lunes, 13 de noviembre de 2006

Una explosión

No podían creérselo. Era imposible. Veían una y otra vez las imágenes en el viejo televisión en blanco y negro, y a cada noticia, el mismo ritual: las manos entrelazadas, que daba casi pena verlas tan atemorizadas, los suspiros manando de sus bocas y un Virgen-santa-ayúdanos, ¿qué va a ser de nosotros ahora?, que no dejaban de repetir entre rezo y rezo, entre los padrenuestros y las avemarías que se habían convertido en el eco de las noticias (pocas) que llegaban desde la pantalla en blanco y negro de la televisión y de los interminables comunicados que emanaban de la radio. Todo era en blanco y negro. Una España en blanco y negro que miraba sin llegar a creérselo cómo aquel coche blindado saltaba por los aires hasta volar por encima del edificio en el centro de Madrid, en la calle Claudio Coello. ¿Cómo había sido posible? ¿Qué iba a venir después?
Las hermanas, casi sin mirarse, se dijeron muchas cosas en unos segundos; las necesarias para saber lo que tenían que hacer: ir corriendo a la tienda para comprar toda la comida posible, que no fuera después a faltar qué comer, guardar bien las pocas cosas de valor que habían reunido en aquellos años; intentar acallar los porqués sin respuesta de los más pequeños y estar siempre junto a sus maridos, que se habían ido al cuartel a esperar órdenes, sin saber muy bien si volverían pronto o tarde a ver a sus familias. Se habían despedido con rapidez, casi sin un beso que llevarse a las mejillas y a los recuerdos.
Un segundo. Una explosión. Un segundo de explosión y todo había cambiado: se habían vuelto a abrir las cajas de los rencores y de las miserias del pasado, de las cicatrices que seguían supurando memorias a pesar de que el tiempo siempre se dice que todo lo cura. Nada más lejos de la realidad. Nada más lejos de su realidad.
La tía permaneció aquel día pegada al televisión, con la radio al lado de la cara, como queriendo descubrir algún matiz en las palabras, algún pequeño detalle que le permitiera saber si tenía que reír o que llorar, si tenía que hablar o permanecer callada. Nunca se dijeron menos palabras en aquella casa. Nunca se oyeron más suspiros, más golpes en el pecho y más Virgen-santa-ayúdanos, ¿qué va a ser de nosotros ahora? El sabor de la guerra civil, de los asesinatos, del racionamiento, del odio deambulando a sus canchas por las calles llenó los rincones de todas las casas del pueblo. Todos sabían lo que iba a pasar… pero nadie quería reconocerlo, nadie quería mirar por las ventanas del día después. ¿Cómo era posible que aquella bomba se pudiera haber colocado al paso del coche blindado del primer ministro? ¿Y en Madrid? ¿Y en el centro de Madrid? Aquel largo día, aquella larga semana llena de indicios y de miedos, de mensajes más o menos cifrados, poco se supo de cómo se había perpetrado el atentado; hasta el día siguiente no se anunció la muerte del general Carrero, aunque todos sabían que había muerto, que nadie era capaz de volar tan alto para no dejar en el camino la vida. Todos los sabían pero todos esperaban un milagro. En aquellos días se comenzó a hablar de atentados, de una banda terrorista y para algunos fue la primera vez que oyeron hablar de ETA.
Mi tía permaneció muda delante de la televisión, casi sin ver ninguna de las imágenes, intentando descubrir detrás de ellas nuevos escenarios, caras diferentes, expresiones que le devolvieran una expresión amiga. Nada encontró en las pocas imágenes que le devolvía la televisión en blanco y negro del salón. Poco tampoco la radio, esa radio que se había convertido en su mejor amiga desde hacía muchos años, una amiga que la descubría un mundo más real, más digno de ser vivido que el que le rodeaba en su casa, arropada por sus hermanas y por sus sobrinos. Mi tía permaneció muda después de la explosión, como si hubiera mantenido la respiración esperando una respuesta, un clamor, un algo que, años después, seguía interrogándose qué podía ser.
Pasaron los días y después de la explosión sólo se oyeron lágrimas, y gritos, y algún que otro deseo de justicia, que no se sabía muy ni de donde venía ni a dónde quería ir. Una explosión que abría una nueva puerta a la barbarie, a la muerte, al odio, a la intransigencia… una nueva puerta cuando todavía no se había cerrado la que había abierto la guerra civil.
Pasaron los días y la tía cada día más muda, más mustia, más ensimismada… hasta que un día al levantarse dijo: Tendrá que pasar mucho tiempo hasta que podamos celebrar la desaparición de estos asesinos de ETA… Nunca volvió a pronunciar semejantes palabras, como si hubiera cerrado todas las puertas a la esperanza. Mi tía murió antes de ver esta desaparición… que no nos pase a nosotros lo mismo.

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