argentinidad”, porque si hay un tema que fascine a los argentinos es hablar de sí mismos, de cómo es posible que les guste tanto hablar de sí mismos sin llegar nunca a ninguna solución. Hablan de su país como si se estuviera todavía construyéndolo; y ahora se lamentan todos de cómo los presidentes (ya que todos aceptan que Cristina Fernández es sólo sombra de su marido) están destruyendo lo poco que se había construido como nación. Y en ese trayecto fascina no sólo lo que cuentan, las historias de otra Buenos Aires que hace tan solo veinte años veía a los viejos tomando mate en las aceras y los niños jugando en las avenidas, sino su forma de hacerlo, ese verbo fácil que saben estirar, que saben llenar de giros y frases ingeniosas, sacadas de uno de los mejores textos de nuestro Siglo de Oro. Con no haber conocido el Barroco, los argentinos tienen un verbo que en nada tiene que envidiar a nuestro mejor Quevedo. Los taxistas jóvenes, por lo general, se esconden detrás de la música ambiente de la radio, desgranan algún que otro tópico sobre el tiempo, el calor de la primavera de este año, la falta de limpieza de las calles, etc… las conversaciones normales de cualquier taxista en cualquier ciudad del mundo. Pero en otras ocasiones no. La otra noche, volviendo en taxi de la calle Viamonte a Lautaro, llegamos al destino casi sin intercambiar dos palabras. Alguna indicación de la ruta y algún comentario de alguien que había hecho una maniobra peligrosa. Pero al llegar al portal, antes de pagar, algo comenté sobre Silvio Rodríguez, que veníamos escuchando. Y de ahí comenzamos a hablar de libros, de educación, de cómo le gustaba leer, de cómo la lectura le había sacado de la mala vida que llevaba… y entre frases aprendidas y libros leídos con devoción, fueron pasando los minutos en el taxi. Cuando le cuento estas cosas a mis compañeros se burlan de mí, me terminó confesando. Ya sabe, sólo les gusta hablar de fútbol. Lástima. En Buenos Aires, un taxi era siempre una aventura intelectual, un espacio de aprendizaje. ¡Lástima que la crisis de la educación haya llegado también a los taxis! Sigamos disfrutando de esta universidad sobre ruedas mientas podamos, sobre todo en esta primavera porteña en que las jacarandas tiñen de morado las avenidas. Imperdible, como tantas otras cosas de Argentina.

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