lunes, 13 de noviembre de 2006

Extravagante

La fama de extravagante de nuestra tía fue creciendo a medida que iba pasando el tiempo, a medida que iban aumentando sus dosis de libertad, esas pequeñas y silenciosas venganzas que ella iba saboreando en las noches de insomnio y de interminables vueltas a su cama, pensada para ser un hogar antes que una isla casi desierta. Poco a poco, a medida que los años iban pasando, llenando de luces y del sabor a cera las sabrosas tartas de cumpleaños que ella misma se preparaba, también iba dejando atrás las líneas tornadizas del-qué-dirán, de lo-que-está-bien-visto y de lo que todos esperan de cada uno de nosotros. Nuestra tía fue rompiendo moldes, fue moviendo esa sutil línea que separa lo correcto de lo no permitido, sin abandonar nunca su sonrisa. Esa sonrisa infantil, que se convertía en un huracán de deseos cuando soplaba, siempre con el mismo entusiasmo, las velas de su enorme tarta de chocolate. Nunca he vuelto a ver un chocolate mejor dispuesto sobre una tarta, como una segunda piel de nuestro apetito, de esa boca que se iba ahogando en el futuro placer de aquel chocolate derritiéndose entre nuestros dientes. ¿Cuál ha sido tu deseo este año, tía? El mismo de todos los años. ¿Y cuál es ese deseo, tía, de todos los años? Preguntaba uno de nosotros, al que le había tocado en suerte una hora antes, aunque todos sabíamos de antemano la respuesta, todos esperábamos una única respuesta, la misma de todos los años: ¿Para qué tantas preguntas? ¿Qué preferís la respuesta o un buen trozo de tarta? Nunca supimos cuál fue el deseo que nuestra tía pedía todos los años, con un entusiasmo que no le abandonó no en sus últimos momentos delante de las velas, cada vez más numerosas, en su enorme tarta de cumpleaños.
Todos los años, pasado un mes de la fiesta, nuestra tía tiraba un trozo de tarta que, como todos los años, había guardado en la nevera; el mejor trozo, el más jugoso, el que parecía que el chocolate había terminado por convertirse en su primera piel. Siempre el mismo ritual en silencio, en secreto. La tarta caía en el cubo de basura sin hacer ruido, como una lágrima caprichosa.
Nuestra tía fue la primera en llevar pantalones en nuestro pueblo (¡pero qué incomodidad, nos decía!), la primera en hacer que fumaba mientras iba de paseo (¡qué mal sabor de boca, nos confesaba!). La primera que cortó el hilo de las conversaciones en el bar cuando se atrevía a pedir en la barra un whisky. Nunca le había gustado el whisky, pero siempre le pareció que el aliento caliente en pequeños sorbos tendría que escandalizar. Y bien que lo consiguió.
Tuvo una época nuestra tía que no era capaz de reconocer a nadie en la calle más allá de las imágenes que le venían de la pantalla dominical del cine. Pasear con ella por aquellos días estaba lleno de exclamaciones y risas, de conversaciones que a nuestros oídos llegaban fuera de sentido, como tantas otras de nuestra tía. ¿Te has dado cuenta cómo ha envejecido de mal Erolflin? La Garbo ya no es la que era, ¿cómo es posible que salga a la calle con ese velo negro, con la falda sucia? ¿Has visto con qué gracia nos ha saludado Clargable? Siempre será el mismo, aunque ya casi ni se parezca a él. A mí la que más me gusta es la Bete Davis. ¡Pues claro que la conoces? ¡Cómo no la vas a conocer si vive en nuestra misma calle!
La culpa de todo la tiene la República, y entre suspiros y algún que otro virgen-santa, nuestra abuela acallaba nuestro griterío, nuestra preguntas mientras seguía preparándonos la merienda. Vuestra tía, mi pobre hermanita, se quedó así desde la República. ¡Cuántos pájaros le metió en la cabeza aquel jovencito que llegó al pueblo! ¡Menos mal que mi padre sí que supo mantener fría la cabeza!

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