sábado, 8 de mayo de 2010

La Real Biblioteca Pública, 1711

Hacía frío en Madrid. Aquel 29 de diciembre de 1711 hacía frío en Madrid. Ahí estaba el famoso viento de la sierra que venía a llenar de escarcha y de hielo las esquinas de las calles de Madrid, de un Madrid que todavía tenía abiertas las heridas de la reciente guerra de sucesión. Aún muchas casas permanecían cerradas y muchos eran los que no tenían ninguna esperanza puesta en el futuro. Era el momento de repensar el país, el momento de poner las bases a la nueva dinastía que se había alzado con el triunfo de las armas. Los Borbones necesitaban de todo el apoyo, de todas las ideas para convertirse en españoles, y Felipe V necesitaba, más que nunca, a sus confesores para seguir adelante en su gobierno. Y el padre Robinet, el tercer confesor que tenía el rey en suelo hispánico, había sabido jugar bien sus cartas y convertirse en uno de los bastones en los que se apoyaba el monarca para intentar caminar por los escombros en los que se había convertido ese imperio en que nunca se ponía el sol. Y lo había conseguido sin mucho esfuerzo: con buenas palabras, con consejos adecuados, con sonrisas y con su buen hacer y talante.

Hacía frío en Madrid y le daba pereza abandonar el calor de las sábanas, de las mantas que casi le ahogaban. Sacó un poco la cabeza y, con las primeras luces del amanecer que entraban por una ventana entreabierta, vio su pequeña habitación, los pocos muebles que la decoraban, el gran espejo del lateral, y su mesa de trabajo, con algunos papeles abiertos, las últimas noticias que le llegaban de Roma y el plan que había ideado para el futuro de la Real Biblioteca Pública. Cerró de nuevo los ojos y se regaló unos minutos dentro de la cama antes de salir al frío de la habitación, con el brasero a medio apagar. Cerró los ojos e intentó recordar todo lo que habían tenido que sufrir para que el rey diera el visto bueno para la creación de la Real Biblioteca Pública. Menos mal que tuvo el apoyo del Marqués de Villena, el bueno de Juan Manuel Fernández Pacheco, y de Melchor de Macanaz, al que apreciaba aunque en muchas ocasiones no compartía sus opiniones ni esa manera, algo despectiva, con que imponía sus opiniones, aupado en su inteligencia y oratoria. Pero habían sido sus compañeros de viajes y de sueñis y, sin ellos, seguramente ahora no habrían llegado a ese momento que le hacía tan feliz: esa mañana del 29 de diciembre de 1711, a pesar del frío de Madrid, el rey daría el visto bueno al plan que le había presentado para contar en España, por primera vez, con una gran biblioteca que destacara, desde un principio, por su carácter público. Una biblioteca que fuera la piedra angular sobre la que levantar de nuevo un imperio más allá de las armas, de los cañones, de las conquistas. Y sonrió. Y abrió de nuevo los ojos y la realidad se le impuso y decidió levantarse, llamar a sus criados para que le trajeran un humeante tazón de chocolate bien caliente y que le ayudaran a vestirse. No quería perder más tiempo. Quería ser de los primeros en llegar a palacio.


Mientras cruzaba las frías calles de Madrid en su carroza se calentaba con sus sueños. La biblioteca no tendría un mal comienzo, a los libros de la reina madre, con sus más de dos mil volúmenes que destacaban en 80 espléndidas estanterías, se le debían unir los ejemplares que compró el rey en Francia, así como donaciones, como la que él ya había pensado de parte de sus libros y algunas monedas… ya se imaginaba las salas llenas de libros, aunque todavía no tenía ni edificio; ya se imaginaba los elogios de tantos escritores, de tantos eruditos y amantes del libro que se acercarían a sus salas públicas. Porque este había sido uno de sus primeros campos de batalla, el único que le había movido y animado a seguir adelante: el carácter público de la nueva biblioteca frente a las particulares, generosas en fondos y parcas en visitantes. El modelo se había extendido en Europa a lo largo del siglo anterior… ¡ya era hora que llegara a España! Y sonrió, una vez más, en su carroza, porque se dio entonces cuenta que el rey al que le gustaba más jugar a las cartas que leer pasaría a la historia, entre otras cosas, por haber sido el fundador de la Real Biblioteca Pública. Y en esas carambolas del destino se dio cuenta de dónde sacaría el dinero para financiarla, una de sus grandes preocupaciones en los últimos tiempos: de los impuestos de las cartas. Debía trabajar sobre esa idea, que se había despertado en su cabeza, como ese Madrid helado que iba abriendo sus ventanas a medida que su carruaje llegaba a palacio. Suspiró al salir a la plaza, y se dio ánimos a sí mismo. Aquella mañana del 29 de diciembre de 1711 sería histórica. El final de todo un largo camino y el principio de una aventura que, ¿cuánto duraría?

Y mientras entraba en palacio, mientras pasaba por las salas hasta llegar al estudio del rey, donde se aprobaría su plan para crear la Real Biblioteca Pública, dejó su mente volar y se imaginó cómo sería su biblioteca doscientos años después… e incluso trescientos. Y se imaginó cómo sería su biblioteca en el año 2011. Y un escalofrío le recorrió la espalda. ¿Cómo podría imaginarse una cosa así? Imposible. Pero lo que sí le gustaría, y por eso rezaría esa noche, que trescientos años después la Real Biblioteca siguiera siendo Pública e Independiente. Tan solo esas cosas. Y en ese momento, el padre Robinet se sintió el hombre más feliz del mundo y en ese momento tuvo la certeza que así sería, que así debería ser, a pesar de los avatares de la historia y de la política.

3 comentarios:

Brujitecaria dijo...
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Brujitecaria dijo...

Más temprano que tarde lo será, no va a ser posible impedirlo. La única manera de que siga siendo pública, es decir de todos, es que además sea también independiente.
Lo veremos pronto

Brujitecaria dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.