lunes, 24 de agosto de 2009

Los viajes

Me lanzo al viaje sin ningún tipo de ayuda. Sin ninguna preparación. Viajes que se convierten en una aventura por lo que tienen de nuevo, de extraordinario, de invención y de hallazgo. El viaje como un descubrimiento. El descubrir al otro, la historia, la cultura, el arte, sus costumbres, pero también, el viaje como un descubrimiento personal, como un ir abriendo los canales de nuestro cuerpo, de nuestro memoria a medida que vamos devorando kilómetros. Y de los viajes uno siempre trae las maletas cargadas de experiencias –no siempre buenas-, y de aromas, y de colores y de sonrisas y de pequeños gestos que nunca recogen las fotografías, que siempre se quedan en las esquinas de los videos domésticos. Esos detalles que no se pueden compartir y que hacen que cada viaje sea la pieza única de un puzzle, que sólo tienen sentido cuando se comparten con las personas que lo vivieron, con los que fuimos uno a lo largo y ancho de miles de kilómetros de distancia. Y ahí están en el tiempo. En nuestro tiempo. Los viajes que se van mezclando, y sólo gracias a las fotos, al relato continuo de las anécdotas podemos precisar que tal cala estaba en una isla determinada, que tal edificio había sido el descubrimiento en una única ciudad… porque los viajes tienden a convertirse en el viaje. De la misma manera que nosotros tendemos a ser uno mismo por más que se empeñen los demás en mostrarnos a cada momento mil reflejos diferentes. ¡Si fuéramos todo aquello que los demás dicen o piensan de nosotros! En ocasiones les mantenemos en su error porque nos gusta la imagen que nos lanzan de nosotros mismos, mucho más generosa, mucho más tierna o perfecta de la que nosotros intuimos; otras veces, en cambio, nos empeñamos en “limpiar” nuestra imagen de esas ignominias, de esos detalles, de esos comentarios que distorsionan nuestro reflejo ante los demás. Pero no sucede lo mismo con los viajes. No hay nadie cerca para defenderlos –tan solo la memoria inmortalizada de las fotografías o de los vídeos-; y así el viaje que realizamos puede ser un viaje muy distinto según la persona a la que se lo contamos, según el momento, según el estado alerta o no de nuestros recuerdos. Y el viaje es eso: no sólo vivir sino también re-vivirlo cada vez que lo recordamos, cada vez que lo contamos. Un viaje sólo termina cuando tenemos a alguien delante para contarlo, para compartirlo.
Vuelvo de Florencia. Hacía más de quince años que no volvía a pasear por su Palazzo della Signoria, por el Duomo, por Piazza della Reppublica, o por el Arno, el Ponte Vecchio… muchos años, pero no importa. Florencia se ha quedado congelada en su historia, en esa que por segundos fotografiamos los miles de turistas que inundamos sus calles. Y no importa. Florencia es mucha Florencia. No importa ver cómo hacen colar para sorprenderse con el David de Miguel Ángel en la Accademia, o las manadas de turistas detrás de un paraguas. No importa. Pasear por Florencia. Dejarse perder por sus calles, por sus callejuelas, por esos escondrijos en que te sorprende la historia en cada esquina. Me levanto por la mañana y desde la ventana del hotel veo el Arno. Uno de los ríos con más historia. Uno de los ríos regados por más sangre genial. Y desde la cama dejo que los minutos pasen mientras veo cómo el Arno se deja llevar por las primeras horas de sol. Un nuevo día de caminatas, de fotografías, de subir al campanile del Duomo, a admirarse con esta ciudad que está por encima de los adjetivos.
Y me preparo para irme a Ibiza. No vuelvo desde hace treinta y nueve años. Allí nací, pero no he vuelto a pisar ni su tierra, ni sus playas, ni su mar. Ahora ha llegado el momento para el encuentro. Un viaje a la nostalgia de una tierra en la que nunca he vivido. Una tierra que sólo conozco de los relatos de otros, de los viajes de otros, de las pasiones de otros. Ibiza es de esos territorios míticos, en los que uno parece que siempre ha estado. Un lugar de casa. Un lugar cotidiano, que se ha llenado de imágenes: primero la de los hippies, luego la de las discotecas y fiestas, y ahora con la tranquilidad del chill out… una isla y un viaje al que, como siempre, me enfrento sin preparación. Tan solo unas fotos antiguas, los recuerdos de mi madre y un hotel en el centro… una aventura que, en este caso, me lleva a los territorios siempre mágicos de la infancia.

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