lunes, 13 de noviembre de 2006

Las siete de la tarde

Las siete de la tarde. Todo el pueblo recordaría años después el calor que hacía en la iglesia. Los ventiladores no dejaban de mover el aire caliente y los abanicos chocaban contra los pechos robustos de las más ancianas intentando triunfar por encima de los suspiros. Nadie lloraba. Se habían derramado ya demasiadas lágrimas desde la noche anterior. Lágrimas de sorpresa, lágrimas de rabia, lágrimas de dolor y lágrimas escondidas en las interrogantes miradas. Nadie lloró aquella tarde. La iglesia estaba llena cuando el cura comenzó el funeral. Minutos había llegado el ataúd desde el tanatorio con su corona de flores con el esperado “Tus hermanas y sobrinos” en letras doradas, y un enorme ramo de rosas rojas, con más de cien capullos que parecían dibujar un corazón sangriento en la escalinata del altar. El ramo venía sin cinta, sin nombre dorado, sin ninguna lágrima contenida. Había llegado a última hora al tanatorio. Al principio, todos pensamos que todo se debía a un error, pero no había ninguna duda: “Para Maruja, Tanatorio, sala 12”. Aquel ramo de rosas rojas venía destinado a nuestra tía. El rojo suicida de las rosas le devolvió el color por un segundo a las pálidas mejillas de nuestra tía cuando lo pusieron cerca de su cara, justo al lado de nuestra corona, tan pretenciosa, tan previsible, tan llena de dolor y de rabia, tan modelo-habitual-en-tales-ocasiones. Aún recuerdo las preguntas que todos nos hacíamos sin atrevernos a pronunciarlas. Allí, delante de nosotros, estaba nuestra tía, la que siempre tenía una caricia, una palabra cariñosa, un dulce para ofrecernos; allí estaba, para siempre muda…y aún sonriente. Pero ¿quién era nuestra tía? La habíamos querido, pero, ¿alguno de nosotros podía decir que la conocía en realidad? ¿Qué sabíamos de sus deseos, de lo que escondían sus sonrisas y, quizás, sus secretas lágrimas? Allí estaba, la primera; como la primera había estado siempre para darnos un beso, para gritar, detrás de la puerta de madera de su casa, nuestro nombre, como anunciando un momento de felicidad y asombro. Allí estaba siempre para abrirnos la puerta, para acariciarnos la cabeza, para interesarse por todos nuestros gestos, para escudriñar cada uno de nuestros secretos. Pero, ¿qué puerta la habíamos abierto nosotros? ¿Con qué caricia la habíamos alegrado algún día? ¿Quién de nosotros le había preguntado alguna vez por sus muñecas, por esos ramos de flores que parecían querer convertir su casa en un jardín, o por esos suspiros que algunas veces habíamos descubierto cuando, creyéndose sola, miraba a través de los cristales, dejando caer su bordado sobre las piernas? Nada. La queríamos… pero nunca la llegamos a conocer. Y allí estaba, allí, sola y muda para siempre.
Los suspiros, las lágrimas contenidas, el balanceo de los abanicos y el ruido monótono de los ventiladores se habían convertido con el paso de los minutos en el eco de las palabras del cura, que iba desgranando lugares comunes sobre la resurrección y la alegría de volver al seno del Señor. Pero aquellas palabras llegaban lejanas, inútiles, como la lluvia que cae sobre la tierra mojada. Todos estábamos pendientes, como hipnotizados, por la diana roja de aquel ramo de flores en las escaleras del altar, justo a los pies del ataúd.
Sólo así puedo ahora explicarme ahora que nadie reparara en él cuando entró por la puerta de atrás de la iglesia, ya empezado el funeral; que nadie comprendiera por qué comenzó a llorar, la razón de las únicas lágrimas que se vertieron en la iglesia aquel lejano verano a las siete de la tarde.

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