miércoles, 28 de octubre de 2009

Las niñas (y niños) de plata



Es difícil ir construyendo una Universidad. Sobre todo si se trata de una Universidad que tuvo su fundación hace cientos de años, su esplendor a lo largo de los siglos, y que vivió desde el siglo XIX una decadencia que la llevó a desembarcar en Madrid y le obligó a crear una nueva Universidad en la ciudad que la vio nacer. Y que se hizo a la sombra y en el interior de los edificios que le dio el coraje y el empuje de otros tiempos, que de pasados se espera que sean futuros. Esta es la historia imprecisa de la Universidad de Alcalá, la que sigue buscando una identidad que las crisis demográfica y la educativa parece que le niega. Los que hemos tenido la suerte de haber vivido los primeros momentos de esta nueva Universidad, de haber sido los primeros en inaugurar facultades y enseñanzas sabemos lo difícil que es comenzar de cero. Pero también lo apasionante que supone este reto, este saberse ante el abismo de lo no escrito, de lo no tabulado, de lo no establecido. ¿Dónde está el límite de estas aventuras? En nuestra capacidad de soñar, en nuestra capacidad de mirar más allá de las fronteras suicidas de lo mezquino y de lo establecido. Han pasado muchos años de aquella Facultad de Filosofía y Letras que iba descubriendo, curso a curso, pisos y rincones del edificio del Colegio de Málaga, que compartimos en primer año con los niños del orfanato de Madrid; muchos años de las obras de remodelación de Caracciolos, de esas obras que con tanto mimo supervisó Antón Alvar, y que nos enseñaba con la misma pasión con que podríamos mostrar a los amigos los planos del nuevo piso que nos hemos comprado. Todo estaba por hacer. Y en todo, cada uno de nosotros podía participar. Recuerdo el respaldo que nos dio Manuel Gala, entonces rector, para que siguiéramos adelante con “Parole”, la revista de “Filología y de creación literaria” que, por unos años, financió el Servicio de Publicaciones; o cómo un grupo de alumnos comenzamos a trabajar con Carlos Alvar en la “Revista de Literatura Medieval”, del que sale este año su número 21, y es considerada una de las más reconocidas y prestigiosas en el tema; cómo olvidar las noches en que el bedel nos dejaba encerrados en el Colegio de Málaga, y cómo debíamos llamar a la policía para poder salir… historias de abuelote, sin duda; pero historias que no debemos olvidar porque son las historias y las personas que han puesto los cimientos de la Universidad que ahora es la de Alcalá de Henares, una Universidad que perdió el alma y todavía se encuentra en el camino de encontrarla; y seguro que lo consigue si es capaz de tener a su timón personas que conozcan su pasado, que sean capaces de afrontar el futuro con la sonrisa del riesgo y la seguridad de la temeridad.


Y algunos ejemplos hacen que podamos ser optimistas, ya que no siempre el pasado fue mejor. Hace veinte años se fundó el Aula de Teatro de la Universidad de Alcalá. Como algunos, puedo decir que yo estaba allí cuando se produjo esta fundación, de la mano de la llegada a Alcalá de un profesor de cuyo nombre no quiero acordarme. Nada bueno ha hecho para que quede memoria de él. De lo malo, y mucho que hizo, mejor no acordarse tampoco: el tiempo, ese gran constructor, termina por poner a cada uno en su sitio, y el polvo del olvido no me parece mal lugar para que permanezcan enterradas y olvidadas sus miserias. Pasó y en su rastro sólo se pueden encontrar mezquindades. Un Aula de Teatro es uno de los espacios idóneos para hacer Universidad, para ir tejiendo las redes de relaciones que van más allá de los intereses académicos y profesionales, que consiguen que estudiantes y profesores de diferentes disciplinas y edades puedan compartir los mismos intereses. Pero un Aula de Teatro cobra vida cuando se ensayan obras, se representan, se discuten, se llevan a otros festivales, se difunde el nombre de la Universidad a lo largo y ancho del mundo. Hay algo que queda impreso en el corazón. Algo que a uno siempre le acompañará por más que la vida le lleve por caminos bien diferentes. Y así, es un lujo para la Universidad de Alcalá contar en la actualidad al frente del Aula de Teatro con Ernesto Filardi, que no sólo ha sido alumno y doctor de sus aulas de Filología, sino que también es licenciado en representación por la RESAD; es decir, un hombre de teatro universitario… ¡Qué más se puede pedir! Pues que además le entusiasmen los retos y que se mueva como pez en el agua con los sueños y las proezas. Y es que es una proeza lo que ha hecho en tan poco tiempo al frente del Aula de Teatro… pero entre todos sus logros me quedo con la compañía que ha sabido formar y conformar, y que han puesto sobre los escenarios de media España la obra de Lope de Vega “La niña de plata”. Nunca una compañía universitaria alcalaína había tenido tamaño éxito; nunca se había adentrado en el Corral de Comedias de nuestra ciudad. Ha sido un placer poder disfrutarlos estos días. Desde los estudiantes de los institutos hasta el público en general. Pero sobre todo, ha sido un placer poder tener cerca, muy cerca, las miradas y las sonrisas de sus niñas y niños de plata: de Soraya Gonzalo, Consuelo Garbajosa (magnífica en su papel de tía de Dorotea), Alberto Conde, Raúl Prados, M. Ángel Romero (audaz en su verso), Luna Paredes (divertidísima y genial, como siempre), Helena Lanza, Yassine Nadji, Sara Palomar y, cómo no, del propio Ernesto Filardi. Ver a estos jóvenes encima de las tablas centenarias del Corral, oír fluir el verso de Lope en sus labios, comprobar cómo son capaces de buscar la complicidad del público… en fin, verles crecer y crecer sobre el escenario es una prueba más de que la Universidad está viva, que es posible ir haciendo Universidad más allá de los discursos y de las palabras huecas de nuestros políticos (en especial de aquellos que miran a la Universidad como un enemigo). ¡Bravo muchachos, nos habéis hecho pasar una tarde estupenda! ¡Bravo, Ernesto por todo lo hecho y, sobre todo, por todo lo que aún tienes que seguir construyendo!

Expectativas

No hay peor estrategia que la de ponerse a leer un libro con ciertas expectativas. Con todas las expectativas. Como muy bien indica el Diccionario de la Real Academia Española, el más normativo de los normativos, cuando hacemos algo con expectativas lo hacemos con la esperanza de que existe una posibilidad razonable de que algo suceda. “Posibilidad razonable”, no lo olvidemos. Con el tiempo uno aprende a ir dejando en un segundo plano las expectativas; a no soñar con lo que puede suceder como con contentarse con lo que realmente ha sucedido. A los veinte años creemos que podemos comernos el mundo, que es otra manera de decir que nos sentimos capaces de transformarlo a nuestra imagen y semejanza; a los treinta, ya nos contentamos con hacer nuestro entorno más cercano tal y como quisiéramos que fuera, y a partir de los cuarenta, la lucha es conseguir que ni el mundo ni nuestro entorno nos cambie a nosotros, mantener intactas parcelas de independencia, de valores y de ideas. A medida que pasa el tiempo, a medida que nos vamos llenando de experiencias, de que vamos viviendo y no tanto soñando con vivir, nos hacemos más comprensibles y más sabios. Y así debería ser de manera natural, así es propio de los hombres. No hemos de olvidar que en las por nosotros consideradas culturas primitivas, el jefe no es el más fuerte, el más ambicioso, el más manipulador, el más político o religioso; el jefe es el más sabio, es decir, el más anciano, el que ha conseguido atesorar más experiencias, más vida y, por tanto, está más capacitado para juzgar la vida de los otros, esos que no hemos llegado a su grado de vejez, de sabiduría. Pero bueno, a nosotros nos ha tocado vivir en una “sociedad moderna”, una sociedad en que el más “listo”, que no el más sabio, es el que sigue triunfando, el que sigue creyendo que sus expectativas de vida pueden convertirse en el modelo que los demás tenemos que seguir. Y si no, que se lo digan a tantos “listos” como ahora vemos aflorar en política popular.


Pero también es malo vivir sin expectativas, sin esas posibilidades razonables que se nos ponen delante y que, en ocasiones, se llenan de cantos de sirena. ¿Por qué leer una determinada novela? Una posibilidad razonable es que hayamos leído y disfrutado la anterior novela de ese mismo autor, con lo que tenemos la expectativa que esta nueva entrega no nos defraudará. Hay autores geniales que han ido construyendo una obra sólida a partir de textos a cada cual más genial. Otros en cambio, no son capaces de aguantar el tipo, y siguen ofreciendo obras que están muy por debajo de la calidad y la expectativas de sus primeros textos. En el primer grupo podríamos incluir a grandes novelistas como Gabriel García Márquez (y claro, juego sobre seguro), o Mario Vargas Llosa o, más recientemente, mi admirado Philippe Claudel; o a poetas como José Manuel Caballero Bonald. En el bando contrario, he de situar con todo el dolor de mi corazón a Eduardo Mendoza, con su nueva novela fallida, y, sin tanto dolor, a Juan Manuel de Prada, que sigue viviendo del éxito de sus primeros y sorprendentes “coños”. Pero lo peor no es que nos vamos llenando de tiempo de expectativas personales. ¿Quién no tiene un amigo al que siempre queremos ver, con quien siempre lo pasamos bien y cuyas cenas y comidas cubren siempre las expectativas que habíamos puesta en ellas? ¿Quién no está esperando cada año a su director favorito para que le regale una nueva obra que le sorprenda, que le entretenga, que le enseñe y le haga disfrutar? Así pasaba hasta hace bien poco con Woody Allen, y así parece que seguirá sucediendo con sus próximas películas; y así esperábamos que siguiera pasando con Alejandro Amenábar, que ha puesto en marcha el proyecto cinematográfico más caro de toda Europa. Y con estas expectativas –su obra anterior, realmente genial, su capacidad de liderazgo, el presupuesto con que ha contado…- uno esperaría algo más de “Agora”. Reconozco que la película cumple su misión, y que sus más de dos horas entretiene y enseña a un tiempo; una enseñanza que no debemos olvidar en momentos como los actuales cuando miramos al integrismo islámico como si nada tuvieran que ver con nosotros... y somos unos, siempre los mismos, siempre con los mismos miedos, las mismas miserias. Y la matemática y filósofa Hipatia brilla con luz propia… hasta que le llega el final, como a la biblioteca, como a la ciencia, como a todo lo que se había avanzando en aquel tiempo, un tiempo poblado también de hombres sabios, aunque no compartieran nuestras ideas, las creencias de los cristianos que de sometidos y perseguidos, se convirtieron en una plaga religiosa, cruel y ansiosa de poder, como muy bien sabe retratar la película. Una película digna, agradable… pero ¿es esta la expectativa que esperaríamos de un director genial como Amenábar? Conocí “Tesis” gracias al Cineclub Nebrija. Vi la película una noche en el Teatro Salón Cervantes. Y lo pasé mal. Sentí miedo, un miedo que se me quedó instalado en los huesos mientras por la calle Santiago me dirigía a mi casa. Y recuerdo la película y estas sensaciones porque ya forman parte de mi vida. Creo que cuando pasen los años ni me acordaré donde vi “Ágora”. Quizás el problema sea mío, por ir a verla con expectativas al ser la película más cara de nuestro cine. Pero así son las expectativas, un pozo sin fondo. Por poner un último ejemplo: comencé este texto para hablar de mi decepción al leer la novela de Andrés Neuman, “El viajero del siglo”, publicitada por todos los medios como uno de los mejores textos de los últimos años. Pero ya no tengo ni tiempo ni ganas de hablar de ella. Sólo les puedo decir una cosa: si aún no la han leído, no le dediquen ni un segundo de su vida. ¡Hay tantos textos que aún nos están esperando en los márgenes de cualquier perspectiva y que merecen nuestro tiempo y esfuerzo!


lunes, 12 de octubre de 2009

Coloquio de los perros


Se diría que Cervantes es autor de una sola obra: el “Quijote”. Y realmente el éxito y la difusión de su libro de caballerías a lo largo y ancho de estos más de cuatrocientos años bien podrían justificar esta idea. Incluso esa vuelta de tuerca que tanto gustaba a Unamuno de imaginar a Cervantes como la excusa del propio don Quijote, el personaje que daba sentido al autor, que justificaba su existencia, siendo más real la de papel que la vivida por el complutense. Pero Cervantes es autor de otras tantas obras, muchas de ellas igualmente geniales y sorprendentes, obras que fue publicando en los años posteriores al éxito del “Quijote”, y en que todavía intenta apoyarse y utilizar. Así lo hace con las geniales “Novelas ejemplares”, cuyo prólogo no puede dejar de remitir a su obra caballeresca, en un evidente reclamo publicitario del que Cervantes es un maestro declarado y confeso: “Quisiera yo, si fuera posible, lector amantísimo, excusarme de escribir este prólogo, porque no me fue tan bien con el que puse en mi Don Quijote, que quedase con ganas de segundar con éste”. Doce novelas ejemplares (o quizás once) que llenan de contento y que siguen sorprendiendo por sus temas y, sobre todo, por la capacidad de Cervantes de crear universos personales con tan pocos medios, tan escasas palabras. Y, como don Quijote, los protagonistas de estas novelas que, al tiempo que deleitan enseñan, se adueñan de nuestras vidas y se convierten en personajes que pululan por nuestros recuerdos, por nuestro futuro: la gitanilla Preciosa, Rinconete y Cortadillo, el Licenciado Vidriera, el celoso Carrizales, la señora Cornelia, o Peralta… y ¡cómo no! Cipión y Berganza. Pues si hay una novela original, curiosa y moderna, esa es el curioso diálogo entre “Cipión” y “Berganza”, dos perros del vallisoletano hospital de la Resurrección. Curioso diálogo que más que una nueva novela se ofrece en la transcripción manuscrita del alférez a una conversación que había escuchado en varias noches, entendiendo de lo que hablaban quien lo hacía, que no eran más que dos perros, que dedican este tiempo nocturno de magia y de disparates a dar cuenta de sus vidas, que es otra manera de decir de hacer crónica de su tiempo, seguramente de un tiempo en clave en el Valladolid cortesano de aquel entonces. Y aunque creer que dos perros puedan tener un coloquio como el escrito parece cosa de mentira y de fábulas, como bien indica Peralta, “paréceme que está tan bien compuesto que puede el señor alférez pasar adelante con el segundo”, que no es otro que la vida de Cipión, después de conocida, en una noche, la del perro Berganza. Pero esa es historia que Cervantes dejó en el tintero (si es que alguna vez tuvo intención de escribirla).

Y si sorprendente, moderna y genial resulta este “coloquio”, parte o no de la novela ejemplar “El casamiento engañoso”, igual de sorprendente, moderna y genial es la versión que se ha podido ver en el Corral de Comedias durante la Semana Cervantina. Tan solo una persona con el arrojo (casi quijotesco) y arraigadas lecturas cervantinas como Arsenio Lope Huerta se habría atrevido a versionar la obra cervantina. No es fácil transformar la incontinencia verbal de Berganza en un espectáculo de cuarenta minutos. ¿Qué quitar? ¿Qué dejar? ¡Cuántas dudas y cuántas vueltas atrás habrá tenido que soportar Arsenio en estos últimos meses! Pero el resultado ha valido la pena, ¡válgame Dios! Un espectáculo en que la esencia del coloquio ha quedado fijada. Y no menor dificultad tenía llevar a la escena un diálogo, un coloquio, que, junto a las continuas digresiones filosóficas y literarias, cuenta, en esencia, hechos del pasado. ¿Cómo situar en el escenario el acto de narrar y la propia narración que le da sentido? No he visto (o al menos no recuerdo ahora) otras adaptaciones de esta obra, pero reconozco que la apuesta de Fefa Noia me ha encantado: jugar con los planos del propio escenario, desde el inicial más cercano al público al más superior, que atrapa al marco narrativo que justifica la transcripción de este curioso coloquio, no puede ser más acertado. Así como la estética entre moderna y antigua con que se ha vestido y ha llenado de sentido la obra. Pero todo este esfuerzo, el de la adaptación y el de la dirección no se hubiera hecho realidad sin el recital de gestos y de entusiasmo de sus cuatro actores, de estos alumnos del Curso de Formación del Centro de Estudios del Teatro de La Abadía: Óscar de la Fuente, Quique Fernández, Jorge Martín y Almudena Ramos, a los que hemos visto correr, gritar, cantar, sorprender, bailar… en un repertorio interminable de situaciones, que han permitido convertir el espectáculo de “El coloquio de los perros” en una mina de pasatiempos. Sería difícil elegir a uno de ellos; imposible quedarse solo con una escena. El “Coloquio de los perros” ha sido una feliz iniciativa de la Abadía para acercarnos el genio creador de quien da sentido a la semana de celebraciones que ha vivido nuestra ciudad. Una feliz iniciativa que demuestra que más allá del “Quijote” hay vida: una vida genial como es una de las más geniales (y sorprendentes) novelas de nuestro querido Miguel de Cervantes Saavedra. Espero que la sigan representando en otros escenarios y que cientos de personas aplaudan a rabiar como lo hicimos en el Corral de Comedias hace tan solo unos días.