domingo, 27 de septiembre de 2009

Ana Matías


Hay algo de luz de amanecer en los aguafuertes y pinturas de Ana Matías. Lo mismo que los primeros rayos de luz parecen sorprenderse al rozar los objetos, al descubrir sus contornos hasta inventarlos con nuevas sombras y experiencias, así parece suceder con la luz pictórica de cada una de sus obras, como si Ana Matías antes que dibujar, antes que pintar, antes que llenar de sombras y luces sus aguafuertes, estuviera ofreciéndonos el milagro de una nueva realidad. La de todos los días. La de todos los amaneceres. Y con ser la misma de siempre, no deja de sorprendernos, de admirarnos una vez más, como todo amanecer, como los primeros rayos de luz, que permite ir despejando las sombras e intuir el esplendor del sol, de la vida, de una vita nuova que se instala, casi sin quererlo en nuestras vidas, en nuestros ojos. Y lo hace para quedarse, como la obra de Ana Matías.
Los retratos de tantos y tantos amigos (Juan, Petra, el nadador, Merche y Álvaro, Federica, el hombre de los cien barrios, Anais…), los ángeles (de ciudad, de Machín, azules, caídos…), los despertares, las vírgenes de arrabales de Ana Matías son capaces de traspasar el lienzo, el papel para quedarse a nuestro lado. Aquella pared vacía como una noche sin luna, oscura, sin sentido, de pronto parece llenarse de vida cuando recibe los rayos de una de las obras de Ana Matías. Como las primeras luces del amanecer, el milagro de lo cotidiano se despliega ante nuestra mirada con la certeza de lo inevitable. Y aquella pared, como el paisaje, parece cobrar ahora sentido con la obra de Ana Matías. No antes. Nunca después. Como un amanecer artístico. Y es que Ana Matías es capaz de hacer realidad lo imposible. Y lo hace con la sencillez y la naturalidad de los genios, como si fuera lo más normal del mundo. Como un amanecer, del que no nos damos cuenta de su existencia hasta que la luz hace brotar de los objetos la vida apelmazada de las horas de sueño y de oscuridad. Y es que Ana Matías no pinta, no dibuja, no intenta reflejar en un lienzo o en un papel la realidad, la que se presenta ante los ojos, la más externa y la más previsible. Ana Matías crea. Ana Matías resucita los objetos, los cuerpos, les devuelve la carne con sus pinceles, con sus materiales para el aguafuerte. Ante una obra de Ana Matías, los ojos resultan escasos y limitados. No podemos quedarnos sólo con mirar y admirar. Queremos más. Queremos tocar, oler, sentir, hablar, compartir como si tuviéramos delante de nosotros al amigo, al amante, al hijo. Porque delante de nosotros no tenemos una imagen, sino algo más: una vida, tocada por las geniales luces artísticas de Ana Matías; una luz que no necesita casi nunca de los colores. La carne tiene su propio color, que es el del amanecer, que es el de las formas intuidas antes que precisadas.
En el salón de mi casa tengo colgados un ángel (el caído) y el primer despertar de Ana Matías. Hace ya tiempo que dejó de sorprenderme que a la noche salieran de su cuadriculada existencia a las que les había confinado y se fueran en busca de otras vidas, de sus vidas. Al principio sentí un vacío igual que el de las paredes ahora nocturnas, sin sentido. Pero ahora sé que no importa, que siempre vuelven al amanecer, que cada nuevo día es también un nuevo día para ellos, y que lo hacen, como yo, como nosotros, cargados de experiencias, de nuevos matices y de imperceptibles arrugas que, con el tiempo, marcarán su sonrisa, sus gestos, sus miradas. Y así, por la mañana, mientras desayuno, con mi café en la mano, les observo, les admiro. Con los primeros rayos del amanecer les encuentro nuevos detalles, nuevos matices, un pliegue en la piel que había conseguido pasar desapercibido en todos estos años de compañía. Envejecemos juntos. Juntos nos vamos, poco a poco, conociendo.
Y es que Ana Matías no pinta, no dibuja. Su arte, de un amanecer que no deja de sorprender, va más allá: como los primeros rayos de luz, devuelve la vida a todo aquello que toca. Y como los primeros rayos del amanecer lo hace con total sencillez, como si ser capaz de darle cuerpo y piel a sus cuadros, a sus aguafuertes fuera lo más natural del mundo. Y por esto, no nos debe extrañar que las obras de Ana Matías tengan vida propia. Y por eso, sé que no pasará mucho tiempo para que esta niña termine por despertar y se vaya en busca de otros ángeles, que salte y salte hasta tocar el cielo, que su pubertad se llene de franjas rojas. Eso sí, espero siempre tener cerca una ángel de Ana Matías. Son de esos ángeles que devuelven la vida con solo una mirada. Son de esos ángeles que tienen cuerpo y alma.
Ana Matías es capaz en sus obras de devolverle el cuerpo al verbo y piel a cada una de nuestras sonrisas. Una verónica poética con un pincel, con una punta en la mano.

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