lunes, 21 de diciembre de 2009

La General Estoria de Alfonso X

Alrededor del año de 1270 debió comenzarse una de las empresas literarias más sorprendentes y fascinantes de nuestra Edad Media: la “Grande e general estoria”; empresa mandada compilar por un soberano que por su amor y defensa de las letras ha terminado por reconocerse en el tiempo como Alfonso X el Sabio. “Cuando Nuestro Señor Dios crió en el comienço el cielo y la tierra e todas las cosas que en ellos son, segund que lo cuenta Moisén, que fue santo e sabio, e otros muchos que acordaron con él, departiólo e fízolo todo en seis días d'esta guisa”... con estas palabras se comienza una gran obra, que en su plan inicial debía contar con seis libros que reunieran todo lo que en el siglo XIII se conocía del mundo desde el “Génesis” hasta el reinado del propio rey. En 1280 se culmina la redacción del cuarto libro, y los dos últimos no llegarán a terminarse (del sexto, en realidad, sólo se conservan borradores) y la empresa quedó inconclusa a la muerte del monarca español en 1284.



Pero a pesar de ser una obra que no llegó a terminarse, la “General Estoria” es piedra angular para poder entender nuestro pasado, la imagen y la visión que nuestros antepasados tenían de su tiempo y del tiempo anterior a ellos; una obra que se mueve en el principio cultural medieval de la compilación, en que todo el saber se organiza bajo un criterio estructural único -como la diversidad de la naturaleza, tan caótica en apariencia, esconde el principio unificador de la sabiduría divina-, que permite recoger el saber del pasado y proyectarlo hacia el futuro. Y esta gran obra, frente a lo que sucede en tantas compilaciones medievales, no utiliza el latín como lengua vehicular, sino el castellano, este castellano que le permitía a Alfonso X defender su “fecho del imperio”, ese deseo de ser emperador como miembro de la familia de los Staufen, por parte de su madre, la reina Beatriz de Suabia, y al que tuvo que renunciar en 1273. Gracias a la “General Estoria” mucho del saber de la Antigüedad, empezando por la Biblia, se volcó al castellano, y lo hizo en una lengua que cuida las formas y que se va enriqueciendo por tantas historias, por tantas culturas, por ese adaptar al mundo medieval, a los lectores medievales, los hechos del pasado más clásico, de los textos griegos y latinos, al tiempo que se dieron cita en esta obra fuentes árabes y judías. Un verdadero tesoro literario, que gozó de un cierto éxito -sobre todos las partes concluidas- que se aprecia en las decenas de códices medievales que han conservado sus distintos libros.

Pero hasta ahora, a pesar de su importancia en nuestra historia, de la grandeza de su prosa, de los comentarios tan entusiastas de todos los manuales y las historias de la literatura, a pesar de su trascendencia en la consolidación y expansión del castellano, de esta lengua que con Carlos V terminará siendo imperial, la “General Estoria” se había quedado sepultada en el olvido más indecente, en el más vergonzoso. Sólo se podía acceder al texto de las dos primeras partes en ediciones de los años 30 y de los años 60, y de algunas aportaciones más que interesantes de la tercera parte y de la cuarta, en épocas más recientes. La filología española, el conjunto de las ciencias humanísticas tenía una deuda con nuestro pasado, con nuestra historia, que hace unos meses se ha saldado, ya que se ha puesto a la venta, por primera vez, una edición rigurosa del conjunto de la obra alfonsí: diez tomos que dan cuenta de la riqueza de esta obra, de las dificultades filológicas a las que han tenido que enfrentarse y del magnífico resultado ofrecido. No me imagino a otra persona que al profesor de la Universidad de Alcalá, Pedro Sánchez-Prieto Borja para dirigir una empresa de este calibre y de esta envergadura. Y no me lo imagino primero por su conocimiento en este campo, del que mucho aprendí y disfruté en sus clases en la Universidad, una de las que recuerdo con más cariño y admiración; pero también por su pasión por la edición de textos y por la filología, por la pasión de entender nuestra profesión no como un medio para sacar provecho personal, sino como una verdadera ciencia al servicio de los demás. Y si Alfonso X contó con un magnífico equipo para la traducción y redacción de la “General Estoria”, lo mismo puede decirse de las personas que acompañan al profesor Sánchez-Prieto Borja en esta empresa tan digna de otros tiempos y de otras voluntades, como son Belén Almeida, Bautista Horcajada Diema, Carmen Fernández López, Verónica Gómez Ortiz, Raúl Orellana, sin olvidar a la recién nombrada académica Inés Fernández Ordóñez, que bajo el magisterio de Diego Catalán tanto orden han puesto en esta obra, tan poco leída como imprescindible en nuestra historia literaria.




En una “dedicatoria” al inicio de la obra, Juan Manuel Urgoiti, presidente del Patronato de la Fundación José Antonio de Castro, la editora de esta magna obra, califica que es un honor “dedicar a cuantas gentes aman la Historia y la Cultura de España”, la primera edición completa de la “General Estoria”; los que amamos y trabajamos sobre la Historia, la Cultura, la Literatura y la Lengua de España, hemos contraído con ellos una deuda eterna. Esta primera edición de la “General Estoria” debe publicitarse con palabras mayores, ya que se trata de un noticia de grande calado, que rescata uno de los tesoros literarios castellanos más citado y menos leído. Y desde Alcalá bien podemos estar orgullosos de que ha sido un profesor de nuestra Universidad quien haya sido capaz de liderar un equipo como el que ha hecho para llevar esta difícil empresa, en la que tantos han fracasado, a buen puerto.

lunes, 14 de diciembre de 2009

La carta cerrada


Gustavo Martín Garzo va construyendo, libro a libro, una de las narrativas más interesantes y atractivas de las que se han escrito en español en los últimos tiempos. Desde su Valladolid eterna, esa que parece haberse convertido en una imagen de cine, Gustavo se deja llevar por la magia de las palabras y transita por un mundo personal que está al margen de las modas y de los modos, de los premios y de las prebendas. No hay en su obra un deseo de agradar, de convertirse en una columna de novedades en los grandes almacenes, pero para muchos un nuevo libro de Gustavo Martín Garzo es siempre un premio, un regalo, una sorpresa. Y así lo es esta última entrega de su obra: “La carta cerrada”, publicada en su “Biblioteca” dentro de la editorial Lumen (y no todos pueden decir lo mismo).

A Gustavo Martín Garzo le gusta mucho Alcalá, y Alcalá le sienta bien, sin duda. Se siente a gusto, como en casa. Y así tenemos la fortuna de haberle visto y oído en varias ocasiones, en encuentros, en tertulias, en recitales. Y a Gustavo Martín Garzo, frente a lo que sucede con otros escritores de su generación, da gusto escucharle. Tiene un tono de voz amable, que aumenta con una sonrisa que siempre le acompaña y le gusta hablar. Le gusta hablar mucho. Pero le gusta hablar porque tiene muchas cosas que decir no por el mero hecho de escucharse, de imponerse desde el vacío de sus palabras. Y una presentación de un libro con Gustavo pueden ser horas de charla porque es capaz de crear la ficción de que nos encontramos en el salón de su casa y que nos ha recibido en su hogar como un amigo más para hablar de todo y de nada, de esas charlas de confianza en que todo está por decir y casi todo está ya dicho, en que el cariño y el respeto acompañan cada opinión, sin querer ofender, sin querer imponer nada. Es un gusto leer a Gustavo Martín Garzo, leer cada una de sus apuestas literarias. Y es un gusto escucharle, un gusto escucharle hablando de su obra, de su tiempo de escritura, de sus dudas y tropiezos, de sus hallazgos y soluciones, que es la verdadera historia de cualquier libro. 


“La carta cerrada” es su última novela. Un peldaño más en este preguntarse y en esta búsqueda de las claves del vivir. Ni más ni menos. Quien busque una novela con una trama enrevesada, con efectos ya conocidos de intriga y de sorpresa escénica; una novela río en que los personajes se dejan llevar por la furia de la vida como el autor por su apoteosis de escritura, no es esta la novela que tiene que tener entre las manos. Nada de eso. “La carta cerrada” es mucho más que eso, es el relato de un itinerario, el relato de una vida, o de todas las vidas que tenemos dentro y de la vida que, al final, nos toca vivir. Es la historia de una lucha personal por adaptarnos a la realidad cuando la realidad se empeña en alejarnos de nuestros sueños, de esa vida que nos imaginamos siempre que es la nuestra cuando es la de nadie. Y esta es la historia de un hombre, de Daniel, que intenta poner orden a sus recuerdos... y de la voz de su madre, Ana, que nos va desgranando una vida, una vida verdadera, a la que nunca podía llegar el bisturí inocente de los recuerdos infantiles. La joven Ana, la joven que trabaja en la joyería de la familia que se queda deslumbrada por la gracia y el desparpajo de su futuro marido, que la enamora con un gesto y con el sueño de hacer realidad los sueños de las películas. Una tragedia familiar que llena de sombras una casa y el futuro de toda una familia. Y esas noches de lloros y esos días de ausencia. Y ese entrar en el hogar, con los cuadernos del colegio todavía calientes de promesas de sabiduría, y no entender nada. Y no saber nada. Y unos besos nocturnos. Y ese saberse fuera de lugar, ese estar en el campo cuando Ana siempre había sido una “mujer de ciudad”, ese saber que algo pasa y que nunca se llegará a comprender del todo. Pero a Martín Garzo no le interesan los misterios policiales y la tragedia familiar, esa que puede llegarnos a todos en el juego de los dados del destino; no le interesa la tragedia como explicación y final, sino como contexto y como pantalla. Es esta “carta cerrada” una reflexión sobre la vida, sobre la necesidad de contar siempre con otras vidas, de saber que soñamos una vida en la juventud que, casi nunca, ha de cumplirse, y que la vida no es más que adaptarse a las nuevas vidas que nos salen al paso, que se nos vienen encima. Una magnífica reflexión sobre nuestra vida desde dos posiciones bien diferentes, como es la de la mujer soñadora en un mundo hostil, y la de su hijo que, poco a poco, va poniendo orden en el puzzle de su vida. De sus recuerdos. “La carta cerrada” se abre ante nuestras manos literarias devolviéndonos el gusto por la lectura. Una novela que se mima, que se lee disfrutando de cada una de sus palabras, como un poema. No de otro modo es la magnífica prosa de Gustavo Martín Garzo.

lunes, 7 de diciembre de 2009

El Quijote de Rep

Es muy difícil precisar la edad de Rep, de quien es uno de los ilustradores más interesantes del actual panorama artístico de Argentina. Su físico y sus años se contradicen con su mirada y la niñez de sus gestos. Después de unos minutos de conversación, uno tiene la impresión de que, sin querer, se ha instalado en el patio de juegos de la infancia y que todo son gestos cotidianos, imprevisibles, divertidos, que el tiempo y el espacio no tienen límites y que todo es posible con tan solo pensarlo, desearlo, decirlo. Así es Rep, un niño grande que ha hecho de las ilustraciones una extensión de sus manos y de sus pensamientos.



Bien puedo decir que conocí a Rep antes de conocerlo. Lo conocí en Azul, la ciudad cervantina de la Argentina, en una exposición bibliográfica que había organizado Santiago, un joven de dieciséis años, en su instituto. Entre los dibujos de los niños, entre los poemas y escritos que habían llenado las paredes, entre los distintos ejemplares de ediciones del “Quijote” que habían traído sus compañeros para participar en la exposición, llamó mi atención un grueso volumen en blanco, con una figura estilizada de don Quijote, unas escasas líneas, como sacadas de la mano temblorosa de un niño disciplinado, que venían a dar forma -cuerpo y alma- a un mito. Me acerqué, me dejaron ver la edición, que no era más que la que se había ido regalando, semana tras semana, con el periódico Página 12, para conmemorar el cuarto centenario de la publicación de la genial obra cervantina. Y ahí me sorprendió la genialidad de un ilustrador que, a principios del siglo XXI, era capaz de ofrecer una nueva imagen, una nueva interpretación a uno de los imaginarios más completos y complejos que haya existido en nuestra cultura occidental, como es el universo de la ilustración del “Quijote”. Como suele suceder en la mítica ciudad de Azul, me volví de aquel viaje con un ejemplar de esta edición, que conservo como uno de los tesoros de mi biblioteca cervantina, y que siempre recomiendo si tengo la oportunidad. Y esta pasión me ha hecho comenzar con él una serie de entrevistas y análisis de modernos ilustradores del “Quijote”, aquellos que han aportado algo a la rica iconografía cervantina, que hasta 1905 está accesible a todos en el “Banco de imágenes del Quijote” del Centro de Estudios Cervantinos.
Ilustrar el “Quijote”, imaginar los personajes cervantinos en el siglo XVII fue una empresa ardua y no exenta de problemas y de dudas. El imaginario caballeresco -sobre todo, el imperante en las fiestas cortesanas a lo largo y ancho de toda Europa-, fue el modelo sobre el que se idearon las primeras imágenes quijotescas, como se aprecia en la representación del “Caballero de la Triste Figura” y de otros tantos personajes cervantinos en el desfile celebrado en la ciudad alemana de Dessau e impreso en Leipzig en 1614. Pero si complejo y apasionante fue la consolidación de un imaginario propio para las aventuras quijotescas en el siglo XVII, no deja de ser complicado -y en muchos casos decepcionante- intentar ilustrar el “Quijote” en el siglo XXI, con las espaldas cubiertas por tantas imágenes, por un mito que ha traspasado fronteras y tiempos, que ha conseguido difundirse a lomos de algunos de sus símbolos más reconocibles: delgadez, caballo flaco, bacía, molino de viento... Por eso, encontrarse ante una nueva interpretación en imágenes de la obra cervantina, una nueva visión que te haga reflexionar sobre nuestro tiempo no deja de ser digno de todo elogio, como así sucede con la espléndida (y agotada) edición ilustrada que Rep regaló a los lectores argentinos a lo largo y ancho del 2005.



Una edición que fue tomando cuerpo al tiempo que los lectores iban leyendo los capítulos anteriores. Semana a semana, Rep fue dando forma a su lectura de los capítulos del “Quijote”, ensayando técnicas, al tiempo que le llegaban los comentarios de aquellos que iban leyendo sus páginas ilustradas; no conozco un reto semejante, una forma igual de ilustración, ya que, en el resto de los casos, se saca a la plaza pública de las opiniones un trabajo cuando se ha completado, aunque se vendan por fascículos, aunque se dilate su entrega en el tiempo. Magnífico “Quijote” ilustrado el de Rep, que rescata momentos e imaginarios particulares, en que don Quijote se ha transformado casi en una línea mientras que Sancho se desborda en las redondeces de su humanidad. Un “Quijote” del siglo XXI, una propuesta nueva a un texto antiguo, que nunca ha dejado -ni dejará- de ser moderno.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

Cine y literatura








Hacía tiempo que no disfrutaba tanto de una película, que la sala de un cine no se convertía en ese lugar mágico en que cientos de personas conectan sus emociones a partir de unas imágenes en una pantalla. Siempre se habla de la magia de la pantalla, de las butacas, de ver las películas en ese local cerrado, oscuro... para mí la magia del cine está en ese saberse parte de algo más que te supera, que está por encima de ti. Tú ves la película pero también ves la reacción de los demás. Y es realmente mágico cuando todo un cine, cuando todos los que hemos pagado un dinero para ver una película conectamos en un mismo segundo de asombro, de lágrimas, de risas, de emociones. Así me ha sucedido con “El secreto de sus ojos” de Campanella. Así me sucedió en su momento con “El silencio de los corderos”. Me acuerdo cómo en un momento dado dejé de mirar la pantalla y me volví para ver el patio de butacas, y allí estábamos todos ensayando el mismo gesto de horror, de sorpresa... Y lo mismo me ha sucedido con esta última obra maestra de Juan José Campanella. Como a muchos españoles este nombre comenzó a sonarnos con una brillante película “El hijo de la novia”. De esta película sublime, en que un magnífico guión se conjugaba con unos actores que te hacían tocar la historia, respirar sus propias emociones, recuerdo sobre todo una escena; una escena que me devuelve la magia del cine, ese que se piensa en la perfecta conjunción de imagen y de texto, más allá de los fuegos de artificio de los decorados, de los efectos especiales, esos que quieren hacernos creer que es “verdad” aquello que nos están contando, cuando en realidad vamos al cine, nos adentramos en la ficción para que nos cuenten “mentiras”, hermosas o tristes mentiras. La escena que recuerdo de “El hijo de la novia” es una imagen en primer plano de Héctor Alterio que cuenta a su hijo, sin que en ningún momento se le vea, cómo su madre hacía del restaurante una fiesta con sólo su presencia, cómo era capaz de recibir a los clientes con las palabras y la sonrisa justa, cómo les hacía sentirse únicos, y cómo él se enamoraba de ella a cada instante, cómo renovaba su amor, su inmenso amor con sólo un gesto de ella, un cruzarse las miradas en este baile diario de cotidianidad. Una única imagen: un primer plano del actor, y su voz, una voz que destilaba amor y verdad. No hacía falta más. Magia en estado puro. 
 
Y así sucede también con “El secreto de sus ojos”, una historia que son muchas historias como también una vida, inevitablemente, son muchas vidas. Nosotros somos lo que vivimos, lo que añoramos, lo que sentimos y lo que anhelamos. Así en la historia que nos cuenta Campanella está una de las épocas más trágicas y sangrientas de la historia de Argentina; pero también están las barreras del amor y un amor que no quiere vivir en las fronteras; está la mezquindad y la maldad humana, está la justicia y está la sorpresa; están las dobles caras de todos nosotros, de este ser humano que es capaz de componer la melodía más hermosa y luego utilizarla para colocarla de música de fondo de un asesinato. “El secreto de sus ojos” se adentra, como un bisturí bien afilado, bien genial, en la reciente historia argentina, pero es una historia universal. Perdemos algunos referentes -los barrios en los que se mueve la historia, las provincias a las que tienen que huir algunos de ellos, los actores que encarnan algunos personajes, muy conocidos en otros registros-, pero no importa: la historia que cuenta es universal. Y se disfruta tanto aquí como allí. Y nos hace pensar y sentir tanto allí como aquí.


Tanto me gustó la película, tanto me impresionó cuando la vi que no he podido de dejar de comprar el libro en que está basada: la novela de Eduardo Sacheri, “La pregunta de sus ojos”. Un libro magnífico, que he devorado con la misma pasión con que me dejé arrastrar por las imágenes de la película; una película cuyo guión han escrito tanto el director como el autor del libro. Y me ha resultado un ejercicio muy curioso porque, siguiendo la misma traza de la historia, siguiendo algunos de sus elementos narrativos esenciales -la historia no se cuenta en tiempo real sino desde un presente que recuerda el pasado en una novela, que se alterna con las propias reflexiones del autor en su momento, que hace balance de su propia vida-, lo cierto es que se han cambiado algunos elementos esenciales en la misma; algunos elementos que funcionan en el lenguaje de ficción de la novela pero que no lo hacen así en el lenguaje de ficción del cine. La novela de Sacheri vienen a ser los capítulos que el prosecretario Benjamín Chaparro escribe para recordar uno de los casos que tuvo que vivir en su Juzgado y que le cambió la vida, junto con las reflexiones del propio acto de escritura y su pasión no expresada por Irene; en el cine se ha potenciado este último elemento olvidando el primero, que no funcionaría; y este cambio ha llevado consigo otro más importante: la mayor presencia de Irene en la historia, para así tener sentido ese “secreto de sus ojos”. Están muy bien resueltos en la novela cómo se da con el asesino Gómez, cómo consiguen sacarle toda la información, o cómo Benjamín conoce su verdadero destino; pero del mismo modo, siendo diferentes, están también resueltos de manera adecuada al lenguaje cinematográfico, estos mismos hechos en la película. 
 
¿Cuántas veces se ha hablado y se seguirá haciendo -y con razón- de la dificultad de llevar a la pantalla una obra de ficción, una novela? Por supuesto. Comparten la ficción como elemento de unión pero su lenguaje es bien diverso, por más que haya novelas que se vean muy influidas por las imágenes cinematográficas, por este particular lenguaje basado en la conjunción perfecta entre la imagen y la voz. La adaptación que Sacheri y Campanella han hecho de la obra de Sacheri es un buen ejemplo del camino a seguir: son dos obras diferentes aunque tengan una misma base, una misma ficción; dos obras distintas que se leen, que se comprenden, que se disfrutan de manera independiente, por más que no he podido dejar de leer la novela de Sacheri poniendo la voz y los gestos de Ricardo Darín cada vez que aparecía Benjamín Chamorro en sus páginas.

Medardo Fraile

Permítanme comenzar esta columna con una anécdota y una confesión. Conocí a Medardo Fraile el pasado mes de mayo, en una cena organizada por nuestro común amigo José López Rueda y su mujer Adelina; amigos desde los tiempos en que dirigían en Alcalá el programa de la Universidad de Bowling Green; es decir, amigos desde hace muchos años. Fue una cena maravillosa, en que Medardo comenzó a recordar una vida que se entretejía con los de la historia de Madrid y con el ambiente cultural y literario de los años de la postguerra. Seguramente son historias conocidas por muchos pero a mí me parecieron fascinantes. Tanto que estuvo toda la noche diluviando, con esas lluvias feroces y sin límites que a veces nos sorprende mayo. Pero nosotros ni nos enteramos, así como estábamos pegados al hilo de su voz, de sus historias, de sus cuentos, de los recuerdos de Medardo Fraile, que es capaz de diseccionar la realidad con la elegancia de un cirujano experto, de esos que te hacen varias operaciones a corazón abierto sin pestañear, sin perder ni la sonrisa ni la blancura de su bata. Y aquí es pertinente mi confesión, que es la demostración de las lagunas (casi océanos) en mi cultura, en la de toda mi generación me atrevería a decir. Cuando llegué a la casa de Pepe y Adelina tan sólo conocía a Medardo Fraile de nombre lejano, como prologuista de un libro de poemas de José López Rueda publicado en Venezuela y pocas noticias más sacadas de allí y allá. A nuestra generación nos han robado una parte bien importante de nuestra historia, de nuestro pasado: la de la tercera República, a la que nunca se llegaba en los libros de textos, y la de la primera postguerra. En la literatura, después de la Generación del 27, con algunos epígonos adscritos a ellas con todo derecho como Miguel Hernández, se pasaba a la generación del cincuenta (Ángel González, Claudio Rodríguez...), y de allí a los grandes autores de los años setenta, esas obras vanguardistas... detrás sólo quedaban algunos nombres sueltos (Luis Rosales, Blas de Otero, Gabriel Celaya, Buero Vallejo...), y la sombra imponente de algunos narradores que llegaron a lo más alto, como Camilo José Cela. Y poco más. Carmen Martín Gaite o Ferlosio eran autores sin tiempo; y de Aldecoa se hablaba como de una leyenda. Poco más. Pero hubo mucha más vida. Mucha más literatura. Y de la buena, tanto en teatro como en el cuento, en poesía como en novela. Mucho más.




Medardo Fraile acaba de publicar un curioso libro que recomiendo para todos aquellos que quieran adentrarse en este momento fascinante de nuestro tiempo, y hacerlo de la mano de alguien que lo vivió, de alguien que no tiene que inventarse tramas policíacas o novelescas tan de moda en la actualidad: “El cuento de siempre acabar” (Valencia, Pretextos, 2009). Un curioso libro porque es de memorias ya que cuenta su vida desde sus primeros recuerdos hasta su viaje a Inglaterra en los años sesenta; pero al mismo tiempo, es una novela, un conjunto de cuentos, un verdadero perfil de una época a partir de los ojos de un niño, de un joven, de un hombre maduro. Medardo Fraile, que comenzó con Paso y Sastre, compañeros suyos de aula, una renovación del teatro en la primera postguerra, con un movimiento que, sin ser casualidad, se llamó “Arte nuevo”, es sin duda uno de los mejores cuentistas que ha dado la literatura española del siglo XX. Unos cuentos que son capaces de situarte en una época, en unas costumbres, en unos sentimientos y sensaciones en tan solo unos folios, con pocas palabras y mucha maestría. Cuentos que parecen ventanas abiertas a la realidad. Ventanas por las que nosotros podemos conocer los sentimientos de los otros, sus pensamientos, sus miedos y alegrías... su vida, a fin de cuentas. Si del desconocimiento del primer momento (que confieso con cierto rubor) pasé a la iluminación al leer los cuentos de Medardo en una antigua edición de Alianza Editorial, con el libro “El cuento de siempre acabar” he dado el salto al deslumbramiento. Ya que aquí, en sus más de seiscientas páginas -que se leen como una tormenta- se conjugan magistralmente el arte del escritor con la vida, con esa vida que dio sentido a su obra. ¿Es un texto de memorias o es un interminable cuento -el de nunca acabar- que tiene los recuerdos y la vida de Medardo como hilo conductor? Escuchen cómo se narra el comienzo de la guerra civil: “La tarde del 17 de julio en Madrid fue nublada y ventosa y yo, que todavía no calificaba el tiempo de alegre o triste, me fui a jugar una partida de ras a San Fermín de los Navarros con cualquiera que estuviera allí. Las puertas de la vivienda de los religiosos, a ambos lados de la iglesia, estaban cerradas. Llamé repetidas veces sin obtener respuesta y, cuando me marchaba, se abrió a medias una de ellas y el padre Antonio, un sacerdote joven, me diijo: 'Vete a casa, hijo mío, que se han sublevado los militares en África'” (p. 95). Parecen líneas sacadas de cualquier conversación, de cualquier evocación, pero no es así: en unas líneas se nos presenta el ambiente distendido el día del alzamiento por parte de un niño, la preocupación de los religiosos, el tono paternalista del más joven y ese no juzgar tan sólo informar: “se han sublevado”... nada de reconquistas, de alzamientos; nada de adelantar lo que vendría después.



Como ya he dicho, del desconocimiento pasé a la iluminación leyendo los cuentos de Medardo Fraile, y de ahí al deslumbramiento con “El cuento de siempre acabar”, que recupera una vida en uno de los períodos menos conocidos de nuestra historia; uno de los períodos más utilizados para ofrecer determinadas imágenes. Y Medardo nos devuelve la historia de España mezclada con su propia historia y con la de las páginas que lo inspiraron; una historia de sueños y de alegrías, de tropiezos y de penurias. Una historia que sigue siendo la de siempre acabar. Voces y palabras como las de Medardo Fraile son las que necesitamos para seguir conociéndonos aprendiendo en nuestro pasado. Voces que permiten recuperar nuestro pasado en primera persona, esa que os devuelve los olores, los sabores de aquella época, al margen de ideologías y de maniqueísmos.

martes, 17 de noviembre de 2009

Taxistas




No hay mejor modo de tomar el pulso a una ciudad que observar a los taxistas, que dejarse llevar por ese microcosmos –y en ocasiones microclima- que es un taxi: lugar de trabajo al tiempo que lugar de ocio; lugar de silencios y de conversaciones, de filosofías y de programas de radio. Los taxistas de cada ciudad y en cada época, a pesar de sus particularidades, a pesar de sus diferencias, parecen todos cubiertos de una misma sábana de hábitos y de modos. Nada que ver los taxis de Madrid con los de Barcelona; nada que ver la limpieza y la calidad del parque de coches catalanes con los madrileños, que, a pesar de los esfuerzos de los últimos años, todavía es largo el camino que queda por reccorrer. Madrid, poco a poco, va creando un cuerpo de taxistas que serán imagen de la propia ciudad, admirada y querida por todos por su amabilidad, por su disponibilidad… los taxis de Barcelona seguramente están mejor cuidados, están más limpios, huelen siempre bien; pero también es cierto que son fríos. Nada que ver con Madrid. Hace tiempo que los taxistas de Madrid dejaron esa fama de estar copados por antiguos policías, que hacían más labores de chivatos que de espías. Hace tiempo, o quizás haya sido mi suerte, que no me topo por Madrid con taxistas que, convertidos en una nueva Belén Esteban horrorizada, comentan todas las noticias de la Cope. Quizás sólo hay sido una cuestión de suerte… y que dure por muchos años, ya que no hay nada más pesado que un taxista apóstol, un taxista que antes que conversar y hacerte el viaje más agradable (en ello le va también la propina), se convierte en un dogmatizador.
Pero si hay una ciudad en que el viaje en taxi se convierte en toda una experiencia, esa ciudad es Buenos Aires. Allí uno se olvida de todo. Entrar en un taxi porteño es, en sí, toda una aventura. Cuando voy a Buenos Aires me quedo en casa de unos amigos; casa que queda a una media hora del centro –una distancia normal en una ciudad de más de doce millones de habitantes-. Y en esa media hora los taxistas de Buenos Aires pueden desplegar todo un abanico de personalidades, de una riqueza, de una variedad que no deja de sorprender. En ocasiones uno tiene la sensación de haberse equivocado y haberse colado en una clase de filosofía, o de sociología, o de historia. ¡Lo que uno aprende en los taxis de Buenos Aires! Los hay energúmenos, como en todos los sitios, como aquel que me espetó, así a bocajarro, que en España habíamos gozado de la suerte de haber tenido una guerra civil, que es lo que estaba necesitando Argentina. No sé a dónde me dirigía, pero le pedí que me bajara en la siguiente cuadra. No tenía intención de seguir oyendo barbaridades. Entre los taxistas de Buenos Aires, intento elegir, cuando puedo, a los de mayor edad. Además de tener un conocimiento extraordinario de su ciudad, conocen hasta sus límites el alma humana. En muchos casos, son jubilados que, por mil causas, entre ellas el corralito, necesitan seguir trabajando. Muchos de ellos, sólo lo hacen en un turno –nunca por la noche-, alquilando el taxi a otra persona el resto del día. Un trayecto de media hora es una lección de “argentinidad”, porque si hay un tema que fascine a los argentinos es hablar de sí mismos, de cómo es posible que les guste tanto hablar de sí mismos sin llegar nunca a ninguna solución. Hablan de su país como si se estuviera todavía construyéndolo; y ahora se lamentan todos de cómo los presidentes (ya que todos aceptan que Cristina Fernández es sólo sombra de su marido) están destruyendo lo poco que se había construido como nación. Y en ese trayecto fascina no sólo lo que cuentan, las historias de otra Buenos Aires que hace tan solo veinte años veía a los viejos tomando mate en las aceras y los niños jugando en las avenidas, sino su forma de hacerlo, ese verbo fácil que saben estirar, que saben llenar de giros y frases ingeniosas, sacadas de uno de los mejores textos de nuestro Siglo de Oro. Con no haber conocido el Barroco, los argentinos tienen un verbo que en nada tiene que envidiar a nuestro mejor Quevedo. Los taxistas jóvenes, por lo general, se esconden detrás de la música ambiente de la radio, desgranan algún que otro tópico sobre el tiempo, el calor de la primavera de este año, la falta de limpieza de las calles, etc… las conversaciones normales de cualquier taxista en cualquier ciudad del mundo. Pero en otras ocasiones no. La otra noche, volviendo en taxi de la calle Viamonte a Lautaro, llegamos al destino casi sin intercambiar dos palabras. Alguna indicación de la ruta y algún comentario de alguien que había hecho una maniobra peligrosa. Pero al llegar al portal, antes de pagar, algo comenté sobre Silvio Rodríguez, que veníamos escuchando. Y de ahí comenzamos a hablar de libros, de educación, de cómo le gustaba leer, de cómo la lectura le había sacado de la mala vida que llevaba… y entre frases aprendidas y libros leídos con devoción, fueron pasando los minutos en el taxi. Cuando le cuento estas cosas a mis compañeros se burlan de mí, me terminó confesando. Ya sabe, sólo les gusta hablar de fútbol. Lástima. En Buenos Aires, un taxi era siempre una aventura intelectual, un espacio de aprendizaje. ¡Lástima que la crisis de la educación haya llegado también a los taxis! Sigamos disfrutando de esta universidad sobre ruedas mientas podamos, sobre todo en esta primavera porteña en que las jacarandas tiñen de morado las avenidas. Imperdible, como tantas otras cosas de Argentina.

Azul revisitada

   Escribo esta crónica viajera desde la cafetería del Gran Hotel Azul, en el corazón de la Plaza de San Martín, que en tantas ciudades argentinas es como decir el corazón de la propia población. Desde los grandes ventanales de la cafetería puedo ver el edificio del ayuntamiento, de la Municipalidad como diría por estas tierras; en frente de él, destaca el Teatro Español y la Catedral. Y en medio, la plaza que diseñara Salamone, con su estatua de San Martín alzando el sable victorioso por encima de nuestras cabezas, de las farolas, de las flores que empiezan a despuntar en esta primavera calurosa. Pero la Plaza de San Martín de Azul, la ciudad cervantina de la Argentina, aparece en estos días engalanada de banderas de colores y de unas lonas que anuncian el comienzo del Tercer Festival Cervantino en Azul, un festival que, con tan poca vida, ya se ha convertido en un referente cultural de toda la nación. Un difícil momento para el Festival y para todo el país, debido a la crisis económica y a los recortes presupuestarios, pero Festival grande, que ha ganado en actividades y público gracias al esfuerzo y el entusiasmo de todos, gracias a saber involucrar a la gente en un proyecto unitario, en que todos tienen cabida, como todos formamos parte de una comunidad, de una ciudad.


 
Escribo esta crónica una mañana soleada, sentado –casi diría mimado- en uno de los sillones de la cafetería del Gran Hotel Azul, esperando el coche que me devolverá a Buenos Aires, a una ciudad que por querer imitar a las europeas se ha convertido en una de las más americanas. Y mientras espero el coche, mientras me dejo querer por los rayos de la mañana, mientras tomo mi café cortado con una bollería que en boca de los anarquistas españoles se han convertido en un festín de sabores y de ingenios, me vienen a la cabeza imágenes de algunas de las actividades que he podido disfrutar del Tercer Festival Cervantino. Llegué hace unos días para participar en las Jornadas Académicas, en ese espacio abierto dentro del Festival para volver la vista a los textos cervantinos que han creado un mito universal, que ahora permite hacer vivir a Cervantes en tierras americanas. Lo que no consiguió con sus proezas militares, con sus insistencias burocráticas, con sus tejemanejes al servicio de la corona, ahora lo ha conseguido el autor complutense con su obra, con su “Quijote”, que desde el 2004 viene cabalgando de La Mancha a la Pampa. Unas Jornadas en que los textos cervantinos se han analizado desde diversos ángulos, desde sus fuentes clásicas hasta sus continuaciones entre los anarquistas mujeres, que hicieron tan suyo al ingenioso hidalgo que lo transformaron en mujer. Las Jornadas Cervantinas, que han durado dos días, han permitido reunir en Azul a los especialistas argentinos más reconocidos en la materia (Melchora Romanos, Juan Diego Vila, Alicia Parodi, Javier Roberto González, Silvia Lastra…), con algunos extranjeros, como Antonio Bernat y yo. Y junto a nosotros, toda una serie de discípulos, de lectores de la obra cervantina, de docentes que hacen de sus experiencias un punto de partida del conocimiento; tanto para nosotros como para sus alumnos. Pero las Jornadas Cervantinas, que con exquisito cuidado han organizado Margarita Ferrer y José Bendersky, han sido solo una pequeña parte del Festival Cervantino que he podido disfrutar en estos días… del espectáculo de “Mujerío”, en el Teatro Español –emocionante y emocionado corazón de España en el corazón de la Pampa-, en que las voces femeninas dieron cuerpo a tantas historias, a tantas épocas, a tantos estilos; del también magnífico espectáculo de danza de la coreógrafa Ana María Stekelman, a quien acompañé en una visita a la Casa Ronco, y con quien compartí y disfruté, una vez más -¡y uno nunca se cansa!- de lo hermosa y florecida que está la Casa de Bartolo y de Santa, de las precisas explicaciones de Eduardo, que nos permitió trasladarnos a otra época. Son tantas las historias que se sabe, tanto lo que ha terminado por hacer suya la casa, que uno tiene la sensación que, en cualquier momento, se abrirá una puerta y la propia Santa nos pedirá permiso para sentarse en su sillón, con su bastón. Pero de todo lo vivido, de ese mural con la historia de Azul que se inauguró el año pasado, debido a la genial destreza de Omar “Chirona” Gasparini, y que no conocía; de las siempre geniales interpretaciones escultóricas de Regazzoni, que me gustan cada vez más; de la muestra de Escritores azuleños en la Casa Ronco, me quedo con la tarde única que vivimos en el Desfile inaugural en la Costanera Cacique Catriel; una feliz iniciativa de los responsables de la Escuela Estética de Azul, que este año tiene por lema “Los niños movilizan los barrios de la ciudad”. Los que vivimos el desfile entenderán la imposibilidad de reducir a unas líneas las mil sensaciones que explotaron entre los asistentes: las caras sonrientes de los niños, de sus profesores; sus caras de concentración, de satisfacción de llegar al final de un proceso que ha durado meses, porque la fiesta es sólo una parte de una educación que se ha ido fraguando en las aulas en los últimos tiempos, de los debates surgidos, de todo lo que han aprendido enseñando a aprender, a dialogar; los gritos de júbilo y aplausos cuando todo había terminado, la canción final cantada a una sola voz… los colores de los cabezudos, de todos los personajes de Azul que se fueron poniendo delante de nuestros ojos… la calle tomada por el pueblo, por los niños, y tomada para compartir, para enseñar, para disfrutar y para entretener. En estos tiempos en que el individualismo es un valor positivo, en que nos encerramos entre las cuatro paredes de nuestra soledad para no ser molestados, en que las instituciones cada vez se vuelven más lejanas –y en ocasiones se convierten en molinos de viento feroces-, un desfile como el vivido en Azul el pasado domingo le devuelve a uno la esperanza en nosotros mismos, la esperanza de que en nosotros podemos encontrar la solución y el camino. Y este es el camino nuevo que ha emprendido Azul, y lo ha hecho con la hierba más fresca, la que dará sus mejores frutos en los próximos años.
Escribo desde la cafetería del Gran Hotel Azul. Aparca delante el coche que me llevará de vuelta a Buenos Aires y a España, de vuelta a una realidad que debería aprender mucho de Azul. Y me levanto. Y me despido de tantos amigos que siempre dejo aquí, renovados año a año. Y entonces me viene la imagen de la primera vez que llegué a Azul, en el 2004, para la inauguración de la exposición “De la Mancha a la Pampa”, el verdadero germen y origen de este movimiento quijotesco que ha encontrado en Azul su terreno más abonado; y no puedo dejar de sorprenderme que, en tan poco tiempo, en tan solo cinco años, se haya conseguido tanto, se haya hecho que el Festival Cervantino forme parte de Azul, y que desde el Festival –que es como decir, desde sus gentes- Azul cada vez se haya consolidado como un referente cultural argentino y mundial. No soy amigo de las predicciones, pero estoy convencido que, dentro de unos años, se harán tesis doctorales estudiando cómo Azul fue capaz de hacer de la cultura uno de los motores de su desarrollo, y cómo este motor tiene una fuerza sin límites porque nace de la comunidad y para la comunidad. La Mítica Azul tiene todavía mucho que enseñar a muchas ciudades. Mucho ganarían Guanajuato y Alcalá de Henares, otras ciudades cervantinas, si la tomaran como ejemplo.

martes, 3 de noviembre de 2009

Entre versos anda el misterio



El próximo miércoles comienza el segundo ciclo de “Poesía en el Corral”, ese proyecto que va convirtiendo nuestra ciudad, mes a mes, en centro de un nuevo modo de difundir la poesía, la literatura. Un proyecto en que desde el magnífico Corral de Comedias deseamos que llene de versos y de misterio y de magia algunas de nuestras noches. La literatura nos permite adentrarnos en territorios que parecen todavía vírgenes; territorios en los que todavía todo es posible. Y ese todo es lo único que, en ocasiones, da sentido a la vida. Porque la vida está llena de nuestros recuerdos, de nuestras vivencias, pero también de nuestras lecturas. Una lágrima derramada en un funeral es tan real como aquella que se nos ha escapado mientras vamos pasando las páginas de un libro, los versos de un poema. Ambas forman parte de nuestro pasado, de nuestro recuerdo. Y a ella nos aferramos en tantas y tantas ocasiones para sentirnos vivos. 


 
Y todos los que estamos de alguna manera ligados al proyecto de “Poesía en el Corral”, desde los directores a los colaboradores, desde los poetas a los inductores de este proyecto, partimos de una idea: no compartimos la máxima de que la poesía es algo ajeno a nuestras vidas, de que la poesía es minoritaria y elitista, de que tan solo está destinada a unos pocos. Es cierto que la poesía crea un lenguaje particular, una gramática única alrededor del ecosistema del verso que, poco a poco, cada vez es más ajena a nuestra cotidianidad, empezando por la escuela. Es cierto que cierta poesía ha buscado, de manera deliberada y consciente, marcar un abismo entre la letra y su sentido, jugando en vaivenes retóricos que se agotan en sí mismos, en los retruécanos de su propia dificultad... Pero también estamos convencidos el que otro camino es posible, y a ese camino el Corral de Comedias le ha prestado un espacio mágico, en que la poesía cobra vida en cada sílaba; y en este espacio, mes a mes, contaremos con dos voces poéticas que se entrelazarán en la espiral violenta del arte, de la literatura, esa que nunca debe dejarnos indiferente. Para bien o para mal. Pero nunca indiferente. 


 
Y en la magia del próximo miércoles han sido convocadas dos voces poéticas que se susurran, que se arrullan y que son capaces de transitar por las “sílabas contadas” y por las lecturas clásicas como san Pedro por su casa. Abro al azar el libro de Amalia Bautista en que ha recogido su poesía de los últimos años que lleva por título “Tres deseos”, y el azar me lleva al comienzo del poema “El mensajero”: “Haría cualquier cosa que él quisiera / porque ya sólo veo por sus ojos”. Y el ritmo del endecasílabo me arrastra a un nuevo universo en que las palabras más cotidianas, las que podrían dar sentido a un titular de prensa se llena de un “algo más” que lo convierte en arte, ese que perdura más allá de la lectura y que se incrusta en nuestro recuerdo: “Ha venido un amigo a visitarme: / le ofrezco una cerveza y continúo / vistiéndome. Mi amigo se ensombrece / y dice que ha venido hasta mi casa / para darme una pésima noticia: / “él no te quiere; siempre te ha engañado”. / Termino de arreglarme. Me perfumo. / Él me espera. No puedo llegar tarde. / Acabo de matar al mensajero”. Y estos versos que me han llegado al azar de su libro tienen el aroma de la poesía de Amalia; una poesía en que la técnica, la lucha por el verso perfecto, el ritmo y las sílabas se ha escondido detrás de la apariencia de un poema claro y luminoso; un poema que parece sencillo -como todo lo realmente difícil-, pero que se llena de sombras, de matices, de vida con cada lectura. Y como ella misma escribiera, al leer la poesía de Amalia, a uno se le escapa de los labios aquello de “Cuéntamelo otra vez, es tan hermoso / que no me canso nunca de escucharlo”. Y así sucede con la poesía de Amalia Bautista: leemos una y otra vez sus versos, sin cansarnos nunca.



No sé muy bien la razón, pero cuando recuerdo a Francisco Martínez Morán, a esta voz poética alcalaína, que ya ha cruzado premios y prestigiosos comentarios en la prensa -más que merecidos-, recuerdo su voz leyendo el poema “Ceremonia pictórica”: “Desata la galerna, William Turner. / Retrata el equilibrio, Botticelli. / Viérteme en los pinceles, Claude Monet”... Y es que en la poesía de Francisco se aúnan sus lecturas -que son su vida- con esa vida que él, como nadie, sabe convertir en literatura. Este poema que forma parte de “Tras la puerta tapiada” (Premio Hiperión de poesía, uno de los más prestigiosos de toda España), se encuentra al lado de otro titulado “Elvira Castro”: “Mañana hace dos años, me susurra / al oído mi madre, muy bajito: // el olor de mi abuela todavía / me impregna la memoria cuando pienso / que todo lo que soy llegará a nada”. La poesía de Francisco Martínez Morán hay que leerla como el buen whisky: son versos que uno esperaría al final de una vida, porque en todo hay un regusto de experiencia de vida que no se espera de un joven como él. Hay pocos poetas en el panorama literario actual que permitan una segunda lectura de su obra: pueden sorprender por su espíritu rompedor -las menos de las veces- o porque se adentra en territorios y experiencias que a uno le parecen exóticas -cuestiones ya de edad-. Pero la poesía de Francisco Martínez Morán con parecer clásica resulta enormemente vanguardista; con llenarse de referencias literarias y de lecturas, despunta vida por sus cinco costados. Una vida de un joven por más que domine la técnica y sea capaz de reírse de sí mismo, como en “Propósito de enmienda”: “Pienso: voy a escribir poemas largos”. El miércoles en el Corral de Comedias vamos a disfrutar de una noche poética por todo lo alto; la primera de una serie de citas que devolverán a Alcalá de Henares el hilo de Ariadna de su alma poética.

miércoles, 28 de octubre de 2009

Las niñas (y niños) de plata



Es difícil ir construyendo una Universidad. Sobre todo si se trata de una Universidad que tuvo su fundación hace cientos de años, su esplendor a lo largo de los siglos, y que vivió desde el siglo XIX una decadencia que la llevó a desembarcar en Madrid y le obligó a crear una nueva Universidad en la ciudad que la vio nacer. Y que se hizo a la sombra y en el interior de los edificios que le dio el coraje y el empuje de otros tiempos, que de pasados se espera que sean futuros. Esta es la historia imprecisa de la Universidad de Alcalá, la que sigue buscando una identidad que las crisis demográfica y la educativa parece que le niega. Los que hemos tenido la suerte de haber vivido los primeros momentos de esta nueva Universidad, de haber sido los primeros en inaugurar facultades y enseñanzas sabemos lo difícil que es comenzar de cero. Pero también lo apasionante que supone este reto, este saberse ante el abismo de lo no escrito, de lo no tabulado, de lo no establecido. ¿Dónde está el límite de estas aventuras? En nuestra capacidad de soñar, en nuestra capacidad de mirar más allá de las fronteras suicidas de lo mezquino y de lo establecido. Han pasado muchos años de aquella Facultad de Filosofía y Letras que iba descubriendo, curso a curso, pisos y rincones del edificio del Colegio de Málaga, que compartimos en primer año con los niños del orfanato de Madrid; muchos años de las obras de remodelación de Caracciolos, de esas obras que con tanto mimo supervisó Antón Alvar, y que nos enseñaba con la misma pasión con que podríamos mostrar a los amigos los planos del nuevo piso que nos hemos comprado. Todo estaba por hacer. Y en todo, cada uno de nosotros podía participar. Recuerdo el respaldo que nos dio Manuel Gala, entonces rector, para que siguiéramos adelante con “Parole”, la revista de “Filología y de creación literaria” que, por unos años, financió el Servicio de Publicaciones; o cómo un grupo de alumnos comenzamos a trabajar con Carlos Alvar en la “Revista de Literatura Medieval”, del que sale este año su número 21, y es considerada una de las más reconocidas y prestigiosas en el tema; cómo olvidar las noches en que el bedel nos dejaba encerrados en el Colegio de Málaga, y cómo debíamos llamar a la policía para poder salir… historias de abuelote, sin duda; pero historias que no debemos olvidar porque son las historias y las personas que han puesto los cimientos de la Universidad que ahora es la de Alcalá de Henares, una Universidad que perdió el alma y todavía se encuentra en el camino de encontrarla; y seguro que lo consigue si es capaz de tener a su timón personas que conozcan su pasado, que sean capaces de afrontar el futuro con la sonrisa del riesgo y la seguridad de la temeridad.


Y algunos ejemplos hacen que podamos ser optimistas, ya que no siempre el pasado fue mejor. Hace veinte años se fundó el Aula de Teatro de la Universidad de Alcalá. Como algunos, puedo decir que yo estaba allí cuando se produjo esta fundación, de la mano de la llegada a Alcalá de un profesor de cuyo nombre no quiero acordarme. Nada bueno ha hecho para que quede memoria de él. De lo malo, y mucho que hizo, mejor no acordarse tampoco: el tiempo, ese gran constructor, termina por poner a cada uno en su sitio, y el polvo del olvido no me parece mal lugar para que permanezcan enterradas y olvidadas sus miserias. Pasó y en su rastro sólo se pueden encontrar mezquindades. Un Aula de Teatro es uno de los espacios idóneos para hacer Universidad, para ir tejiendo las redes de relaciones que van más allá de los intereses académicos y profesionales, que consiguen que estudiantes y profesores de diferentes disciplinas y edades puedan compartir los mismos intereses. Pero un Aula de Teatro cobra vida cuando se ensayan obras, se representan, se discuten, se llevan a otros festivales, se difunde el nombre de la Universidad a lo largo y ancho del mundo. Hay algo que queda impreso en el corazón. Algo que a uno siempre le acompañará por más que la vida le lleve por caminos bien diferentes. Y así, es un lujo para la Universidad de Alcalá contar en la actualidad al frente del Aula de Teatro con Ernesto Filardi, que no sólo ha sido alumno y doctor de sus aulas de Filología, sino que también es licenciado en representación por la RESAD; es decir, un hombre de teatro universitario… ¡Qué más se puede pedir! Pues que además le entusiasmen los retos y que se mueva como pez en el agua con los sueños y las proezas. Y es que es una proeza lo que ha hecho en tan poco tiempo al frente del Aula de Teatro… pero entre todos sus logros me quedo con la compañía que ha sabido formar y conformar, y que han puesto sobre los escenarios de media España la obra de Lope de Vega “La niña de plata”. Nunca una compañía universitaria alcalaína había tenido tamaño éxito; nunca se había adentrado en el Corral de Comedias de nuestra ciudad. Ha sido un placer poder disfrutarlos estos días. Desde los estudiantes de los institutos hasta el público en general. Pero sobre todo, ha sido un placer poder tener cerca, muy cerca, las miradas y las sonrisas de sus niñas y niños de plata: de Soraya Gonzalo, Consuelo Garbajosa (magnífica en su papel de tía de Dorotea), Alberto Conde, Raúl Prados, M. Ángel Romero (audaz en su verso), Luna Paredes (divertidísima y genial, como siempre), Helena Lanza, Yassine Nadji, Sara Palomar y, cómo no, del propio Ernesto Filardi. Ver a estos jóvenes encima de las tablas centenarias del Corral, oír fluir el verso de Lope en sus labios, comprobar cómo son capaces de buscar la complicidad del público… en fin, verles crecer y crecer sobre el escenario es una prueba más de que la Universidad está viva, que es posible ir haciendo Universidad más allá de los discursos y de las palabras huecas de nuestros políticos (en especial de aquellos que miran a la Universidad como un enemigo). ¡Bravo muchachos, nos habéis hecho pasar una tarde estupenda! ¡Bravo, Ernesto por todo lo hecho y, sobre todo, por todo lo que aún tienes que seguir construyendo!

Expectativas

No hay peor estrategia que la de ponerse a leer un libro con ciertas expectativas. Con todas las expectativas. Como muy bien indica el Diccionario de la Real Academia Española, el más normativo de los normativos, cuando hacemos algo con expectativas lo hacemos con la esperanza de que existe una posibilidad razonable de que algo suceda. “Posibilidad razonable”, no lo olvidemos. Con el tiempo uno aprende a ir dejando en un segundo plano las expectativas; a no soñar con lo que puede suceder como con contentarse con lo que realmente ha sucedido. A los veinte años creemos que podemos comernos el mundo, que es otra manera de decir que nos sentimos capaces de transformarlo a nuestra imagen y semejanza; a los treinta, ya nos contentamos con hacer nuestro entorno más cercano tal y como quisiéramos que fuera, y a partir de los cuarenta, la lucha es conseguir que ni el mundo ni nuestro entorno nos cambie a nosotros, mantener intactas parcelas de independencia, de valores y de ideas. A medida que pasa el tiempo, a medida que nos vamos llenando de experiencias, de que vamos viviendo y no tanto soñando con vivir, nos hacemos más comprensibles y más sabios. Y así debería ser de manera natural, así es propio de los hombres. No hemos de olvidar que en las por nosotros consideradas culturas primitivas, el jefe no es el más fuerte, el más ambicioso, el más manipulador, el más político o religioso; el jefe es el más sabio, es decir, el más anciano, el que ha conseguido atesorar más experiencias, más vida y, por tanto, está más capacitado para juzgar la vida de los otros, esos que no hemos llegado a su grado de vejez, de sabiduría. Pero bueno, a nosotros nos ha tocado vivir en una “sociedad moderna”, una sociedad en que el más “listo”, que no el más sabio, es el que sigue triunfando, el que sigue creyendo que sus expectativas de vida pueden convertirse en el modelo que los demás tenemos que seguir. Y si no, que se lo digan a tantos “listos” como ahora vemos aflorar en política popular.


Pero también es malo vivir sin expectativas, sin esas posibilidades razonables que se nos ponen delante y que, en ocasiones, se llenan de cantos de sirena. ¿Por qué leer una determinada novela? Una posibilidad razonable es que hayamos leído y disfrutado la anterior novela de ese mismo autor, con lo que tenemos la expectativa que esta nueva entrega no nos defraudará. Hay autores geniales que han ido construyendo una obra sólida a partir de textos a cada cual más genial. Otros en cambio, no son capaces de aguantar el tipo, y siguen ofreciendo obras que están muy por debajo de la calidad y la expectativas de sus primeros textos. En el primer grupo podríamos incluir a grandes novelistas como Gabriel García Márquez (y claro, juego sobre seguro), o Mario Vargas Llosa o, más recientemente, mi admirado Philippe Claudel; o a poetas como José Manuel Caballero Bonald. En el bando contrario, he de situar con todo el dolor de mi corazón a Eduardo Mendoza, con su nueva novela fallida, y, sin tanto dolor, a Juan Manuel de Prada, que sigue viviendo del éxito de sus primeros y sorprendentes “coños”. Pero lo peor no es que nos vamos llenando de tiempo de expectativas personales. ¿Quién no tiene un amigo al que siempre queremos ver, con quien siempre lo pasamos bien y cuyas cenas y comidas cubren siempre las expectativas que habíamos puesta en ellas? ¿Quién no está esperando cada año a su director favorito para que le regale una nueva obra que le sorprenda, que le entretenga, que le enseñe y le haga disfrutar? Así pasaba hasta hace bien poco con Woody Allen, y así parece que seguirá sucediendo con sus próximas películas; y así esperábamos que siguiera pasando con Alejandro Amenábar, que ha puesto en marcha el proyecto cinematográfico más caro de toda Europa. Y con estas expectativas –su obra anterior, realmente genial, su capacidad de liderazgo, el presupuesto con que ha contado…- uno esperaría algo más de “Agora”. Reconozco que la película cumple su misión, y que sus más de dos horas entretiene y enseña a un tiempo; una enseñanza que no debemos olvidar en momentos como los actuales cuando miramos al integrismo islámico como si nada tuvieran que ver con nosotros... y somos unos, siempre los mismos, siempre con los mismos miedos, las mismas miserias. Y la matemática y filósofa Hipatia brilla con luz propia… hasta que le llega el final, como a la biblioteca, como a la ciencia, como a todo lo que se había avanzando en aquel tiempo, un tiempo poblado también de hombres sabios, aunque no compartieran nuestras ideas, las creencias de los cristianos que de sometidos y perseguidos, se convirtieron en una plaga religiosa, cruel y ansiosa de poder, como muy bien sabe retratar la película. Una película digna, agradable… pero ¿es esta la expectativa que esperaríamos de un director genial como Amenábar? Conocí “Tesis” gracias al Cineclub Nebrija. Vi la película una noche en el Teatro Salón Cervantes. Y lo pasé mal. Sentí miedo, un miedo que se me quedó instalado en los huesos mientras por la calle Santiago me dirigía a mi casa. Y recuerdo la película y estas sensaciones porque ya forman parte de mi vida. Creo que cuando pasen los años ni me acordaré donde vi “Ágora”. Quizás el problema sea mío, por ir a verla con expectativas al ser la película más cara de nuestro cine. Pero así son las expectativas, un pozo sin fondo. Por poner un último ejemplo: comencé este texto para hablar de mi decepción al leer la novela de Andrés Neuman, “El viajero del siglo”, publicitada por todos los medios como uno de los mejores textos de los últimos años. Pero ya no tengo ni tiempo ni ganas de hablar de ella. Sólo les puedo decir una cosa: si aún no la han leído, no le dediquen ni un segundo de su vida. ¡Hay tantos textos que aún nos están esperando en los márgenes de cualquier perspectiva y que merecen nuestro tiempo y esfuerzo!


lunes, 12 de octubre de 2009

Coloquio de los perros


Se diría que Cervantes es autor de una sola obra: el “Quijote”. Y realmente el éxito y la difusión de su libro de caballerías a lo largo y ancho de estos más de cuatrocientos años bien podrían justificar esta idea. Incluso esa vuelta de tuerca que tanto gustaba a Unamuno de imaginar a Cervantes como la excusa del propio don Quijote, el personaje que daba sentido al autor, que justificaba su existencia, siendo más real la de papel que la vivida por el complutense. Pero Cervantes es autor de otras tantas obras, muchas de ellas igualmente geniales y sorprendentes, obras que fue publicando en los años posteriores al éxito del “Quijote”, y en que todavía intenta apoyarse y utilizar. Así lo hace con las geniales “Novelas ejemplares”, cuyo prólogo no puede dejar de remitir a su obra caballeresca, en un evidente reclamo publicitario del que Cervantes es un maestro declarado y confeso: “Quisiera yo, si fuera posible, lector amantísimo, excusarme de escribir este prólogo, porque no me fue tan bien con el que puse en mi Don Quijote, que quedase con ganas de segundar con éste”. Doce novelas ejemplares (o quizás once) que llenan de contento y que siguen sorprendiendo por sus temas y, sobre todo, por la capacidad de Cervantes de crear universos personales con tan pocos medios, tan escasas palabras. Y, como don Quijote, los protagonistas de estas novelas que, al tiempo que deleitan enseñan, se adueñan de nuestras vidas y se convierten en personajes que pululan por nuestros recuerdos, por nuestro futuro: la gitanilla Preciosa, Rinconete y Cortadillo, el Licenciado Vidriera, el celoso Carrizales, la señora Cornelia, o Peralta… y ¡cómo no! Cipión y Berganza. Pues si hay una novela original, curiosa y moderna, esa es el curioso diálogo entre “Cipión” y “Berganza”, dos perros del vallisoletano hospital de la Resurrección. Curioso diálogo que más que una nueva novela se ofrece en la transcripción manuscrita del alférez a una conversación que había escuchado en varias noches, entendiendo de lo que hablaban quien lo hacía, que no eran más que dos perros, que dedican este tiempo nocturno de magia y de disparates a dar cuenta de sus vidas, que es otra manera de decir de hacer crónica de su tiempo, seguramente de un tiempo en clave en el Valladolid cortesano de aquel entonces. Y aunque creer que dos perros puedan tener un coloquio como el escrito parece cosa de mentira y de fábulas, como bien indica Peralta, “paréceme que está tan bien compuesto que puede el señor alférez pasar adelante con el segundo”, que no es otro que la vida de Cipión, después de conocida, en una noche, la del perro Berganza. Pero esa es historia que Cervantes dejó en el tintero (si es que alguna vez tuvo intención de escribirla).

Y si sorprendente, moderna y genial resulta este “coloquio”, parte o no de la novela ejemplar “El casamiento engañoso”, igual de sorprendente, moderna y genial es la versión que se ha podido ver en el Corral de Comedias durante la Semana Cervantina. Tan solo una persona con el arrojo (casi quijotesco) y arraigadas lecturas cervantinas como Arsenio Lope Huerta se habría atrevido a versionar la obra cervantina. No es fácil transformar la incontinencia verbal de Berganza en un espectáculo de cuarenta minutos. ¿Qué quitar? ¿Qué dejar? ¡Cuántas dudas y cuántas vueltas atrás habrá tenido que soportar Arsenio en estos últimos meses! Pero el resultado ha valido la pena, ¡válgame Dios! Un espectáculo en que la esencia del coloquio ha quedado fijada. Y no menor dificultad tenía llevar a la escena un diálogo, un coloquio, que, junto a las continuas digresiones filosóficas y literarias, cuenta, en esencia, hechos del pasado. ¿Cómo situar en el escenario el acto de narrar y la propia narración que le da sentido? No he visto (o al menos no recuerdo ahora) otras adaptaciones de esta obra, pero reconozco que la apuesta de Fefa Noia me ha encantado: jugar con los planos del propio escenario, desde el inicial más cercano al público al más superior, que atrapa al marco narrativo que justifica la transcripción de este curioso coloquio, no puede ser más acertado. Así como la estética entre moderna y antigua con que se ha vestido y ha llenado de sentido la obra. Pero todo este esfuerzo, el de la adaptación y el de la dirección no se hubiera hecho realidad sin el recital de gestos y de entusiasmo de sus cuatro actores, de estos alumnos del Curso de Formación del Centro de Estudios del Teatro de La Abadía: Óscar de la Fuente, Quique Fernández, Jorge Martín y Almudena Ramos, a los que hemos visto correr, gritar, cantar, sorprender, bailar… en un repertorio interminable de situaciones, que han permitido convertir el espectáculo de “El coloquio de los perros” en una mina de pasatiempos. Sería difícil elegir a uno de ellos; imposible quedarse solo con una escena. El “Coloquio de los perros” ha sido una feliz iniciativa de la Abadía para acercarnos el genio creador de quien da sentido a la semana de celebraciones que ha vivido nuestra ciudad. Una feliz iniciativa que demuestra que más allá del “Quijote” hay vida: una vida genial como es una de las más geniales (y sorprendentes) novelas de nuestro querido Miguel de Cervantes Saavedra. Espero que la sigan representando en otros escenarios y que cientos de personas aplaudan a rabiar como lo hicimos en el Corral de Comedias hace tan solo unos días.

domingo, 27 de septiembre de 2009

Ana Matías


Hay algo de luz de amanecer en los aguafuertes y pinturas de Ana Matías. Lo mismo que los primeros rayos de luz parecen sorprenderse al rozar los objetos, al descubrir sus contornos hasta inventarlos con nuevas sombras y experiencias, así parece suceder con la luz pictórica de cada una de sus obras, como si Ana Matías antes que dibujar, antes que pintar, antes que llenar de sombras y luces sus aguafuertes, estuviera ofreciéndonos el milagro de una nueva realidad. La de todos los días. La de todos los amaneceres. Y con ser la misma de siempre, no deja de sorprendernos, de admirarnos una vez más, como todo amanecer, como los primeros rayos de luz, que permite ir despejando las sombras e intuir el esplendor del sol, de la vida, de una vita nuova que se instala, casi sin quererlo en nuestras vidas, en nuestros ojos. Y lo hace para quedarse, como la obra de Ana Matías.
Los retratos de tantos y tantos amigos (Juan, Petra, el nadador, Merche y Álvaro, Federica, el hombre de los cien barrios, Anais…), los ángeles (de ciudad, de Machín, azules, caídos…), los despertares, las vírgenes de arrabales de Ana Matías son capaces de traspasar el lienzo, el papel para quedarse a nuestro lado. Aquella pared vacía como una noche sin luna, oscura, sin sentido, de pronto parece llenarse de vida cuando recibe los rayos de una de las obras de Ana Matías. Como las primeras luces del amanecer, el milagro de lo cotidiano se despliega ante nuestra mirada con la certeza de lo inevitable. Y aquella pared, como el paisaje, parece cobrar ahora sentido con la obra de Ana Matías. No antes. Nunca después. Como un amanecer artístico. Y es que Ana Matías es capaz de hacer realidad lo imposible. Y lo hace con la sencillez y la naturalidad de los genios, como si fuera lo más normal del mundo. Como un amanecer, del que no nos damos cuenta de su existencia hasta que la luz hace brotar de los objetos la vida apelmazada de las horas de sueño y de oscuridad. Y es que Ana Matías no pinta, no dibuja, no intenta reflejar en un lienzo o en un papel la realidad, la que se presenta ante los ojos, la más externa y la más previsible. Ana Matías crea. Ana Matías resucita los objetos, los cuerpos, les devuelve la carne con sus pinceles, con sus materiales para el aguafuerte. Ante una obra de Ana Matías, los ojos resultan escasos y limitados. No podemos quedarnos sólo con mirar y admirar. Queremos más. Queremos tocar, oler, sentir, hablar, compartir como si tuviéramos delante de nosotros al amigo, al amante, al hijo. Porque delante de nosotros no tenemos una imagen, sino algo más: una vida, tocada por las geniales luces artísticas de Ana Matías; una luz que no necesita casi nunca de los colores. La carne tiene su propio color, que es el del amanecer, que es el de las formas intuidas antes que precisadas.
En el salón de mi casa tengo colgados un ángel (el caído) y el primer despertar de Ana Matías. Hace ya tiempo que dejó de sorprenderme que a la noche salieran de su cuadriculada existencia a las que les había confinado y se fueran en busca de otras vidas, de sus vidas. Al principio sentí un vacío igual que el de las paredes ahora nocturnas, sin sentido. Pero ahora sé que no importa, que siempre vuelven al amanecer, que cada nuevo día es también un nuevo día para ellos, y que lo hacen, como yo, como nosotros, cargados de experiencias, de nuevos matices y de imperceptibles arrugas que, con el tiempo, marcarán su sonrisa, sus gestos, sus miradas. Y así, por la mañana, mientras desayuno, con mi café en la mano, les observo, les admiro. Con los primeros rayos del amanecer les encuentro nuevos detalles, nuevos matices, un pliegue en la piel que había conseguido pasar desapercibido en todos estos años de compañía. Envejecemos juntos. Juntos nos vamos, poco a poco, conociendo.
Y es que Ana Matías no pinta, no dibuja. Su arte, de un amanecer que no deja de sorprender, va más allá: como los primeros rayos de luz, devuelve la vida a todo aquello que toca. Y como los primeros rayos del amanecer lo hace con total sencillez, como si ser capaz de darle cuerpo y piel a sus cuadros, a sus aguafuertes fuera lo más natural del mundo. Y por esto, no nos debe extrañar que las obras de Ana Matías tengan vida propia. Y por eso, sé que no pasará mucho tiempo para que esta niña termine por despertar y se vaya en busca de otros ángeles, que salte y salte hasta tocar el cielo, que su pubertad se llene de franjas rojas. Eso sí, espero siempre tener cerca una ángel de Ana Matías. Son de esos ángeles que devuelven la vida con solo una mirada. Son de esos ángeles que tienen cuerpo y alma.
Ana Matías es capaz en sus obras de devolverle el cuerpo al verbo y piel a cada una de nuestras sonrisas. Una verónica poética con un pincel, con una punta en la mano.

Historia de una manipulación


El lunes 21 de septiembre, el ex presidente de la Junta de Extremadura, Juan Carlos Rodríguez Ibarra fue entrevistado por Carles Francino en el programa Hoy por hoy en la Cadena Ser. La razón de esta entrevista estaba en el artículo que había publicado Ibarra en “El País” el sábado anterior, 19 de septiembre, titulado: “PSOE… donde nadie se atreve a levantar la voz”, que toma su título, como indica el propio autor al inicio del mismo, de la crónica que Fernando Garea, periodista de “El País”, escribiera el 14 de septiembre: La gestión de Zapatero de la crisis siembra el desconcierto en el PSOE. Como miembro del Comité Federal del PSOE, Rodríguez Ibarra salía al paso de la imagen que desde la prensa se estaba difundiendo de un partido y de un secretario general que había impuesto la ley del silencio. Defensa de la labor callada y activa de tantos militantes socialistas, al margen de cargos, prebendas o sueños de poder. Su artículo terminaba con una exclamación, al más peculiar estilo Ibarra, que en sus decenios en el poder se ha caracterizado por decir siempre lo que pensaba: “¡Miles de militantes nunca llegaron ni a concejal y ahí siguen peleando y defendiendo sus ideas, sin pensar que, si no llegan a ministros, no merece la pena seguir en este apasionante proyecto!”. Y con estos datos se teje el prólogo de la entrevista que le hacen en la Cadena Ser, en el programa matinal más escuchado de la radio española. Por pura casualidad escuché la entrevista. Y la escuché entera. Tampoco tiene mucho mérito ya que no duró más de diez minutos. Después de unos preámbulos en que se habló de la relación difícil que tiene ahora el gobierno con el grupo PRISA, de lamentar Ibarra que se corten las líneas de comunicación con el pueblo, un error grave de todo político, ya que es necesario contar con medios que sirvan para difundir las propuestas, que no para apoyarlas sin críticas, en una de esas frases redondas que le salen a veces, en un momento dado, Carles Francino le pregunta por las diferencias entre Obama y Rodríguez Zapatero; y éste, en el tono de humor que le caracteriza, pone dos ejemplos de la superioridad del presidente español frente al mandatario estadounidense: por un lado, Rodríguez Zapatero es capaz de dar un discurso de memoria, sin utilizar las pantallas transparentes de las que se vale Obama en todas sus intervenciones; y por otro lado, Obama tiene problemas para montar una sanidad pública y universal, mientras que en España la sanidad es tan universal, que hasta comienza a ser un problema, debido al conocido como turismo sanitario: “Comienza a haber un turismo sanitario de muchísima gente y muchísimos países, tanto europeos como latinoamericanos, que vienen a España con un billete de avión de 300 euros y se operan de la cadera que cuesta un poquito más”. Pero el problema no viene de esta idea, clara y compartida por muchos (y sólo hay que irse a las zonas de turismo mediterráneo para constatarlo día a día), sino en el titular que sin quererlo estaba regalando Ibarra unos segundos antes al decir que “Zapatero tenía que intentar hacer una sanidad para los españoles, y sólo para los españoles”. Sin quererlo, en un contexto que pretendía tan solo apoyar a Zapatero frente a Obama, Ibarra comete un error al utilizar ese “español” que puede ser manipulado de mil maneras. La entrevista a Ibarra tiene miga, está llena de mil comentarios inteligentes de alguien que, compartamos o no sus ideas, ha sido presidente de una Comunidad autónoma y lleva a sus espaldas una gran experiencia política y de servicio público. Eran, si no recuerdo mal, las diez menos diez (más o menos). Después de la entrevista, de los anuncios, llegaron las diez y el resumen de las noticias más importantes: y ahí, en solo diez minutos comienza la manipulación. Se crea una noticia donde ante no la había. En el resumen de las noticias, se indica que Rodríguez Ibarra, en la Ser ha defendido la necesidad de “hacer una Sanidad solo para los españoles”, como si fuera una propuesta concreta, pensada, meditada, en que el término “españoles” se entiende exclusivista. Nada de que se trata de la respuesta a la comparación entre Obama y Zapatero, a las dificultades de uno para comenzar un proceso que en España ya tenemos más que superado. Y a partir de este momento, las palabras de Ibarra fuera de contexto se difunden, se manipulan, se comentan, se critican, se convierten en un nuevo frente abierto. Los tertulianos se ponen las botas y comienzan los actos de fe y la inquisición editorial hace de las suyas. Al día siguiente en un programa matutino de la 1, a las nueve de la mañana, se sigue hablando del tema, de la reacción de la Ministra de Sanidad, del siempre oportunista Rajoy, etc. etc… y todos hablan, que si Ibarra ha querido decir esto o aquello, que si es xenófobo, que si los inmigrantes legales pagan sus impuestos, que si ha querido abrir el tema de los inmigrantes ilegales, que si Ibarra ha hecho lo de siempre, dar una de cal y otra de arena, que si ha defendido algunos principios que en Francia sólo los defiende Le Pen. Y no les aburro más. Y todo hubiera sido tan fácil: esta mañana para escribir esta pequeña historia de una manipulación, solo he tenido que entrar en mi ordenador y leer el artículo de Ibarra en El País y escuchar de nuevo completa la entrevista en La Ser. Todo está en Internet, de libre acceso. ¡Lástima que la prensa haya dejado de ser ese periodismo serio que antes de dar una noticia contrastaba sus fuentes! Lástima que la Ministra de Sanidad salga en defensa del sistema universal de salud pública española a partir de un titular de prensa sin escuchar la noticia en su contexto. Lástima que vayamos perdiendo, poco a poco, nuestra capacidad crítica. A más de uno, les mandaría de nuevo a la Facultad de Periodismo. La manipulación se ha instalado en la política y en la prensa de una manera escandalosa. Como ciudadano, le pido mil disculpas, Juan Carlos Rodríguez Ibarra. Pero, como perro viejo que es, seguro que se ha reído mucho con esta manipulación, a la que debe estar ya acostumbrado. Pero ha sido un triste espectáculo de cómo manipular la realidad cuando uno está falto de argumentos. Ideas y proyectos, señores políticos, es lo único que pedimos y demandados los votantes.

lunes, 7 de septiembre de 2009

El Extremeño en la Calle Coruña

El Extremeño en la Calle Coruña

Malos tiempos para los emprendedores. Malos tiempos para comenzar nuevos proyectos. No está el horizonte para muchos proyectos, con la que está cayendo. La crisis sigue ahí, agazapada bajo la amenaza de los despidos y la necesidad de reconvertir una economía que ha vivido demasiado tiempos de espaldas de la realidad: al principio con la economía sumergida (que permite sobrevivir aún hoy a muchos hogares) y después a la economía del pelotazo y del ladrillo, que sigue dando sus últimos coletazos, tanto en economía como en política. A fin de cuentas, los escándalos de Marbella de algunos años y el del velódromo Palma Arena de Palma de Mallorca de este verano tienen en esta confluencia peligrosa entre política y economía su razón de ser. Malos tiempos en que algunos políticos consideran que a río revuelto buenas serán las ganancias electorales, políticos que en vez de ofrecer apoyos y esperanzas, soluciones y propuestas, se dedican a intoxicar y a difundir mentiras. Así están las cosas y así seguirán estando en los próximos meses. Nos quieren instalar en la dinámica del miedo y muchos parecen sentirse cómodos en el inmovilismo. En noviembre llegarán los datos de los beneficios de los bancos, de las entidades a las que hemos tenido que ayudar para no hacer quebrar toda la economía… y entonces nos sorprenderemos con que sólo habrán ganado cientos de millones de euros. ¡Pobres! Y tantas familias haciendo carambolas para poder llegar a fin de mes. Y allí saldrán ellos, los banqueros con sus trajes hechos a medida (si no son regalados por alguna mano generosa y altruista) y con cara de pocos amigos repartirán dividendos entre sus accionistas, miserias que se cuantifican en miles y miles de euros. ¡Pobres! Y así seguimos. Esperando ver en los grandes indicadores de la economía algún dato para poder lanzar campanas al vuelo (el gobierno) o para devolverles al dibujo de un infierno sin salida (la oposición). Y frente a los grandes datos, nos quedamos con los minúsculos de todos los días, esos que nos hablan de despidos, de problemas laborales, de una patronal que aprovecha el momento para sacar sus dientes más conservadores y maléficos, considerando que cuanto menos cobren los trabajadores, mayores serán sus rendimientos. Y así, las familias, las de aquellos que no tienen posibilidad por ningún lado de recibir trajes, relojes de oro y demás prebendas de las que seguiremos oyendo hablar en los próximos meses, ven cómo su dinero cada vez le llega menos para afrontar el final de mes. Y esos pobres banqueros que sólo ganarán este año un 18%, frente a las cifras astronómicas que consiguieron en los mejores años de la economía del ladrillo y del despilfarro.
Por eso, la noticia de un joven que emprende un nuevo negocio, que se arriesga en estos momentos en abrir la puerta a un incierto futuro no deja de ser una rayo de esperanza entre tantas palabras inútiles y tantos enfrentamientos con victoria pírrica, como nos tienen acostumbrados los periódicos, televisiones y radio. Hace tiempo que el periodismo dejó de ser un cuarto poder, para convertirse en la cuarta pata del poder establecido, que, rascando, rascando, es sólo el de la economía. Y esta historia nueva que nace, que ahora comienza la conozco bien porque me afecta muy directamente. Un hermano mío ha decidido, aprovechando el dinero del paro y las escasas oportunidades que se ofrece ahora en el mercado laboral, afrontar el propio reto de abrir su propio negocio. Una tienda de frutos secos en la calle Coruña. El Extremeño. Es cierto que no lo hace desde la aventura y la soledad. Todo lo contrario. Lo hace apoyado por la experiencia y el buen hacer de nuestro padre, Casto, que mantiene tienda abierta en Caballería Española desde hace muchos años junto a mi hermana Margui. Un negocio familiar que se remonta a 1966 cuando mi padre vino a Madrid desde Extremadura en busca de su propio futuro. Malos tiempos también aquellos. Malos tiempos de inmigración y emigración de los que ahora parece que muchos reniegan y no quieren acordarse. Aquellos momentos de inicio sí que fueron duros. Y duros también serán los primeros tiempos de la tienda “El Extremeño” en la calle Coruña que ha abierto mi hermano Juan Pedro, aunque cuente con el apoyo y la experiencia (y las patatas fritas) de la tienda de Caballería Española. Son malos tiempos para cualquier iniciativa empresarial, pero el ejemplo de mi hermano a mí me llena de esperanza y vuelvo a las páginas de economía y a los grandes titulares políticos o los incomprensibles números de la economía y los veo con otros ojos. Perdóneme que les haya contado esta historia personal. Pero me siento muy orgulloso de mi padre, de mis hermanos, que día a día, frente a los problemas, en vez de lamentarse, han preferido coger por los cuernos el toro de la economía y hacer, delante de todos nuestros miedos, una magnífica verónica. ¡Olé!

viernes, 4 de septiembre de 2009

Un grito de amor desde el centro del mundo

“Aquella noche me desperté llorando. Como siempre. Ni siquiera sabía si estaba triste. Junto con las lágrimas, mis emociones se habían ido deslizando hacia alguna parte. Absorto, permanecí un rato en el futón hasta que se acercó mi madre y me dijo: ‘Es hora de levantarse’”. Así comienza la novela “Un grito de amor desde el centro del mundo”, el último éxito del novelista japonés Kyoichi Katayama, una de las novelas del año pasado en Japón y más allá de sus fronteras si tenemos en cuenta las reediciones que se han realizado allí donde se han publicado. Katayama cuenta una trágica historia de adolescentes, pero ¿realmente destinada a adolescentes? Es cierto que la novela ha tenido un gran éxito entre los jóvenes japoneses, con más de dos millones de copias vendidas. Pero en España ni la editorial que lo ha publicado (Alfaguara) ni la colección donde ha visto la luz busca en absoluto este público adolescente, que se vería reflejado en los sufrimientos, en los pensamientos, en los sueños y en las desilusiones que se desbordan en sus páginas. Todo lo contrario. Es una novela de esas que atrapan, de esas que hay que leer lentamente, saboreando cada una de las palabras, cada una de las páginas. No es una novela para devorar en las interminables esperas de los aeropuertos o entre los avisos de paradas del metro o del tren. Es una novela para leer en el más apetecible silencio, dejándose llevar por un ritmo que nos remansa, que nos traslada a otra cultura, por más que reconozcamos en sus paisajes y en sus costumbres muchos de los tópicos de nuestra sociedad occidental. Todo es diferente en Japón. Todo debe ser diferente en Japón según lo expresan sus autores, según son capaces de conectar con su público.
“Aquella noche me desperté llorando…”. Así comienza la novela y así comienza un viaje, que llevará al joven protagonista, al narrador, Sakutarô, a Australia, a un viaje de sueños y de esperanzas… ¿Cómo seguir viviendo cuando desaparece un ser querido, ese que el destino nos había elegido para compartir nuestra vida? ¿Cómo llenar ese vacío, esa vida que habíamos imaginado siendo jóvenes y que se había llenado ya de recuerdos en tantos sueños adolescentes? ¿Cómo es posible vivir después de la muerte? Y a estas preguntas se da respuesta en esta novela, en boca de un ingenioso e inquieto adolescente que ve derrumbarse su mundo con el paso inexorable de la enfermedad y de la muerte. Pero no es la disección de la muerte y de sus consecuencias lo que le interesa narrar a Katayama… esa es más bien la excusa: su tema va por otros derroteros: el amor, sin duda; y sobre todo, el amor eterno. Ese amor que no se busca, que no se puede encontrar de casualidad, sino ese otro, el amor verdadero, el que te encuentra él, el que surge en una mirada… Francesca y Paolo dejaron de leer el libro de “Lanzarote del Lago” en el momento en que se narra el primer beso entre el mejor caballero andante del mundo y la reina Ginebra. No siguieron la lectura, como así lo recuerda Dante en el canto V de su “Infierno” porque los besos sustituyeron a la lectura. La realidad, la de Francesca y Paolo, como reflejo de amores ideales, como los de Lanzarote y Ginebra. En nuestra novela, Sakutarô y Aki son compañeros de clase en el instituto. Comparten aficiones y afectos… pero sus labios sólo sellarán un amor eterno cuando contemplen las cenizas de la mujer a la que amó en su vida el abuelo de Sakutarô, cenizas que la noche anterior había robado para así poder mezclarlas con las de su abuelo en el momento de su muerte. Lo que la vida no había conseguido unir sí lo terminaría por hacer la muerte. Ante esta visión, en forma de muerte, de un gran amor, sus labios se juntaron. Y este espejo será el de su propia historia. Y las relaciones, y las continuas líneas de contacto entre las diferentes historias narradas, los recuerdos evocados por Sakutarô a lo largo de la novela podrían multiplicarse. Porque, en su aparente sencillez, que hace que sea una lectura apropiada para millones de jóvenes, la novela de Katamaya esconde una compleja maquinaría literaria, en que todas las palabras, todas las historias, hasta las más anecdóticas están puestas con una finalidad. Una verdadera joya. Una complejo y perfecto mecanismo de relojería narrativa. Por este motivo “Un grito de amor desde el centro del mundo” ha de leerse saboreándola, como un manjar que se pierde en un gran plato en medio de la mesa, pero que cada bocado esconde una sorpresa, un nuevo sabor jamás sentido y degustado con anterioridad. ¡Chapó, que diría el clásico!