sábado, 8 de mayo de 2010

La pregunta (Diario de Alcalá, 28 de abril)

“¿Cuándo, en qué momento preciso, uno traspasa el límite de los ideales para convertirse en pieza del ajedrez de la política?”. Se mojó los labios con la lengua, en un gesto al que deseaba renunciar desde hacía tiempo, y aquella pregunta le supo amarga. No sabía muy bien si tragársela, con el consabido ardor de estómago, o dejarla salir de sus labios y que se convirtiera en un reproche. Estaba sola. En la salita de estar de su pequeño apartamento en el corazón de Madrid. Se levantó, no sin cierto esfuerzo, y apagó el televisor. Sus nietas se reían de ella cada vez que se reunían los domingos: ¡Abuela, debes ser la única en España que aún no usa el mando! ¡Con lo que mola! Y era cierto, debía ser la única que seguía levantándose cada vez que quería cambiar de canal o cuando, cansada de perder el tiempo, se decidía a apagar la televisión y dejar que el silencio inundara su salita de estar, el pasillo, la pequeña cocina, su dormitorio, el cuarto de baño y la diminuta terraza en la que intentaba hacer sobrevivir algunos geranios. Era curioso, pero, a medida que pasaban los años, soportaba peor el silencio. Ese silencio que añoraba de joven y que ahora de anciana le abrumaba, le angustiaba. Se volvió a sentar en su sillón, acomodó el cojín a su espalda, y se dispuso a abrir la revista que había comprado aquella misma mañana. Tan solo por perder el tiempo, por pasar los ojos por las noticias, los artículos que llenaban de fotografías cada una de las páginas. Sentada, con sus gafas dispuestas para la lectura, alzó los ojos y se vio reflejada en la pantalla apagada del televisor, en la misma postura, casi con el mismo gesto, la misma expresión que María Dolores había tenido minutos antes en aquella rueda de prensa, esa que le había asqueado y obligado a suspirar, a preguntarse, a apagar, al fin, el televisor. Y se vio a sí misma como la imagen en blanco y negro de su pupila preferida, de su alumna más aventajada. Tan solo que ahora no encontraba ningún hilo de unión entre aquella joven entusiasta que acudía a todos sus mítines y aquella otra política triunfadora que había sido capaz de dominar todos sus gestos; no como ella, que se seguía mojando los labios con la lengua cada vez que se encontraba ante una situación incómoda. Dejó que la revista resbalara por sus piernas hasta caer al suelo y se quedó mirando su imagen en blanco y negro en el televisor. Y sonrió. Y sonrió imaginándose en color en tantos y tantos mítines y comparecencias públicas. Como las que soñó un día y las que tuvo que protagonizar. Y con su mirada clavada en su imagen en el televisor se dejó llevar por sus recuerdos, por aquellos que siempre serían los mejores años de su vida, esos en los que añoraba el silencio en medio del fragor de la batalla.

Aquellos fueron años difíciles. Pero apasionantes, sin duda. Años en los que siempre se jugaba todo en un segundo, en una decisión. No había tiempo para las dudas ni para los indecisos. Eran años de probarlo todo y de querer que todo el mundo tuviera la libertad de probar lo que quisiera. Años en los que el futuro no llegaba más allá del pasado mañana. Y ya parecía mucho. Demasiado. Y mucho más difíciles para una mujer. Para una mujer que, como en su caso, se había rebelado a seguir el libro de instrucciones de la buena hija, mejor esposa y excepcional madre, y un buen día había decidido dejarlo todo para adentrarse en la nada de la política, de esa política en que se soñaba que para conseguir lo posible hay que soñar con lo imposible, sin saber que palabras similares se habían multiplicado por las paredes de Saint-Michel en el París del mayo del 68. ¿Y qué importaba? Ella, a su manera, a su manera más personal, también estaba haciendo una revolución. Y así se sentía, como una heroína que con talento, inteligencia y pasión iba derribando, una a una, las trincheras de las buenas costumbres que se alzaban alrededor de cualquier mujer de su tiempo. Y se sentía orgullosa por no haberse dejado engatusar con los suspiros y lamentos de su madre, atrapar con el lazo del-qué-dirán y claudicar ante las órdenes de su padre y los reproches de sus hermanos. A escondidas se había ido creando sus propias ideas y a escondidas las iba difundiendo. Ahora no sabría decir qué había disfrutado más, si las dificultades y problemas del principio o el triunfo del final, ese momento en que fue elegida como diputada en las primeras cortes democráticas de España, una de las escasas mujeres que habían obtenido el derecho de compartir el sueño de un futuro histórico junto a tantos trajes bien cortados, tantas corbatas grises y tantas caras aburridas. Una de las pocas mujeres que, peldaño a peldaño, se había ido creando su propia carrera. Un camino recorrido con tenacidad y pasión, en solitario las más de las veces, no sin ciertas dificultades y muchas zancadillas y tropiezos. Pero todo había valido la pena… después de tantos años, ahora estaba allí, sentada en su escaño, mirando al frente, sonriendo, como ahora lo hacía, sentada en su sillón, sonriendo al ver reflejada su sonrisa en el televisor apagado. Por eso nadie entendió que, después de tantos esfuerzos, de tantos sinsabores, después de tres años de ser diputada, renunciara a su acta de diputada, se diera de baja en el partido y se escondiera en los brazos protectores de su marido y en las bocas insaciables de preguntas de sus hijos. Nadie supo las razones. Ni incluso María Dolores, la que había sido su alumna en el instituto, la que le acompañó por tantos rincones de La Mancha, la que terminó por ocupar su puesto, la que se quedó con todo su entusiasmo, sus ideales, su deseo de participar en un mundo mejor.

Y de nuevo la pregunta, como una náusea, le volvió a la boca desde el estómago de sus recuerdos, esos que habían intentado (sin conseguirlo) convertir en amargo los que habían sido los mejores años de su vida. Y recordó, una vez más, por qué había dejado la política. Por qué no le había gustado reencontrarse con la imagen televisada con su Dolores al ser nombrada secretaria general del partido, la mala sensación que le produjo descubrir aquel gesto, que con el tiempo había sabido dominar, que delataba su nerviosismo y malestar; y mucho menos le gustaba verla en estos momentos, carne de cañón, pieza política expuesta a la plaza pública de las críticas, mientras su presidente se escondía detrás de un silencio cómplice. Típico de los hombres, se decía una y otra vez. Da lo mismo que pasen los años. Típico de un hombre dejar que sea una mujer quien dé la cara. Y siempre que miraba su imagen en la televisión no podía dejar de preguntarse: ¿en qué momento, en qué circunstancia había olvidado sus razones para meterse en política y se había convertido en una pieza más del entramado político, ese que le obligaba cada mañana a aprenderse el guión de una intervención pública, sin tener en cuenta que lo que hoy estaba diciendo era justo lo contrario de lo defendido ayer, que la presunción de inocencia era maleable según sus intereses y conocidos…? Y entonces recordó una vez más el momento exacto en que había dejado la política, ese momento en que fue consciente –por unos segundos- que había dejado a un lado sus ideales e ideas para ser sólo una pieza, bien engrasada, del perverso mecanismo de la política más populista y mezquina. Y lo sentía por su antigua pupila. Y lo sentía porque, a pesar de estar en blanco y negro, ella había sido capaz de conservar el brillo en su mirada, el brillo de sus ideas e ideales, cosa que no podía ya decir de su Dolores, por más que su imagen fuera en color y digital. ¿Cuándo, mi querida niña, en qué instante dejaste a un lado tus ideales y te convertiste en la voz hueca de los otros? ¿En qué momento no supiste ver que comenzabas a dejar de ser tú para convertirte en voz de conspiraciones que sólo existen en los despachos de los asesores, de los políticos a los que tanto habíamos despreciado desde jóvenes?

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