miércoles, 26 de agosto de 2009

La poesía

Hace tiempo se puso de moda una canción que decía “Malos tiempos para la lírica”. El grupo que la cantaba se llamaba “Golpes bajos” y la letra la había escrito el gran Coppini. Han pasado ya algunos años de aquella letra, de esa melodía, pero parece que ese “mal tiempo” se ha instalado en nuestras vidas, como si la prosa se hubiera alzado con el estandarte único de la literatura. Y este comparar géneros literarios, este dejar a la poesía en un lugar extremo, elitista, mientras la prosa se convierte en “única” voz de nuestro tiempo se ha convertido en un lugar común. A cualquier poeta al que le toque la fortuna de encontrarse ante un periodista (fortuna mala o buena como es siempre esta calva indecente), parece que tiene que poner cara de póquer cuando le preguntan: ¿y no has pensado alguna vez escribir una novela, un cuento? Como si la poesía fuera un divertimento, como si la poesía sólo fuera voz de unos pocos. Pero no siempre fue así… ¿a alguien se le ocurriría hacerle la misma pregunta a Federico García Lorca, que hasta su teatro es puro verso, incluso el escrito en prosa? ¿Y a Neruda? ¿Y acaso no son estos dos poetas, tan admirados entre ellos y tan diferentes en estilos y en intenciones, voz de una época, la de una España que veía venir la tormenta de una guerra y la de un continente que en el “Canto general” encontró la épica que no supieron escribir los poetas de los siglos anteriores? Pero es cierto que aquellos eran otros tiempos, otros tiempos gloriosos en que los grandes novelistas y narradores de aquellos maravillosos años treinta quedaban eclipsados por la fuerza y la valentía de unos jóvenes poetas a los que hemos llegado a conocer como la Generación del 27, que introdujeron en nuestro país aires y vendavales de modernidad y de genio.
Otros tiempos… pero quizás otros tiempos que los propios poetas nos hemos ido labrando a fuerza de versos y de zancadillas partidistas en los últimos años, esos en los que la distancia con el lector parece ser cada vez mayor. O así algunos lo ven, aunque seguramente no haya tiempo más propicio para la poesía que el actual; y seguramente no haya tiempo en que proliferen más los versos que el que no ha tocado vivir. Julio Santiago, magnífico poeta y animador cultural, manda todas las semanas una agenda poética… y no hay menos de diez actos a lo largo y ancho de Madrid. Imposible ir a todos, sin duda. Pero este es un buen termómetro de que hay muchas personas a las que le gusta y necesitan leer poesía… porque la poesía puede dar algo más, algo diferente a las historias que ofrecen las historias que se cuentan en prosa. Ya sea buena o mala prosa, porque todo hay en la viña del señor editorial, más en estos tiempos en que los novelistas –la mayoría de los novelistas- más se deben a sus “amos” mediáticos que a sus lectores, que a su obra, los únicos que deberían marcarles ritmos y temas. Pero ese es otro tema que ahora nos queda tan, tan, pero tan lejos.
A la poesía no se puede ir en busca de historias, de argumentos en que se presente a unos personajes, se les haga “vivir” a lo largo de cientos de páginas (o de versos) para luego desencadenar un final apoteósico –o anodino, como sucede en muchas novelas de éxito de nuestro tiempo. En la poesía hay un elemento particular, propio, lo que le confiere un nuevo lenguaje: el verso. El verso no son líneas que quedan sin terminar… es todo lo contrario. En un verso, en un simple verso, en sus sílabas perfectamente elegidas, en que el ritmo se convierte en un nuevo elemento esencial del lenguaje, puede decirse todo. O puede comenzar a decirse todo: “Tengo miedo a perder al maravilla / de tus ojos de estatua y el acento / que me pone de noche en la mejilla / la solitaria rosa de tu aliento”. Leer poesía es dejarse llevar por esos sonidos que, sin quererlo la sintaxis, ha unido “acento” y “aliento”… y “maravilla” y “mejilla” en una nueva descripción del amado. Y sin quererlo, la poesía nos levanta delante de los ojos imágenes hasta ahora no exploradas: ¿Ojos de estatua? Cada uno de los lectores saca de su particular universo de referencias una imagen. Y cada una de ellas es un verso. Y cada verso un nuevo texto. ¿Solitaria rosa de tu aliento? Y el aire se transforma en un manantial de aromas, de frescos aromas de flores… que embriaga, que enamora. A la poesía no podemos ir en busca de historias que nos lleven de la mano, que nos digan lo que en cada momento como lectores hemos de entender, de imaginar. Se nos obliga ser algo más que simples comensales en la mesa de la literatura: se nos presentan los manjares elaborados, hasta extremos geniales, y tenemos que estar dispuestos a dejarnos llevar por sus matices, que no son más que los nuestros, los de nuestra vida. A la poesía hay que venir con el estómago abierto y no buscando los sabores de siempre, esos que nos colocan en el menú diario de la prosa, de los periódicos, de la televisión. A cada momento, su plato. Y en el menú de la poesía el verso puede llegar a convertir una frase en un momento mágico, ese que se recuerda cada noche… “para no cerrar nunca los ojos sin haber mirado una vez más tus ojos”.

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