sábado, 8 de mayo de 2010

Contra un juez de paz

Se disponía a firmar la resolución cuando se fijó en su mano, en esa mano que sostenía el bolígrafo como una espada y que estaba por sellar con los garabatos de su nombre el escrito que había estado redactando en los últimos días. Dudó si seguir con el protocolo de la firma o detenerse unos segundos más contemplando su mano, esa mano envejecida, con las venas a flor de piel, esa mano que se le ofrecía desconocida ante sus ojos cansados, a pesar de tener su anillo de bodas, a pesar de sostener el bolígrafo de toda la vida, ese cuyo recuerdo se perdía en los primeros años de su carrera como juez. Dudó si seguir con la firma y dar por terminada su labor por ese día, si seguir descubriendo en su mano gestos cotidianos y familiares o si alzar la vista y contemplarse en la geografía de su despacho, lleno de pilas de papeles, que escondían detrás los libros de leyes, sus manuales de la facultad y todos los nuevos que había ido comprando a lo largo de los años, de esos años de trabajo gris en el Tribunal Supremo. No se lo pensó dos veces: suspiró como para liberarse de algún fantasma y firmó. Estampó su firma al final de aquella resolución que quería dar por terminada lo antes posible, no fuera que los plazos jugaran en su contra. Y al firmar se sorprendió de la fuerza con que lo había hecho, del peligro de traspasar el papel. ¿De dónde le venía esa inquina, esa rabia, ese dolor que llegaba casi a marcar con sangre de tinta la resolución, con la falta de compasión de quien marca el ganado en medio del campo? ¿De donde había brotado ese vocabulario contra el juez Garzón, de la Audiencia Nacional, esos argumentos que daban recomendaciones a Manos Limpias y Falange Española para limpiar de equivocaciones su querella contra el magistrado, su compañero a fin de cuentas?

Volvió a mirarse las manos, ahora las dos colocadas sobre la mesa para la inspección militar, en busca de una respuesta, pero no las encontró. No en las manos, que aprovecharon el descuido para volverse a esconder debajo de la mesa, sobre las piernas del juez. ¡Basta ya, se dijo! ¡Es totalmente intolerable! Es necesario poner freno a los desmanes a la imaginación creativa de ese juez que era aclamado por todos, admirado por muchos, y que se pasaba la mitad del tiempo entre conferencias y premios. A fin de cuentas, ¿qué es lo que había hecho Garzón que no hubiera hecho él, y tantos otros en la Audiencia Nacional, en el Tribunal Supremo, en los juzgados que les había tocado presidir a lo largo de su larga carrera judicial? Pues trabajar, coño… trabajar, dejarse los ojos en las miles de sentencias que le llegaban a las manos, en esas sentencias todas ellas ahogadas por su tiempo, por sus circunstancias… ¿y ahora nos vamos a poner a abrir fosas y a que los muertos sin enterrar del franquismo tengan los mismos derechos que los muertos nacionales? Pero ¿en qué país vivimos? Ay, ay… si ya lo veía venir yo desde hacía ya años. Y más con estos jueces estrellas que se dejan llevar por su imaginación creativa, por sus deseos de protagonismo. ¿Que fue el juez que instruyó el caso Marey, el que desencadenó la prisión de la cúpula del Ministerio del Interior por el asunto de los Gal? Un golpe de suerte… solo eso, estoy convencido. ¿Qué consiguió retener a Pinochet en Londres durante más de un año acusado de genocidio, terrorismo y torturas en 1999? Una insensatez, la verdad… y de ahí nos vienen las pretensiones imaginativas de hoy. ¿Qué ha sido uno de los jueces que han llevado en primera línea la lucha contra ETA y contra el narcotráfico gallego? Pues ese es nuestro trabajo… ¿a que nadie se acuerda de todas las cientos de sentencias que he firmado en mi vida, el orden que he establecido con mis autos? Porque esto es lo que necesitamos, esto y nada más que esto: orden, orden y orden. Y al decirlo dio un golpe en la mesa con una de sus manos desconocidas que le sobresaltó a sí mismo. Y se dio cuenta que había terminado gritando, que se encontraba en pie delante de su mesa gritando su rabia y su odio ante un auditorio anónimo y silencioso. Y entonces se dio cuenta que quizás había abusado del trabajo los últimos tiempos, que se había pasado las noches leyendo de claro en claro y los días de turbio en turbio para dar término en el plazo legal la resolución contra el juez Garzón que acababa de firmar. ¿Cómo se había atrevido a pensar, ni siquiera por un momento, que era posible enjuiciar a la dictadura franquista, ir en contra de la sagrada ley de amnistía de 1977, que selló los crímenes y torturas del pasado bajo el paraguas de la democracia? ¿En qué cabeza razonable y ordenada podía caber una idea tan imaginativa, tan creativa?

Se había vuelto a levantar. Aprovechó para hacer el gesto de la despedida. Cogió su cartera marrón. Se arregló su corbata y se puso la cazadora para salir. Y mientras lo hacía, mientras salía de su despacho después de dejar entregada su resolución no podía dejar de pensar y de lamentarse de que estaba rodeado de incompetentes. ¿En qué universidad habían estudiado esos abogados de Manos Limpias y de Falange Española, que había copiado parte de sus propios escritos de acusación contra Garzón para justificar su querella? ¿A quién se le ocurre poner por escrito sus juicios de valor sobre la actuación del juez? Eso me toca a mí… menos mal que todos cuentan conmigo para que les solucione sus problemas. Yo sí que soy un juez estrella y no ese juecillo de imaginación creativa al que le gustan más los platós de televisión y las salas de conferencias que los despachos. Menos mal que les he recomendado a los ineptos de Falange Española y Manos Limpias lo que tienen que cambiar y quitar para que pueda seguir a trámite la querella contra Garzón… Orden, orden, orden es lo que necesitamos en esta nuestra España gloriosa e imperial que está viviendo ahora sus horas más tristes… ¡Menos mal que aún quedamos algunos jueces de la antigua escuela para velar por el futuro, jueces sin imaginación, sin creatividad, sin justicia! ¿A mí me van a venir a dar clases de democracia?

Y salió como había entrado en el juzgado: con sus manos desconocidas, con la mirada baja y con la sonrisa de la complicidad en los labios, esa que escondía el gesto inequívoco de su rabia, de su odio, de su frustración.

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