miércoles, 26 de agosto de 2009

Escritores en el aula

El Ministerio de Cultura mantiene desde hace años un programa que llama “Escritores en el aula”, que permite el acercamiento de los autores contemporáneos a las aulas de Bachillerato a lo largo y ancho de nuestra geografía. Un primer contacto en que dos realidades, la de la escritura y la de la primera lectura, pueden darse la mano. Lo cierto es que la perspectiva de colocarse ante la mirada inquisidora de decenas de alumnos entre 15 y 16 años, a quienes la literatura y la creación les importa más bien poca no se presenta como uno de los escenarios más agradables ni envidiables para pasar una mañana. Las pesadillas recorren la manta de los sueños y todo parece que seguirá el guión establecido del fracaso, de las risas. Me comentaron cuando estuve en el instituto cordobés de Cabra que el anterior escritor se había salido de la sala porque los chicos no le prestaban la atención que merecían sus versos y que todo había acabado con una bronca monumental y con silbidos. Y no me extraña. Aquí radica uno de los grandes retos del programa, que no siempre es bien entendido por los escritores que se acercan a los institutos pensando sólo en el dinero fácil que cobrarán después de “soportar” a unos adolescentes por unos minutos. El reto está en ser capaz de comunicar con ellos, de llevarles la literatura y la creación y hacerles vivos los libros durante una hora. A sus profesores les toca bregar todos los días para que retengan datos e ideas, para que sean capaces de expresar sus pensamientos, de convencer, de escribir adecuadamente; a ellos les toca luego evaluar sus conocimientos e intentar, en la medida de lo posible, que esta cultura no sea superficial, que le acompañe el resto de sus vidas, aunque sea un eco lejano, muy pocas veces perceptible. Ese es el trabajo del profesor, el duro trabajo del profesor que, al tiempo que enseña datos, también transmite ideas, formas de pensamiento, costumbres e ideales. Por eso en la enseñanza son tan importantes los medios –eses prometidos ordenadores en que algunos han creído ver el principio de la modernidad y del progreso- como los profesores que les dan sentido y conocimiento. Aprender no es sólo que le introduzcan a uno datos –como un chip en tantas ficciones- sino también el modo de hacerlo, los razonamientos que nos ayudan a recordarlos, a considerar que forman parte de nuestra vida, de la de ahora –aunque ellos no se darán cuenta- y la del futuro –cuando lo entiendan por fin. La labor de los escritores en el aula es otra, y la experiencia, de salir bien, es realmente enriquecedora.
Son muchos los jóvenes que escriben. Fuimos muchos cuando éramos jóvenes y lo siguen siendo. Muchos de ellos, son escritores ocasionales, escritores de un momento, de una tragedia, de un desamor; otros, los más, son escritores en la sombra, escritores que, por timidez, por miedo, por… callan y dejan sus obras escondidas en el frío de sus cajones o en el silencio de sus diarios. Son poemas, cuentos, notas, blogs que, en la mayoría de los casos, no pasan de la primera mudanza o se olvidan al final de algún cuaderno que con los años se tirará sin revisarlo, sin recordar que en sus páginas se dejaron grabados algunos de los versos más tristes que uno podía imaginar. Pero no siempre es así. Y ahí, delante del escritor que viene a hablarles, este escritor de carne y hueso y no el escritor de papel de las clases y de los libros de textos, uno se pregunta ¿cuántos hay que escriben? Y la pregunta no debe hacerse en alto, no debe ponerse en el centro de las miradas y de las burlas a aquellos que se ven como escritores, que se sueñan con que, al pasar los años, serán ellos los que irán a un instituto a hablar de su obra, de sus cuentos, de su poesía, de sus comienzos y de sus nuevos proyectos. Y ahí están, cien caras, doscientos ojos, todos situados en la parte final del salón de acto, dejando un abismo de silencio entre ellos y el escritor que ha venido a hablarles de poesía. Y comienza la presentación y las primeras bromas, como si fuera imposible mantener el silencio del aula. Y comienzo a hablar y les hablo de los inicios, de los recuerdos de cuando era como ellos, de los primeros textos publicados, de la necesidad de seguir buscando y experimentando, de comunicar, del gol de Messi y de la inspiración, de las apuestas literarias y de los nuevos proyectos; y mientras mi vida literaria va desgranándose antes sus ojos, les leo algunos poemas. Y se quedan callados porque, de pronto, se dan cuenta que los entienden, que ellos están ahí también. Como yo también estoy en los versos que ellos escriben. Y se crea un momento mágico, como un diálogo de escritores, de aprendices de escritores, que es lo que somos todos en realidad. Y preguntan. Y aplauden. Y se contestan. Y luego vienen y me cuentan lo que están escribiendo, que si lo las ideas que tienen me parecen adecuadas o no. Y les sonrío. Y me gustaría a mí preguntarles por todas mis dudas, porque ellos son adolescentes y se saben el posesión de la verdad. La suya y la de todos nosotros.

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