lunes, 13 de noviembre de 2006

Misterios

La casa de nuestra tía estaba llena de misterios, de preguntas que nunca se debían pronunciar en su presencia y de puertas que permanecían siempre cerradas, escondiendo quizás sólo polvo detrás de aquellas testarudas cerraduras, pero que en nuestra imaginación se poblaban de reuniones clandestinas, de papeles secretos y del sueño del oro. Éramos niños y aquella casa era demasiado grande para no albergar algún secreto. Las mañanas de los domingos siempre deparaban alguna sorpresa. Madrugar para ir a misa de doce no lo era; tener que bañarnos corriendo, entre coscorrones y agua fría, tampoco; sufrir cómo nuestras madres se empeñaban, a golpe de laca, domar unos pelos que habían nacido para ser libres, no podía ser ninguna sorpresa. Ni las carreras para llegar a la iglesia después de las últimas campanadas, el olor a incienso en su interior, o las bromas, casi nunca disimuladas, con que la hora de misa parecía querer pasar más rápido. Ese era el guión escrito y seguido cada domingo. Cuando los primos más mayores hicieron la primera comunión, les regalaron un reloj, grande, luminoso, lleno de mil manecillas que nunca sabríamos para qué servían, pero que los convertían en dignos aspirantes para llegar a la luna o para cronometrar una carrera internacional. Y durante la hora de misa, no dejaban de mirarlos con nerviosismo. ¿Qué hora será? ¿Queda mucho? Y los minutos en la iglesia parecían un poco más perezosos que cuando nos divertíamos jugando a la pelota en la plaza. Y después de la última bendición, después de intentar adelantar en la fila y en el atasco que todas las mañanas de domingo se formaba a la puerta de la iglesia, sobre todo si al cielo se le ocurría sorprendernos con una de esas (siempre) inoportunas tormentas de verano, después de lanzar un beso al aire para que nuestras madres los recogieran a la salida de misa, después de no caer en la trampa de contestar a las preguntas de aquellas mujeres que hablaban de nosotros a nuestros padres como si no estuviéramos delante… ¡Y qué grande se ha puesto! ¡Menudo estirón! Si le veo por la calle, no lo hubiera reconocido. ¡Virgen santa, nos van haciendo viejas estos niños!, ahora sí que estábamos todos los primos preparados para la sorpresa. Comenzábamos andando despacio a la salida de misa, pero a medida que la mirada inquisitorial de nuestras madres y de nuestras abuelas iban quedando lejos, comenzábamos una carrera frenética, que siempre comenzaba en el mismo lugar, el callejón de la ermita, y siempre terminaba en el mismo lugar: la puerta de madera de la casa de nuestra tía. ¡Tita, tita, somos nosotros, abre la puerta, por favor! Y de lejos, como del interior de una cueva, nuestra tía se iba acercando, a golpe de risas y de palabras. Ya voy, ya voy… pero qué impaciente que es esta juventud. Y nosotros nos mirábamos y nos reíamos, todavía jadeantes después de la carrera. Aquellos pequeños pasos, aquellas voces que cada vez se hacían más cercanas, más familiares eran la antesala a un concierto de sorpresas. ¿Con qué pastel nos sorprendería esta mañana de domingo la tía? Se admitían apuestas y no había primo que no hubiera hecho la suya la tarde anterior, en que nos reuníamos en casa de mi abuela para regodearnos en las sorpresas del día siguiente. ¿Con qué nueva historia nos encantaría la tía mientras sonreía al vernos comer el pastel, que era una excusa para oírla hablar de sus tiempos de niña, de joven, de esas historias que nuestras madres, nuestras abuelas siempre nos negaban con un ¡pero qué cosas tienen estos niños! Seguro que es la Maruja quien les mete estos pájaros en la cabeza. Y sí, era ella la que hacía revolotear delante de nosotros una bandada de misterios, de historias que nos recordaba una mina de oro que poseía su madre, de cómo habían venido unos ingenieros franceses a estudiarla y cómo no dejaban de exclamar con esa lengua de susurros cada vez que veían los resultados de las pruebas, de cómo un día el abuelo la perdió en una partida en el casino y de cómo en casa se instaló un silencio que hoy en día tiene cabida en algunas de las habitaciones que dan al ala sur, justo donde se alojaron aquellos ingenieros franceses que un día vinieron al pueblo a estudiar una mina de oro… y nosotros, mientras comíamos el pastel de chocolate, con cuidado para no mancharnos el traje de domingo, nos imaginábamos una mina tan grande como la casa, con todas las paredes de oro. Y en medio de ella, nuestra tía, vestida de domingo, cantando entre los lingotes que se amontonaban en un rincón. Cuando años después abrimos las puertas de las habitaciones del ala sur, sólo descubrimos polvo, algunos muebles viejos y una par de ratas… y los papeles viejos de contratos y de pruebas que probaban que nunca hubo oro en la falsa mina que un día comprara nuestra bisabuela.

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