sábado, 8 de mayo de 2010

El mundo al revés (Diario de Alcalá, 20 de abril)

Estaba nervioso. Era su primer día de trabajo y le había tocado cubrir la primera rueda de prensa que daba el presidente del partido político implicado en complicados casos de corrupción. Antes de llegar a la redacción le habían llamado al móvil. Tan solo una dirección y una hora, nada más. Y ahí estaba, con su bloc abierto y su mente todavía anclada en los nervios de la entrevista de trabajo de la semana pasada y en las lecciones aprendidas en la facultad, que ahora le servían de bien poco. Aprovechó los minutos de la espera para mirar a su alrededor, a las decenas de compañeros periodistas que hablaban acaloradamente en grupitos cada vez más numerosos, en los pocos que, como él, habían optado por el silencio y quedarse sentados en sus asientos, y en uno que, con los ojos cerrados, estaba en la frontera entre la meditación y el sueño. Al momento la puerta lateral se abrió y el torrente de los flashes y de los codazos entre los fotógrafos ahogó cualquier conversación, cualquier pensamiento, cualquier bostezo. El presidente del partido había llegado a la rueda de prensa con toda puntualidad. Eran las nueve de la mañana pero ya se le notaba, bajo la máscara del maquillaje y de los asesores de imagen, las arrugas del cansancio y de la preocupación de un duro día de trabajo. Intentó sonreír a las cámaras de fotos, sin conseguirlo. Intentó poner su mejor perfil ante las cámaras de televisión, pero tampoco le quedó esta mañana su mejor plano. Intentó sacar los papeles de la carpeta sin que se le notara un cierto nerviosismo, pero tampoco lo consiguió. Después de unos minutos ensordecedores, en que los fotógrafos fueron espaciando sus disparos y cada cual parecía acomodarse al papel que se le había repartido en esta curiosa representación política, se hizo el silencio. Un silencio que de expectación pasó a convertirse en tenso cuando el presidente del partido decidió permanecer callado antes que comenzar a leer el texto que habían estado puliendo hasta en sus detalles más insignificantes desde hacía unas horas. Silencio. Un silencio que poco a poco se fue rompiendo con algún que otro gesto, alguna que otra pregunta susurrada, algún que otro comentario en alto.
Pero de pronto, con esa voz que llevaba ensayada desde hacía varios años, el presidente del partido comenzó a hablar. Y lo hizo claro y alto, como si de verdad se estuviera creyendo lo que estaba leyendo. Y lo hacía mirando a los ojos de las cámaras de televisión, intentando meterse en cada uno de los hogares, de las oficinas, de los bares en que a esas horas tuvieran encendido su televisor. Y lo hacía sabiendo que sus palabras, que su perfil, que su corbata iban a ser la imagen de portada de todos los periódicos, de que iba a iniciar todos los telediarios. Lo sabía porque así debía ser y porque así lo habían pactado desde hacía varios días con los periodistas más afines, con los medios de comunicación que, desde su despacho, habían diseñado una estrategia de contaminación informativa que llegaría a su culminación al terminar su discurso. Miró los tres folios escritos. Recordó las continuas tachaduras y cómo el texto había sido pulido en cada una de sus palabras como si se tratara de un poema. Había que encontrar el adjetivo adecuado, el argumento preciso, la expresión única que permitiera luego seguir azuzando el fuego de la confusión y del miedo. Cuando estaba por terminar el tercer folio, sonrió complacido por la forma en que había sabido llevar y superar esta prueba, una de las más complicadas en toda su carrera. Levantó lo ojos y miró complacido al rebaño de corderos periodistas que tenía delante de él; y sonrió, se permitió en ese momento el lujo de la sonrisa ya que sabía cuáles iban a ser los titulares de la mañana, al margen de estos aprendices de periodistas; sonrió imaginando las caras de algunos de sus oponentes –más dentro de su propio partido que fuera- que ya habían puesto a enfriar el cava para festejar su caída política. Terminó de leer y sonrió. Pero ahora con la sonrisa profesional para las fotografías y las cámaras, esa sonrisa tan bien aprendida, la que le había costado semanas de duro entrenamiento.
Las preguntas –las pocas preguntas que se habían pactado- fueron surgiendo como las notas a pie de página de su propio discurso, en una coherencia que más de un novelista famoso quisiera para sus escritos. Las preguntas de los periodistas, algunas de ellas ya escritas en sus cuadernos desde el principio, permitían al presidente seguir puntualizando sus argumentos, que todo era una estrategia del gobierno para desacreditarle personalmente, que se estaban utilizando las instituciones públicas para un uso partidista (y aquí se le escapó una sonrisa freudiana que pocos quisieron interpretar adecuadamente), y que eran tanto él como su partido inocentes del uso fraudulento del dinero que algunas personas, muchas de ellas altos cargos nombrados por él mismo, hubieran podido hacer en los últimos años. El espectáculo estaba llegando a su fin. Media hora de representación perfecta.
Media hora que había comenzado con nerviosismo -¡era la primera rueda de prensa que iba a cubrir!- y que, minuto a minuto, se había ido convirtiendo en sorpresa y en escándalo. No tenía saliva en la boca. El corazón parecía querer salir de su pecho, pero aún así se atrevió a levantar la mano y preguntar antes que nadie le hiciera un gesto para que pudiera hacerlo. “Entonces, ¿se declara inocente? ¿Desconocía realmente todo lo que se estaba fraguando en su partido a sus espaldas?”. El presidente miró al fondo y no pudo identificar al joven que le hacía esas preguntas que se salían del guión. Por un segundo tuvo la tentación de mirar sus papeles, pero sabía que en ellos no encontraría la respuesta. “Como he dicho, no hay ninguna prueba que me impute ni a mí ni a mi partido en la trama de corrupción y de financiación ilegal de la que se habla en estos días. No hay ninguna prueba que permita demostrar que yo estoy al tanto de lo que se hace en mi partido”. Y nada más terminar la frase, se dio cuenta de su error, de su exposición pública de falta de liderazgo dentro de sus propia filas. El presidente del partido se tocó la corbata –lo que siempre hacía cuando se ponía nervioso y no sabía por dónde salir-, y, como si no hubiera escuchado esta última pregunta, susurró: “Si no hay más cuestiones… gracias por su asistencia”. Y mientras el presidente del partido salió casi volando –literalmente- de la sala de prensa, varios periodistas se volvieron para ver la cara de quien había osado salirse del guión ya fijado de antemano, ese en que ya no importaban el significado de las palabras, ese que permitía decir todo lo que se quisiera porque nunca había ninguna consecuencia política, nadie lo reflejaría en sus crónicas…
Y mientras se levantaba, ahora menos nervioso, sabía que nadie recogería en sus medios esa última pregunta y que a él ya no le esperaba ni una mesa ni una silla en su redacción, que en breves minutos recibiría una nueva llamada al móvil en que le dirían que no hacía falta que fuera a trabajar, que estaba despedido. Y lo único que se le vino a la cabeza eran las lecciones de la facultad, ese gusanillo en el estómago que le había hecho estudiar periodismo, y se preguntó –sabiendo que no había respuesta- cuándo el periodismo había dejado de ser el sexto poder para convertirse en su lacayo. Sin duda, estamos viviendo en un mundo al revés, pensó… y sin pensárselo dos veces se fue al metro, sin despedirse de nadie. Sin hablar con nadie.

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