lunes, 13 de noviembre de 2006

Torrijas

Durante toda la semana, la casa de nuestra tía se llenaba de un olor especial, de un olor de Semana Santa que no encontrábamos en ninguna otra casa. Había algo por aquel tiempo en el pueblo que lo llenaba todo de colores oscuros, de miradas huidizas. Normalmente en Semana Santa llueve. Las tardes pasan lentas y un tanto aburridas alrededor de la mesa de camilla, comiendo pipas y jugando a las cartas; siempre los mismos juegos –nada de apostar, niños, que ya sabéis lo que les dijo Jesús a los mercaderes en el Templo-, siempre los mismos comentarios –nada de palabrotas, niños, que son una nueva herida en el costado de Jesús en la cruz; siempre los mismos programas en televisión, llenos de falsos romanos y de más falsos judíos, con esas barbas, con esas miradas de loco que explicaban cómo habían sido capaces de matar al hijo de Dios sin pestañear… nunca vimos ninguna de estas películas, ninguna de estas series que, con el paso de los años, nos enseñaron que los colores de Jerusalén eran muy semejantes a los de cualquier pueblo español… pero la tele siempre estaba encendida, alternando sus ruidos con los de la lluvia que llegaba de la calle, que golpeaba las ventanas y las puertas, y que nos decía: nada de salir, que estos días son días para estar en familia y recordar a Cristo en la cruz. ¡Y qué lentos, qué aburridos, que previsibles que eran los días durante la Semana Santa!
La Semana Santa parece eterna porque es siempre igual: en la televisión y en los labios las mismas imágenes y los mismos comentarios sobre las procesiones en Sevilla y en Valladolid, sobre los absurdos ritos que se sucedían a lo largo y ancho del mundo; en la calle, los mismos recorridos detrás de una imagen, las mismas conversaciones entrecortadas y las mismas educadas sonrisas; en la iglesia, el mismo rumor de la lluvia desde el altar, los mismos rezos, las mismas peticiones que se repiten día a día, hasta llegar a ese domingo de resurrección que parecía que hubiera sido el único día que salía el sol, a pesar de que siguiera nublado. Las campanas volvían a tañer y todo volvía a renacer: era la señal de que la Semana Santa se había acabado.
Pero no siempre había sido así. No siempre lo tendríamos que recordar así. Hubo un tiempo en que la Semana Santa en casa de nuestra tía era todo color y alegría, y sólo era necesario un ingrediente, un mágico ingrediente: las torrijas. No conozco a nadie que haga unas torrijas como las de mi tía. Eran unas torrijas mágicas, imposibles de repetir. Nadie las vio hacerlas, nadie vio cómo compraba el pan, eligiendo barra a barra, cómo calentaba a fuego lento la leche, con su azúcar, y cómo dejaba que se enfriara un poco antes de meter, con cuidado, la rebanada de pan, que se iba empapando lentamente, lentamente, lentamente como una barquita que iba hundiéndose poco a poco, casi con gusto, en el riachuelo amarillo de la leche; nadie vio su sonrisa mientras ayudaba a la torrija a hundirse, y cómo la sacaba, casi como a un recién nacido del mar de leche para introducirla en el huevo y de ahí a una sartén, con su aceite al punto… el aceite parecía más un ungüento para limpiar ese cuerpo de placeres en que se había convertido el pan que el instrumento para cocinar… y después el toque personal, ese toque de un poco de canela. La justa. La necesaria. La que hacía únicas las torrijas de mi tía. Nadie vio nunca que mi tía comiera una torrija.
Cuando entrábamos a casa de nuestra tía después de misa, parada obligada de cualquier peregrinaje, un extraño olor lo inundaba todo. Un olor a canela, a tabaco, a colonia y a… felicidad. Allí, en medio del salón, las torrijas de nuestra tía. Una fuente de torrijas, calentitas, como recién hechas, con su canela, con su azúcar… y allí nos sentábamos, casi en procesión todos los sobrinos, y allí íbamos cogiendo una a una las torrijas con una devoción llena de silencios. Nuestra tía, de pie, apoyada en la puerta del salón nos miraba comer las torrijas y sonreía, sonreía, sonreía como en pocas ocasiones la he visto sonreír… Sonreía mirando al pasillo como si nosotros no estuviéramos en la casa. Nunca le preguntamos a nuestra tía por qué era la única de la familia que no iba a misa durante Semana Santa. Nunca le preguntamos, tampoco, por qué un año dejó de hacer torrijas, por qué desde aquel año su casa dejó de tener durante Semana Santa ese olor especial a canela, tabaco, colonia… y a felicidad.

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