martes, 18 de mayo de 2010

No nos falles

Se despertó. Miró el reloj de la mesilla y vio que no eran más de las tres de la madrugada. La respiración entrecortada, la almohada empapada de sudor y el cuerpo como si le hubiera dado una paliza. Intentó levantarse, pero le fallaban las fuerzas y tampoco quería despertar a Sonsoles, que dormía a su lado. Volvió a tumbarse y se quedó mirando el reflejo del reloj digital sobre el techo de su habitación. Era una manía que conservaba desde niño: tenía que saber en cada momento la hora en que vivía. Se quedó mirando el reloj y cómo parecía no pasar el tiempo. ¡Y eso que había pasado tan rápido en los últimos años…! Últimamente no podía dormir. No eran las preocupaciones, ni tampoco las difíciles decisiones que tendría que tomar. Nada de eso. Era una frase, una frase que, al cerrar los ojos, se convertía en un martillo que le hacía pedazos el sueño y la tranquilidad. Una frase que le envolvía en el sudario de las promesas y que convertía su cama en un verdadero recital de piruetas, de vueltas y más vueltas, en el circo absurdo de veinte pistas en que se había convertido su vida. Una frase que le hacía daño en la garganta, y en los riñones, y en la mirada y en la sonrisa. Una frase que creía escondida en cada una de las frases que oía cada día, a cada minuto. Intentó cerrar los ojos y dejar que el pensamiento se fuera en busca de mejores recuerdos, y se encontró, casi sin quererlo, de vuelta a aquel 14 de marzo de 2004, subido en esa improvisada plataforma que le llevó a dar las gracias a las cientos de banderas, de sonrisas, de abrazos y de esperanzas que se habían congregado delante de la sede del partido. Y con los ojos cerrados, sonrió, sonrió como un niño, sonrió como un niño al que le acaban de comprar el regalo de cumpleaños que tanto ansiaba, por el que tanto había luchado. Sonrió con la seguridad de que ese momento era suyo, que nadie se lo podría robar, que nada podría cambiárselo… pero de pronto, volvió aquella frase, aquella única frase y comenzó a temblar. Se hizo un ovillo dentro de la cama y se acercó al cuerpo protector de Sonsoles, que seguía durmiendo, ausente.
¿Qué había pasado? ¿En qué momento se había levantado por encima de los problemas y se le había vuelto transparente la mirada? No tenía respuesta. Se miraba en el espejo del cuarto de baño después de afeitarse y se veía igual que siempre, igual que en aquella locura del 2004, igual que en aquellos años felices de parlamentario gris y anónimo, en aquellos otros duros como jefe de la oposición… se veía igual. Quizás un poco más viejo. Quizás un poco más cansado. Quizás un poco más escéptico. Pero igual en su esencia. Había vivido la política desde niño y desde niño había sabido que la política no podía cambiarle, que ese era el principio del fin. Y ahora que se encontraba al final de todo, ¿en qué momento había fallado? Se miró en el espejo una vez más, en busca de una respuesta, de una fecha, de un acontecimiento. Pero no encontró más que su imagen seria al otro lado. Una imagen que era la suya, por más que había comenzado a no reconocerse en ella. Hizo un repaso de los asuntos que tenía que tratar aquella mañana de manera urgente y suspiró agobiado. Agobiado y aburrido. ¿Dónde había dejado el entusiasmo de los primeros tiempos, esa fuerza que le hacía salir al cuadrilátero político cada mañana como si fuera la primera vez, la primera ocasión en que tenía que revalidar su título? Estaba cansado. Y, lo peor, se sentía cansado. Pero aún era pronto para tirar la toalla. Eso jamás. Lo último que podía hacer ahora era cambiar… cambiar… ¿cambiar?, se preguntó. ¿Cuándo había cambiado? Recordó aquellas primeras semanas de abril, aquellas primeras decisiones que tomó, que sorprendieron a todos porque todos estaban convencidos de que la “realpolitik” vendría a ser la apisonadora con que los intereses creados acabarían con tantas promesas lanzadas a diestro y siniestro durante la campaña electoral. Y él dio un paso al frente e hizo realidad lo prometido. ¿Y ahora? ¿En qué estaba fallando?
Mientras iba andando por el pasillo, escuchó a lo lejos la cafetera y un aroma a café recién hecho le devolvió la sonrisa a la cara. Le gustaban los desayunos. Le gustaba compartir esos minutos con su familia, en la aparente normalidad de cualquier familia, con los problemas y los asuntos de una familia cualquiera… le gustaba hablar un rato con sus hijas, escuchar sus quejas y sus silencios adolescentes, creerse normal en una cocina normal de cualquier familia normal. Aunque no lo fuera. Aunque nunca lo pudiera ser. Y escuchaba con una sonrisa, y preguntaba con una sonrisa, y se tomaba el café con una sonrisa, y contestaba a las preguntas de Sonsoles con una sonrisa… pero de lo único que cada mañana le hubiera gustado hablar era de esa frase que le obsesionaba como una pesadilla, de esas palabras que eran su conciencia abierta como una herida en el corazón de sus ideales. ¿En qué momento había dejado de sentir la sintonía entre sus deseos y la realidad? ¿En qué momento su optimismo no era la fuerza telúrica que podría cambiar el rumbo de los astros y de los acontecimientos más mundanos? Y contestaba a las preguntas que no escuchaba, y sonreía ante las bromas que no entendía, y saboreaba el café que le ardía en el estómago, como el profesional en que se había convertido. Sonreía sabiendo que no había ninguna razón para hacerlo. Por costumbre, quizás. Por naturaleza, tal vez. Por no sentirse solo, sin duda.

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