domingo, 27 de septiembre de 2009

Ana Matías


Hay algo de luz de amanecer en los aguafuertes y pinturas de Ana Matías. Lo mismo que los primeros rayos de luz parecen sorprenderse al rozar los objetos, al descubrir sus contornos hasta inventarlos con nuevas sombras y experiencias, así parece suceder con la luz pictórica de cada una de sus obras, como si Ana Matías antes que dibujar, antes que pintar, antes que llenar de sombras y luces sus aguafuertes, estuviera ofreciéndonos el milagro de una nueva realidad. La de todos los días. La de todos los amaneceres. Y con ser la misma de siempre, no deja de sorprendernos, de admirarnos una vez más, como todo amanecer, como los primeros rayos de luz, que permite ir despejando las sombras e intuir el esplendor del sol, de la vida, de una vita nuova que se instala, casi sin quererlo en nuestras vidas, en nuestros ojos. Y lo hace para quedarse, como la obra de Ana Matías.
Los retratos de tantos y tantos amigos (Juan, Petra, el nadador, Merche y Álvaro, Federica, el hombre de los cien barrios, Anais…), los ángeles (de ciudad, de Machín, azules, caídos…), los despertares, las vírgenes de arrabales de Ana Matías son capaces de traspasar el lienzo, el papel para quedarse a nuestro lado. Aquella pared vacía como una noche sin luna, oscura, sin sentido, de pronto parece llenarse de vida cuando recibe los rayos de una de las obras de Ana Matías. Como las primeras luces del amanecer, el milagro de lo cotidiano se despliega ante nuestra mirada con la certeza de lo inevitable. Y aquella pared, como el paisaje, parece cobrar ahora sentido con la obra de Ana Matías. No antes. Nunca después. Como un amanecer artístico. Y es que Ana Matías es capaz de hacer realidad lo imposible. Y lo hace con la sencillez y la naturalidad de los genios, como si fuera lo más normal del mundo. Como un amanecer, del que no nos damos cuenta de su existencia hasta que la luz hace brotar de los objetos la vida apelmazada de las horas de sueño y de oscuridad. Y es que Ana Matías no pinta, no dibuja, no intenta reflejar en un lienzo o en un papel la realidad, la que se presenta ante los ojos, la más externa y la más previsible. Ana Matías crea. Ana Matías resucita los objetos, los cuerpos, les devuelve la carne con sus pinceles, con sus materiales para el aguafuerte. Ante una obra de Ana Matías, los ojos resultan escasos y limitados. No podemos quedarnos sólo con mirar y admirar. Queremos más. Queremos tocar, oler, sentir, hablar, compartir como si tuviéramos delante de nosotros al amigo, al amante, al hijo. Porque delante de nosotros no tenemos una imagen, sino algo más: una vida, tocada por las geniales luces artísticas de Ana Matías; una luz que no necesita casi nunca de los colores. La carne tiene su propio color, que es el del amanecer, que es el de las formas intuidas antes que precisadas.
En el salón de mi casa tengo colgados un ángel (el caído) y el primer despertar de Ana Matías. Hace ya tiempo que dejó de sorprenderme que a la noche salieran de su cuadriculada existencia a las que les había confinado y se fueran en busca de otras vidas, de sus vidas. Al principio sentí un vacío igual que el de las paredes ahora nocturnas, sin sentido. Pero ahora sé que no importa, que siempre vuelven al amanecer, que cada nuevo día es también un nuevo día para ellos, y que lo hacen, como yo, como nosotros, cargados de experiencias, de nuevos matices y de imperceptibles arrugas que, con el tiempo, marcarán su sonrisa, sus gestos, sus miradas. Y así, por la mañana, mientras desayuno, con mi café en la mano, les observo, les admiro. Con los primeros rayos del amanecer les encuentro nuevos detalles, nuevos matices, un pliegue en la piel que había conseguido pasar desapercibido en todos estos años de compañía. Envejecemos juntos. Juntos nos vamos, poco a poco, conociendo.
Y es que Ana Matías no pinta, no dibuja. Su arte, de un amanecer que no deja de sorprender, va más allá: como los primeros rayos de luz, devuelve la vida a todo aquello que toca. Y como los primeros rayos del amanecer lo hace con total sencillez, como si ser capaz de darle cuerpo y piel a sus cuadros, a sus aguafuertes fuera lo más natural del mundo. Y por esto, no nos debe extrañar que las obras de Ana Matías tengan vida propia. Y por eso, sé que no pasará mucho tiempo para que esta niña termine por despertar y se vaya en busca de otros ángeles, que salte y salte hasta tocar el cielo, que su pubertad se llene de franjas rojas. Eso sí, espero siempre tener cerca una ángel de Ana Matías. Son de esos ángeles que devuelven la vida con solo una mirada. Son de esos ángeles que tienen cuerpo y alma.
Ana Matías es capaz en sus obras de devolverle el cuerpo al verbo y piel a cada una de nuestras sonrisas. Una verónica poética con un pincel, con una punta en la mano.

Historia de una manipulación


El lunes 21 de septiembre, el ex presidente de la Junta de Extremadura, Juan Carlos Rodríguez Ibarra fue entrevistado por Carles Francino en el programa Hoy por hoy en la Cadena Ser. La razón de esta entrevista estaba en el artículo que había publicado Ibarra en “El País” el sábado anterior, 19 de septiembre, titulado: “PSOE… donde nadie se atreve a levantar la voz”, que toma su título, como indica el propio autor al inicio del mismo, de la crónica que Fernando Garea, periodista de “El País”, escribiera el 14 de septiembre: La gestión de Zapatero de la crisis siembra el desconcierto en el PSOE. Como miembro del Comité Federal del PSOE, Rodríguez Ibarra salía al paso de la imagen que desde la prensa se estaba difundiendo de un partido y de un secretario general que había impuesto la ley del silencio. Defensa de la labor callada y activa de tantos militantes socialistas, al margen de cargos, prebendas o sueños de poder. Su artículo terminaba con una exclamación, al más peculiar estilo Ibarra, que en sus decenios en el poder se ha caracterizado por decir siempre lo que pensaba: “¡Miles de militantes nunca llegaron ni a concejal y ahí siguen peleando y defendiendo sus ideas, sin pensar que, si no llegan a ministros, no merece la pena seguir en este apasionante proyecto!”. Y con estos datos se teje el prólogo de la entrevista que le hacen en la Cadena Ser, en el programa matinal más escuchado de la radio española. Por pura casualidad escuché la entrevista. Y la escuché entera. Tampoco tiene mucho mérito ya que no duró más de diez minutos. Después de unos preámbulos en que se habló de la relación difícil que tiene ahora el gobierno con el grupo PRISA, de lamentar Ibarra que se corten las líneas de comunicación con el pueblo, un error grave de todo político, ya que es necesario contar con medios que sirvan para difundir las propuestas, que no para apoyarlas sin críticas, en una de esas frases redondas que le salen a veces, en un momento dado, Carles Francino le pregunta por las diferencias entre Obama y Rodríguez Zapatero; y éste, en el tono de humor que le caracteriza, pone dos ejemplos de la superioridad del presidente español frente al mandatario estadounidense: por un lado, Rodríguez Zapatero es capaz de dar un discurso de memoria, sin utilizar las pantallas transparentes de las que se vale Obama en todas sus intervenciones; y por otro lado, Obama tiene problemas para montar una sanidad pública y universal, mientras que en España la sanidad es tan universal, que hasta comienza a ser un problema, debido al conocido como turismo sanitario: “Comienza a haber un turismo sanitario de muchísima gente y muchísimos países, tanto europeos como latinoamericanos, que vienen a España con un billete de avión de 300 euros y se operan de la cadera que cuesta un poquito más”. Pero el problema no viene de esta idea, clara y compartida por muchos (y sólo hay que irse a las zonas de turismo mediterráneo para constatarlo día a día), sino en el titular que sin quererlo estaba regalando Ibarra unos segundos antes al decir que “Zapatero tenía que intentar hacer una sanidad para los españoles, y sólo para los españoles”. Sin quererlo, en un contexto que pretendía tan solo apoyar a Zapatero frente a Obama, Ibarra comete un error al utilizar ese “español” que puede ser manipulado de mil maneras. La entrevista a Ibarra tiene miga, está llena de mil comentarios inteligentes de alguien que, compartamos o no sus ideas, ha sido presidente de una Comunidad autónoma y lleva a sus espaldas una gran experiencia política y de servicio público. Eran, si no recuerdo mal, las diez menos diez (más o menos). Después de la entrevista, de los anuncios, llegaron las diez y el resumen de las noticias más importantes: y ahí, en solo diez minutos comienza la manipulación. Se crea una noticia donde ante no la había. En el resumen de las noticias, se indica que Rodríguez Ibarra, en la Ser ha defendido la necesidad de “hacer una Sanidad solo para los españoles”, como si fuera una propuesta concreta, pensada, meditada, en que el término “españoles” se entiende exclusivista. Nada de que se trata de la respuesta a la comparación entre Obama y Zapatero, a las dificultades de uno para comenzar un proceso que en España ya tenemos más que superado. Y a partir de este momento, las palabras de Ibarra fuera de contexto se difunden, se manipulan, se comentan, se critican, se convierten en un nuevo frente abierto. Los tertulianos se ponen las botas y comienzan los actos de fe y la inquisición editorial hace de las suyas. Al día siguiente en un programa matutino de la 1, a las nueve de la mañana, se sigue hablando del tema, de la reacción de la Ministra de Sanidad, del siempre oportunista Rajoy, etc. etc… y todos hablan, que si Ibarra ha querido decir esto o aquello, que si es xenófobo, que si los inmigrantes legales pagan sus impuestos, que si ha querido abrir el tema de los inmigrantes ilegales, que si Ibarra ha hecho lo de siempre, dar una de cal y otra de arena, que si ha defendido algunos principios que en Francia sólo los defiende Le Pen. Y no les aburro más. Y todo hubiera sido tan fácil: esta mañana para escribir esta pequeña historia de una manipulación, solo he tenido que entrar en mi ordenador y leer el artículo de Ibarra en El País y escuchar de nuevo completa la entrevista en La Ser. Todo está en Internet, de libre acceso. ¡Lástima que la prensa haya dejado de ser ese periodismo serio que antes de dar una noticia contrastaba sus fuentes! Lástima que la Ministra de Sanidad salga en defensa del sistema universal de salud pública española a partir de un titular de prensa sin escuchar la noticia en su contexto. Lástima que vayamos perdiendo, poco a poco, nuestra capacidad crítica. A más de uno, les mandaría de nuevo a la Facultad de Periodismo. La manipulación se ha instalado en la política y en la prensa de una manera escandalosa. Como ciudadano, le pido mil disculpas, Juan Carlos Rodríguez Ibarra. Pero, como perro viejo que es, seguro que se ha reído mucho con esta manipulación, a la que debe estar ya acostumbrado. Pero ha sido un triste espectáculo de cómo manipular la realidad cuando uno está falto de argumentos. Ideas y proyectos, señores políticos, es lo único que pedimos y demandados los votantes.

lunes, 7 de septiembre de 2009

El Extremeño en la Calle Coruña

El Extremeño en la Calle Coruña

Malos tiempos para los emprendedores. Malos tiempos para comenzar nuevos proyectos. No está el horizonte para muchos proyectos, con la que está cayendo. La crisis sigue ahí, agazapada bajo la amenaza de los despidos y la necesidad de reconvertir una economía que ha vivido demasiado tiempos de espaldas de la realidad: al principio con la economía sumergida (que permite sobrevivir aún hoy a muchos hogares) y después a la economía del pelotazo y del ladrillo, que sigue dando sus últimos coletazos, tanto en economía como en política. A fin de cuentas, los escándalos de Marbella de algunos años y el del velódromo Palma Arena de Palma de Mallorca de este verano tienen en esta confluencia peligrosa entre política y economía su razón de ser. Malos tiempos en que algunos políticos consideran que a río revuelto buenas serán las ganancias electorales, políticos que en vez de ofrecer apoyos y esperanzas, soluciones y propuestas, se dedican a intoxicar y a difundir mentiras. Así están las cosas y así seguirán estando en los próximos meses. Nos quieren instalar en la dinámica del miedo y muchos parecen sentirse cómodos en el inmovilismo. En noviembre llegarán los datos de los beneficios de los bancos, de las entidades a las que hemos tenido que ayudar para no hacer quebrar toda la economía… y entonces nos sorprenderemos con que sólo habrán ganado cientos de millones de euros. ¡Pobres! Y tantas familias haciendo carambolas para poder llegar a fin de mes. Y allí saldrán ellos, los banqueros con sus trajes hechos a medida (si no son regalados por alguna mano generosa y altruista) y con cara de pocos amigos repartirán dividendos entre sus accionistas, miserias que se cuantifican en miles y miles de euros. ¡Pobres! Y así seguimos. Esperando ver en los grandes indicadores de la economía algún dato para poder lanzar campanas al vuelo (el gobierno) o para devolverles al dibujo de un infierno sin salida (la oposición). Y frente a los grandes datos, nos quedamos con los minúsculos de todos los días, esos que nos hablan de despidos, de problemas laborales, de una patronal que aprovecha el momento para sacar sus dientes más conservadores y maléficos, considerando que cuanto menos cobren los trabajadores, mayores serán sus rendimientos. Y así, las familias, las de aquellos que no tienen posibilidad por ningún lado de recibir trajes, relojes de oro y demás prebendas de las que seguiremos oyendo hablar en los próximos meses, ven cómo su dinero cada vez le llega menos para afrontar el final de mes. Y esos pobres banqueros que sólo ganarán este año un 18%, frente a las cifras astronómicas que consiguieron en los mejores años de la economía del ladrillo y del despilfarro.
Por eso, la noticia de un joven que emprende un nuevo negocio, que se arriesga en estos momentos en abrir la puerta a un incierto futuro no deja de ser una rayo de esperanza entre tantas palabras inútiles y tantos enfrentamientos con victoria pírrica, como nos tienen acostumbrados los periódicos, televisiones y radio. Hace tiempo que el periodismo dejó de ser un cuarto poder, para convertirse en la cuarta pata del poder establecido, que, rascando, rascando, es sólo el de la economía. Y esta historia nueva que nace, que ahora comienza la conozco bien porque me afecta muy directamente. Un hermano mío ha decidido, aprovechando el dinero del paro y las escasas oportunidades que se ofrece ahora en el mercado laboral, afrontar el propio reto de abrir su propio negocio. Una tienda de frutos secos en la calle Coruña. El Extremeño. Es cierto que no lo hace desde la aventura y la soledad. Todo lo contrario. Lo hace apoyado por la experiencia y el buen hacer de nuestro padre, Casto, que mantiene tienda abierta en Caballería Española desde hace muchos años junto a mi hermana Margui. Un negocio familiar que se remonta a 1966 cuando mi padre vino a Madrid desde Extremadura en busca de su propio futuro. Malos tiempos también aquellos. Malos tiempos de inmigración y emigración de los que ahora parece que muchos reniegan y no quieren acordarse. Aquellos momentos de inicio sí que fueron duros. Y duros también serán los primeros tiempos de la tienda “El Extremeño” en la calle Coruña que ha abierto mi hermano Juan Pedro, aunque cuente con el apoyo y la experiencia (y las patatas fritas) de la tienda de Caballería Española. Son malos tiempos para cualquier iniciativa empresarial, pero el ejemplo de mi hermano a mí me llena de esperanza y vuelvo a las páginas de economía y a los grandes titulares políticos o los incomprensibles números de la economía y los veo con otros ojos. Perdóneme que les haya contado esta historia personal. Pero me siento muy orgulloso de mi padre, de mis hermanos, que día a día, frente a los problemas, en vez de lamentarse, han preferido coger por los cuernos el toro de la economía y hacer, delante de todos nuestros miedos, una magnífica verónica. ¡Olé!

viernes, 4 de septiembre de 2009

Un grito de amor desde el centro del mundo

“Aquella noche me desperté llorando. Como siempre. Ni siquiera sabía si estaba triste. Junto con las lágrimas, mis emociones se habían ido deslizando hacia alguna parte. Absorto, permanecí un rato en el futón hasta que se acercó mi madre y me dijo: ‘Es hora de levantarse’”. Así comienza la novela “Un grito de amor desde el centro del mundo”, el último éxito del novelista japonés Kyoichi Katayama, una de las novelas del año pasado en Japón y más allá de sus fronteras si tenemos en cuenta las reediciones que se han realizado allí donde se han publicado. Katayama cuenta una trágica historia de adolescentes, pero ¿realmente destinada a adolescentes? Es cierto que la novela ha tenido un gran éxito entre los jóvenes japoneses, con más de dos millones de copias vendidas. Pero en España ni la editorial que lo ha publicado (Alfaguara) ni la colección donde ha visto la luz busca en absoluto este público adolescente, que se vería reflejado en los sufrimientos, en los pensamientos, en los sueños y en las desilusiones que se desbordan en sus páginas. Todo lo contrario. Es una novela de esas que atrapan, de esas que hay que leer lentamente, saboreando cada una de las palabras, cada una de las páginas. No es una novela para devorar en las interminables esperas de los aeropuertos o entre los avisos de paradas del metro o del tren. Es una novela para leer en el más apetecible silencio, dejándose llevar por un ritmo que nos remansa, que nos traslada a otra cultura, por más que reconozcamos en sus paisajes y en sus costumbres muchos de los tópicos de nuestra sociedad occidental. Todo es diferente en Japón. Todo debe ser diferente en Japón según lo expresan sus autores, según son capaces de conectar con su público.
“Aquella noche me desperté llorando…”. Así comienza la novela y así comienza un viaje, que llevará al joven protagonista, al narrador, Sakutarô, a Australia, a un viaje de sueños y de esperanzas… ¿Cómo seguir viviendo cuando desaparece un ser querido, ese que el destino nos había elegido para compartir nuestra vida? ¿Cómo llenar ese vacío, esa vida que habíamos imaginado siendo jóvenes y que se había llenado ya de recuerdos en tantos sueños adolescentes? ¿Cómo es posible vivir después de la muerte? Y a estas preguntas se da respuesta en esta novela, en boca de un ingenioso e inquieto adolescente que ve derrumbarse su mundo con el paso inexorable de la enfermedad y de la muerte. Pero no es la disección de la muerte y de sus consecuencias lo que le interesa narrar a Katayama… esa es más bien la excusa: su tema va por otros derroteros: el amor, sin duda; y sobre todo, el amor eterno. Ese amor que no se busca, que no se puede encontrar de casualidad, sino ese otro, el amor verdadero, el que te encuentra él, el que surge en una mirada… Francesca y Paolo dejaron de leer el libro de “Lanzarote del Lago” en el momento en que se narra el primer beso entre el mejor caballero andante del mundo y la reina Ginebra. No siguieron la lectura, como así lo recuerda Dante en el canto V de su “Infierno” porque los besos sustituyeron a la lectura. La realidad, la de Francesca y Paolo, como reflejo de amores ideales, como los de Lanzarote y Ginebra. En nuestra novela, Sakutarô y Aki son compañeros de clase en el instituto. Comparten aficiones y afectos… pero sus labios sólo sellarán un amor eterno cuando contemplen las cenizas de la mujer a la que amó en su vida el abuelo de Sakutarô, cenizas que la noche anterior había robado para así poder mezclarlas con las de su abuelo en el momento de su muerte. Lo que la vida no había conseguido unir sí lo terminaría por hacer la muerte. Ante esta visión, en forma de muerte, de un gran amor, sus labios se juntaron. Y este espejo será el de su propia historia. Y las relaciones, y las continuas líneas de contacto entre las diferentes historias narradas, los recuerdos evocados por Sakutarô a lo largo de la novela podrían multiplicarse. Porque, en su aparente sencillez, que hace que sea una lectura apropiada para millones de jóvenes, la novela de Katamaya esconde una compleja maquinaría literaria, en que todas las palabras, todas las historias, hasta las más anecdóticas están puestas con una finalidad. Una verdadera joya. Una complejo y perfecto mecanismo de relojería narrativa. Por este motivo “Un grito de amor desde el centro del mundo” ha de leerse saboreándola, como un manjar que se pierde en un gran plato en medio de la mesa, pero que cada bocado esconde una sorpresa, un nuevo sabor jamás sentido y degustado con anterioridad. ¡Chapó, que diría el clásico!

miércoles, 2 de septiembre de 2009

El informe de Brodeck

Hay autores que van, libro a libro, proyecto a proyecto, creando un universo personal que, a pesar de los matices, los cambios, las épocas, se vuelve familiar cuando uno se topa con él. Siempre hay algo de aire de familia, como en esas reuniones en que uno se reencuentra con un pariente lejano que hace años que no ve, pero que identifica a la primera. No sabes muy por qué, no sabe cuál ha sido la razón de este descubrimiento, pero ahí está, hablando con él, intentando llenar de palabras y de informaciones el abismo del tiempo que los ha separado. Algo así me sucede con las novelas de Philippe Claudel, de las que he reseñado, con un entusiasmo en nada escondido, otras dos de sus escritos: “Almas grises” y “La nieta del señor Linh”. Y ahora, acompañada de una excelente traducción de José Antonio Soriano Marco, llega “El informe de Brodeck”. Una nueva página en este universo de Claudel, que nos acerca a una nueva dimensión en esta eficaz disección del alma humana: el dolor, la vida, la supervivencia. De la urbe moderna o del pueblo perdido del Norte, tranquilo hasta en sus tragedias, nos situamos en un pueblo en la frontera, en la frontera del dolor, y en la frontera de una época que bien podría ser la primera guerra mundial, la segunda o, ¡y por qué no! también la nuestra. ¡Qué lógico, qué fácil nos parece el pasado y qué estúpidos que seguimos siendo en el presente! Pero siempre hay genios como Claudel que son capaces de crear un espejo en que podamos mirarnos… y debemos ser valientes y aceptar nuestro reflejo, por más que no nos gusta lo que vemos… a no ser que queramos repetir la historia de esta pequeña aldea, situada al lado de S., de la nada, en la nada del tiempo.
Sin duda, sea esta la novela más compleja de Claudel, la que ha dado un nuevo giro de tuerca en su forma de entender la literatura. Intento explicarme: por un lado, continua con su búsqueda de un lenguaje literario propio, un lenguaje que huye del naturalismo, del realismo para acercar los límites entre la novela y la poesía. No hay concesiones en el estilo. Las metáforas se van disparando al ritmo frenético de una ametralladora literaria: “Ese día, la noche había caído de golpe sobre el pueblo, como un hacha sobre un tajo. Durante la mañana se habían acumulado en el valle grandes nubes procedentes del oeste que, encajonadas, atrapadas en la trampa de las montañas, habían empezado a girar sobre sí mismas enloquecidamente, hasta que hacia las tres un fuerte viento frío llegado del norte las había partido en dos. Su vientre, abierto de par en par, había dejado escapar una densa nieve de testarudos y gruesos copos, pegados unos a otros como los aguerridos soldados de un ejército infinito”. Este es solo un ejemplo, uno de tantos. Y quien lo escribe es Brodeck, ese Brodeck que no quiere perder su identidad humana del nombre a pesar de que en la vida le ha tocado vivir y morir de todo. Un joven que había ido a la universidad y a quien le obligarán escribir un informe, el informe de un acontecimiento que cavará la tumba de la conciencia de este pequeño pueblo. Y Brodeck comenzará a escribir, y lo hará en el cobertizo, con su máquina vieja, entre el frío de la noche y el calor del aguardiente. Y mientras va escribiendo el informe –y preguntando, y abriendo las puertas a la investigación policiaca-, en realidad va recuperando su corazón y con él sus recuerdos. Los recuerdos de su prisión, de ese campo de concentración del que nunca se vuelve; y los recuerdos de los que se quedaron en el pueblo, su amada Emélia, su anciana protectora Fédorine… y este es el curioso juego de espejos que nos regala Claudel en su novela: leemos esta historia porque al narrador, Brodeck, se le ha pedido que haga un informe sobre un personaje sin nombre, Arderer (el Otro, en alemán), que ha llegado al pueblo y que ha terminado por descubrir los secretos del mismo y pintarlos, y ponérselos a los hombres delante de sus ojos. Y el informe, que nunca leemos, y el tema del mismo –que no nos interesa- deja su espacio a los recuerdos de Brodeck, a su propia alma sangrante que se va sincerando a medida que pasan las hojas y a su historia, que es la que realmente hace que la novela se aferre a nuestras manos hasta la última página… Un narrador que es consciente de su labor, y que se lee y que reflexiona sobre su propio arte, trastocando los límites con el autor, con el mismo Philippe Claudel: “Acabo de leer mi historia desde el principio. No me refiero al informe oficial sino a esta confesión. Le falta orden. No ceso de divagar. Pero no tengo por qué justificarme. Las palabras acuden a mi cabeza como las limaduras de hierro a un imán, y las vierto en la hoja sin preocuparme de nada”. Y así es esta novela genial. Ha sido capaz de recuperar el olor y los sabores de lo verdadero. Brodeck existe aunque su informe nunca llegará a leerlo nadie más que el señor alcalde, el mismo que le reprocha que use tantas metáforas en sus escritos. ¿Dónde colocar el espejo para comprender la historia?

martes, 1 de septiembre de 2009

Los libros no leídos

¡Con cuánta frustración nos situamos delante de una de las estanterías de nuestra casa y aceptamos la evidencia de las decenas de libros que no hemos leído! ¡Con qué impotencia pasamos la vista por sus lomos y somos conscientes de que nunca sus páginas pasarán por delante de nuestros ojos, sus historias jamás nos llegarán más allá de los comentarios de amigos, de estudiosos! ¡Y en cuántas ocasiones nos hemos visto en la obligación de hablar de uno de estos libros no leídos, de saber de su existencia porque lo compramos un día, porque sabemos el lugar que ocupa en nuestra biblioteca o en la colección que lo ha visto nacer! ¡Y día a día los libros se multiplican y forman torres cada vez más peligrosas en nuestras mesillas! Las páginas de los libros parecen no tener fin y el tiempo para su lectura se hace cada vez más limitado, como si una maldición hubiera caído sobre nuestras cabezas. Y lo peor: alguien nos comenta un libro que hemos leído hace tiempo, y sonreímos de satisfacción porque hemos encontrado un lugar de encuentro… pero, poco a poco, a medida que va desgranando detalles del libro nuevamente leído, nuestra sonrisa se convierte en una mueca: ¡no nos acordamos de nada! Esa escena que en los recuerdos cercanos del nuevo lector se ha convertido en la clave de toda la novela, no ha dejado ni una pequeña huella en nuestra mente. Y tan sólo somos capaces de recuperar el momento en que lo leímos –el calor de aquellas mañanas en la playa o la tranquilidad de las noches en la sierra o en la casa de Torreiglesias-, y, si tenemos suerte, alguna sensación de lo que el libro nos hizo sentir, la alegría de un final deseado o la tristeza de un personaje que agota su sangre a medida que las páginas van pasando por nuestras manos. Se dice que Montaigne, el gran escritor francés, olvidaba el contenido de un libro nada más terminarlo, con lo que a lo largo de su vida no se conformó con las notas de lectura que iba dejando en sus márgenes, sino que al final de los mismos escribía una pequeña crítica, para así recordarse, si el ejemplar volvía a caer en sus manos, si debía no volver a leerlo.
Y así casi todos los libros, casi todos los libros de nuestra vida, los que permanecen en las estanterías y los que en algún momento han pasado por nuestras manos, ya sea para leerlos, para estudiarlos, para hojearlos… bien pueden decirse que conforman nuestra particular biblioteca de libros no leídos. Y por eso de todos ellos podemos dar una opinión. El libro que se hace realidad en cada lectura, que lo convierte en un libro no-leído en el mismo momento en que lo terminamos de leer, o de tan solo hojear, o de escuchar el comentario de un lector del mismo. Y a este apasionante universo ha dedicado Pierre Bayard un apasionante ensayo: “¿Cómo hablar de los libros que no se han leído?”. Y no se dejen llevar por el título, que no es un manual –tan al uso- del perfecto caradura cultural, aquel que es capaz de aprenderse una serie de fórmulas y de citas apropiadas que hacen pensar a los demás una cultura que no ha llegado nunca a poseer. Pierre Bayard descubre un nuevo campo de estudio, que devuelve a la lectura una dimensión cotidiana que cada uno de nosotros ha podido sufrir en sus propias carnes. ¿O acaso hemos leído o nos acordamos de todos los libros de los que hablamos? En absoluto. ¿O acaso hemos de sentirnos impotentes porque no hemos leído todos los libros que poseemos? Todo lo contrario. Pierre Boyard demuestra cómo la lectura es algo mucho más abierto que la imagen que nos imponen desde la escuela, donde leer es sinónimo de memorizar. ¿Acaso no nos hemos encontrado con que nuestra lectura, el recuerdo que tenemos de la lectura de un libro en nada coincide con la lectura de otro lector? Y eso es así porque en la lectura no sólo se encuentran inmersos el texto y el autor sino también nosotros, con nuestras limitaciones culturales, de ahí que en su ensayo se hable de una “Biblioteca colectiva, interior y virtual”, así como de “libros-pantalla”, “libros interiores y libros fantasmas”. Todos ellos nuevos conceptos que amplían de manera realmente curiosa los límites de la biblioteca, del libro y de la lectura, tal y como se entiende de manera tradicional. Una magnífica lectura para comenzar el año, haciendo añicos los límites de la realidad, de lo que siempre nos han enseñado que es la realidad de la lectura.

Volver

¿No les da pereza volver de las vacaciones? Y no tanto por tener que abandonar esa otra vida que nos hemos creído por unos días, en que hemos sido, por una vez, lo que queríamos ser: aventureros, exploradores, lectores, juerguistas, bañistas, adictos a museos y exposiciones, viajeros… Las vacaciones nos devuelven un tiempo que no es nuestro y, como tal, lo explotamos hasta sus últimas consecuencias. En vacaciones nos descubrimos facetas que creíamos olvidadas y nos parece que hasta los relojes se han cansado de dar las horas y que todo se hace mucho más lento, que el día cunde mucho más y que nos da tiempo a hacerlo casi todo. Y así es. Pero es todo un espejismo. La ilusión y los nervios de hacer las maletas (qué meto, qué necesitaré, qué dejo…) se transforman en el mecánico proceso de ir llenándolas de nuevo con la mitad de la ropa elegida (la otra sigue en el fondo esperando la noche de los justos), de comprobar (con igual nerviosismo) que la maleta está llena y todavía quedan mil cosas por meter. Y comienzan las dudas y los reproches. Quizás debería haber leído más. Quizás debería haber aprovechado mejor el tiempo. Quizás debería haber comprado aquel espejo en el bazar, que tampoco era tan caro. Quizás deberíamos volver el año que viene. Y en las últimas horas de las vacaciones hemos comenzado ya el camino de regreso. Nuestro cuerpo se da el último chapuzón en el mar o en la piscina, camina por el bazar por última vez o sigue haciendo la última cola ante el museo que se nos antoja que no podemos dejar de visitar. Pero nosotros ya no estamos con nuestro cuerpo. Comenzamos a viajar a la cotidianidad antes que él. Y así los problemas o los asuntos que dejamos pendientes antes de comenzar las vacaciones, se nos aparecen como un fantasma. Al principio, intentamos (en vano) alejarnos de ellos, poner risas y proyectos en medio. Pero todo es inútil. Ahora el minutero de todos los relojes del mundo actúan a nuestras espaldas contra nosotros. A medida que los segundos pasan los problemas pendientes se hacen más grandes, más transcendentales. Y comenzamos a pensar en ellos aunque la maleta siga llena encima de la cama y toda la ropa desparramada alrededor buscando su lugar para el regreso. Aunque todavía nos queden horas de risas y de vacaciones. Aunque nos hagamos el firme propósito de no pensar tanto en los problemas del trabajo, en los cotidianos cuando volvamos a casa. Y es que las maletas se llenan tan pronto no porque hayamos perdido la paciencia de doblar la ropa con todo cuidado. No. Se llena tan pronto porque en ellas hemos metido, sin darnos cuenta, los buenos propósitos con que siempre volvemos de vacaciones. De este año no pasa, aprendo inglés, me hago la colección de ganchillo, veo una película cada miércoles, vamos al teatro una vez al mes, nos reunimos con los amigos cada fin de semana, que no es posible que nos veamos tan poco cuando estamos tan cerca los unos de los otros. Y lo bien que lo hemos pasado juntos en las vacaciones. No sabía yo que Raquel fuera tan simpática. Ella que parecía tan sosita… y así seguimos llenando las maletas de lugares comunes, de propósitos que, en la mayoría de los casos, no consiguen sobrevivir al mes de septiembre… Y sabemos que así será, como todos los años, pero nos engañamos, como todos los años, con que este otoño será diferente. Y cuando llegamos la cotidianidad nos absorbe, con ganas, con el hambre canina del animal que hemos dejado encerrado en casa. Está deseando volver a vernos para ponernos delante de la cara las obras que hemos dejado comenzadas cuando nos fuimos, las mismas historias de las escuchas ilegales a partidos políticos, que huelen a las huidas del Lute en época de Franco, las mismas esperanzas de que nuestro equipo gane la liga. Ya que todos la van a ganar. Y comienza la liga, y el trabajo, y dentro de unos días, las clases. Y sin darnos cuenta dejamos atrás el verano, las vacaciones, ese lugar en que hemos sido nosotros cuando hemos dejado de serlo.
Y bendita la cotidianidad. El preocuparse por las mismas cosas de siempre, año tras año; seguir al pie de la letra el guión establecido de todas las vueltas. Porque en ocasiones la vida se empeña en darnos una sorpresa y todo cambia, como por ejemplo el infarto de una madre, que se queda en un susto y en una semana de hospital. Pero ahí queda, como una sábana que todo lo cubre y que, por unos días, impide ver el futuro. Nos quejamos de volver siempre a la misma rutina. Pero ¡bendita rutina! Que nos dure muchos años. Que no se empeñe en darnos sorpresas.