lunes, 13 de noviembre de 2006

Metralla

Fueron 232 los trozos de metralla las que le sacaron del brazo. 232 trocitos de metralla que estuvieron a punto de convertir su vida en un infierno. Durante muchos años, los guardó en un frasco, bien limpios, bien relucientes, y allí estuvieron en los recuerdos de mi infancia, sobre la mesa en el centro del salón. En aquel salón, con los retratos de los bisabuelos enmarcando el espejo hecho a mano, la triste procesión de muñecas y el frasco sobre la mesa. Ni una foto más. Ni una flor. Lo que un pequeño pedazo de tela, a juego siempre con el vestido, escondía en su muñeca para siempre marcada, lo mostraba aquel frasco transparente de Nescafé, casi como una provocación, como la astilla clavada en el pasado que no se quiere olvidar. Un día aquel frasco transparente, que multiplicaba con la luz del atardecer los 232 trozos de metralla relucientes, como si se hubieran lavado un segundo antes, desapareció. Pero nunca supimos cuándo: un día, el frasco ya no estaba sobre la mesa en medio del salón y nunca más lo volvimos a ver.
El médico, aquel médico con cara de niño a quien le quedaba grande no sólo la bata sino también sus preocupaciones, fue certero y cruel con el diagnóstico: Hay que amputar el brazo. Demasiada metralla. Demasiadas posibilidades de gangrena. En el hospital improvisado en una de las calles que daban a la Plaza Mayor, la que por aquel entonces seguía siendo la Plaza de la República, faltaba de todo, menos heridos, gritos, lágrimas y más de un golpe seco en el suelo, de rabia, de impotencia…No había que perder tiempo. O el brazo o ella. Y ella, nuestra tía, sólo tenía doce años. Demasiado joven para morir. Demasiado joven para quedarse manca, pensaron sus hermanos. Y allí, estaba el médico con su cara de niño, sin ganas de sonreír, sin ganas de dormir, sin ganas de nada; puesto el pensamiento en una idea: volver a la facultad para terminar el último año, y así poder perderse en algún pueblo a vivir, a olvidar, a seguir viviendo. Ante el silencio de sus hermanas, ante la cara angustiada de nuestra tía, el médico con cara de niño se dio la vuelta y desapareció siguiendo el rastro de un nuevo grito, de un nuevo alarido. Allí las dejó: solas. Solas con sus lágrimas, con unas vendas y unas pocas curas.
Y allí, en el improvisado hospital en una de las calles que daban a la Plaza de la República, con una luz tímida, las horas pasaron lentas aquella noche mientras iban quitando, una a una, los 232 trozos de metralla del brazo de su hermana. Con cada trozo, una lágrima y un suspiro. No hubo ni tiempo ni para rezar aquella noche. Los minutos parecían no querer seguir su monótono camino. A lo lejos, el reloj de la plaza iba marcando el ritmo lento de las horas nocturnas.
Al amanecer el médico miró sorprendido aquel frasco transparente con sus 232 trozos de metralla. Curó las heridas del brazo y le puso un nuevo vendaje. A la tarde volveré, les dijo sin atreverse a compartir la esperanza de sus ojos. Si todo va bien, quizás podamos salvar el brazo. Ahora descansen. Ya no pueden hacer nada más. Sólo esperar. Sólo esperar. Y se fue. De haber podido, seguro que se hubiera dado la vuelta con una sonrisa, tarareando una cancioncilla de moda.
Recuerdo que siempre llevaba una cinta de la misma tela que su vestido anudada a la muñeca, que nunca le vimos el brazo y que aquella mano sólo podía mover con soltura dos o tres dedos. Todos en la familia conocíamos la historia, pero nadie comentaba nada delante de ella. Aunque allí, delante de nosotros, sobre la mesa en medio del salón, estuvieran los 232 trozos de metralla dentro de aquel frasco transparente. Pero nadie entendió hasta mucho más tarde que aquella metralla no estaba para recordar viejas heridas de guerra; presidían el salón como homenaje por haber salvado la vida de su padre.

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